Los
primeros meses de 1808 trajeron a España tales acontecimientos que no pudieron, por menos, que desencadenar los
tristes resultados de todos conocidos. Las abdicaciones de Carlos IV y de Fernando VII y el desencadenamiento
de una guerra de independencia frente a un poderoso invasor, Napoleón Bonaparte, que busca la expansión de su
incipiente imperio, constituyen una de las páginas más negras de la edad moderna española, en la que Cádiz,
para liberar a la nación, colaborará con hombres y dinero -mucho dinero- que aportan sus vecinos y, sobre todo,
sus comerciantes.

Juramento de las Cortes Constituyentes en la Iglesia Mayor Parroquial de la Real Isla de León. 24 de septiembre de 1810.
El 2 de mayo en Madrid, no será otra cosa que el primer estallido de un pueblo que ve, impaciente y
descorazonado, cómo zozobra su libertad y desaparecen, al propio tiempo, sus tradicionales instituciones, entre
ellas la propia monarquía que desde hace ya doscientos años rige los destinos de la Nación y sus extensas
colonias de Asia y América. Esa lucha sangrienta sobre las calles de Madrid, será también la bandera de guerra
que enarbole toda España como suya propia, hasta que el último soldado francés traspase la frontera pirenaica,
esa vieja muralla que tantas invasiones contribuyó a frenar y tantos progresos impidió que penetraran en la
vieja tierra de Cervantes y Santa Teresa.

Fernando VII. Óleo de Vicente López.
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid.
El dos de mayo es también una rebelión contra quienes pretenden imponer sus ideas, en este caso las de la
revolución francesa, por las armas: el pueblo español rechazaba con violencia lo que con violencia quería
imponérsele, aunque esas ideas pudieran representar una renovación, una bocanada de aire nuevo, en una España
anquilosada por siglos de cerramiento, mirándose permanentemente a sí misma, sin comprender que el futuro se
alcanza en el crisol de las ideas emergentes y no en el aferramiento a las pasadas.
Al final de ese trágico mes de mayo, los gaditanos, que se sienten traicionados por sus autoridades militares,
serán protagonistas en lo más abyecto de su vecindario, del asesinato en la plaza de San Juan de Dios de su
gobernador -y Capitán General de Andalucía- don Francisco Solano, al creerlo colaboracionista, o, al menos,
poco decidido a tomar las armas contra el ejército francés. Conocido es el hecho -contado por Adolfo de Castro-
que para evitar su ahorcamiento, su amigo. Carlos Pignatelli le atravesó el pecho con su propia espada...

Horrible sacrificio de inocentes víctimas en Madrid, el 2 de mayo de 1808.
Grabado. Museo Municipal. Madrid.
Entre tanto, navíos franceses, ingleses y españoles circundan Cádiz esperando órdenes superiores para actuar
sobre la ciudad o sobre la escuadra que se haya declarado enemiga. El general Morla, prudentemente, artilla y
guarnece las costas de la Carraca y la Isla de León hasta donde puede con los medios de que dispone. Se arman
cañoneras y bombardas y se cierra la Bahía con cadenas y buques que se hunden ex-profeso para impedir la
entrada al Arsenal de los buques franceses. Será el 9 de junio cuando, según Adolfo de Castro, dé comienzo el
fuego cruzado entre navíos franceses y castillos, baluartes y fuerzas sutiles gaditanas. «Se vio -narra Adolfo
de Castro- arder la llama en nuestras cañoneras y bombardas y el estrépito y el humo anunciaron que el combate
había empezado» Las torres, azoteas y murallas de Cádiz estaban repletas de «un inmenso y anhelante gentío»
(...) «Por el camino de Jerez al Puerto, y del de El P. S. María a Puerto Real acudían bandadas de gentes de
todas clases con las armas que podían haber en las manos». La rabia de los pueblos ribereños de la Bahía
parecía palparse desde las murallas gaditanas, desde las azoteas portuenses, desde las p layas de Rota y
Chipiona.

La rendición de Bailén. José Casado del Alisal. Casón del Buen Retiro. Madrid.
Pronto el almirante francés pediría que se le permitiese salir de la Bahía; incluso arriaría bandera si se le
garantizaba la vida de todos los franceses que residían en Cádiz y la provincia... El ejército francés de
Dupont invadía Andalucía acercándose peligrosamente a Cádiz y la Isla, sabiendo, no sólo la claudicación de su
escuadra, sino que los más nutrido y selecto del ejército andaluz se encontraba en el recinto de las dos
ciudades. Los cuatro regimientos de línea, con sólo las banderas, se llenarán vertiginosamente de jóvenes
gaditanos dispuesto a la defensa de la Nación. Los batallones de «Voluntarios distinguidos de Cádiz»,
recuperados los ánimos con la rendición de los buques, adquirirán fama merecida por su participación en la
victoriosa batalla española de Bailén, en donde España contabilizará su primer triunfo sobre el más temido y
odiado déspota de la Francia revolucionaria. El invencible Bonaparte, que ha saboreado sus grandes victorias en
Jena, Austerlitz y Marengo, tendrá que sufrir, con indescriptible humillación, no sólo la derrota, sino la
muestra evidente de que podía ser vencido... «La distinguidísima parte que cupo a los reclutas gaditanos,
dígalo el regimiento de las «Ordenes», casi todo compuesto por ellos», escribe el gaditano José de Vargas
Ponce. «Cuando se goce la historia militar de nuestras últimas campañas -continúa diciendo nuestro escritor y
marino- se sabrá lo que fue la batalla de Bailén; se sabrá lo que en ella obraron los reclutas de Cádiz».

Castillo de San Sebastián. Cádiz.
Al mismo tiempo, Cádiz se transforma en una ciudad armada gracias a la formación, como hemos dicho, de un
ejército de vecinos-soldados, dispuestos a defender el enclave-fortaleza a costa del mayor de los
ofrecimientos: la muerte, conscientes de que España ha quedado reducida a su ciudad y a la limítrofe Real Isla
de León. ¡Todo un trágico panorama para quienes sólo conocen de las artes de la navegación y del comercio! Si
hacemos nuestra la afirmación de Vargas Ponce, los voluntarios gaditanos, levantados en armas, fueron aquellos
que podían considerarse como los patricios de la ciudad: «militares pudientes, ricos, poderosos soldados que
dejaban de manejar millones suyos para manejar un fusil de la nación; que llevaban el fusil de hierro a su
morada para posarlo sobre talegas henchidas de oro». En otras palabras, una buena parte de la guarnición
gaditana la formaba la rica burguesía comercial, unida en armas para la defensa de sus intereses personales y
los más generales de España (1).
La Cortadura, Puntales... serán mudos testigos de cómo estos «milicianos» populares de los primeros años del s.
XIX, lucharon contra un invasor apostado en las riberas de levante de la Bahía o la margen de más allá del caño
de Sancti Petri, a la distancia del exiguo largo del puente Zuazo en la Real Isla de León. La contribución
femenina gaditana no puede, sin faltar al rigor histórico, obviarse en aras a que aquella no fuese
especialmente bélica. Las damas gaditanas, a cuyo frente pusieron a la marquesa de Villafranca, Dª María Tomasa
Palafox, hija de la condesa de Montijo, darán lo que realmente su condición de mujeres les permite en los
inicios de la edad contemporánea: ir casa por casa, como «mendigas voluntarias», pidiendo «alivios y socorros
para el soldado y el marinero, para los ejércitos y la armada», no de su ciudad, sino de España entera,
recaudando más de un millón de reales de vellón, para convertirlos en abrigos y uniformes.
La claudicación de la escuadra francesa ante el general Morla, es una nueva humillación que España infringe a
Napoleón Bonaparte. El almirante francés pedirá que se le permita salir de la Bahía, incluso arriaría bandera
si se le aseguraba la vida de los innumerables franceses que residían en Cádiz y la provincia. Cuando Rosilly,
prisionero, desembarque en Cádiz, el pueblo, en un profundo respeto, reconocerá la dignidad con la que el
marino francés asumía su derrota. Quien fue odiado y temido, era ahora compadecido por los gaditanos y tratado
conforme a las exigencias que al vencido imponían las leyes de la guerra.
Entretanto, el también vencido Dupont, bajaba prisionero con su ejército hacia la gran bahía gaditana. Con sus
generales será recluido en el castillo de San Sebastián, en donde se les sirve de comer lo que en casa de Morla
se cocina. No puede haber más grandeza de espíritu en un general vencedor. En su encierro, el general francés
se consuela traduciendo a Horacio. Miles de soldados del emperador, hambrientos y enfermos, permanecían
prisioneros en navíos, convertidos en pontones en aguas de la Bahía, en espera de su repatriación. Con ellos,
centenares de vecinos de Cádiz de la nación francesa, u originarios de ella, se amontonaban en un pequeño buque
para defenderlos de las iras del pueblo. La guerra y sus tragedias eran un hecho de futuro incierto. ¿Vencería
Francia? ¿Quedaría España sojuzgada?
El eco de las victorias españolas sobre los franceses fueron siempre motivo justificadísimo para que los
gaditanos las celebrasen con toda suerte de solemnidades, acompañadas de salvas de artillería y repique de
campanas, lo que indudablemente daba confianza a una población que no minimizaba, desde luego, a las fuerzas
ocupantes de la península. Hacia él mes de agosto de 1809, llegó a Cádiz el embajador extraordinario de la
Corte británica, el marqués de Wellesley, hermano del ya famoso lord Wellington, victorioso hacia pocas fechas
en los campos de Talavera frente a las tropas mandadas por el mismísimo rey José, lo que le reportaría, como es
sabido, el título de vizconde de Wellington de Talavera. Una vez más los balcones gaditanos se cubrirían de
sedas y de vecinos que gritan vítores al visitante y saludos a su rey Jorge III. No era para menos contar con
la alianza del siempre poderoso enemigo...
Pero la alegría gaditana pronto se vería contrarrestada con la llegada de noticias inquietantes: la Junta
Suprema Central que se encuentra en Sevilla huyendo del ejército invasor, incapaz de contenerlo, ha decidido
trasladarse a la Isla de León, donde debe reunirse el 1º de febrero de 1810: un triste itinerario hacia el sur
por el que iría recibiendo la repulsa del pueblo por su inútil gestión en la defensa de la integridad
territorial de la Nación. La Junta llegará a la Isla de León el 27 de enero; ese mismo día, Cádiz promovía,
bajo los auspicios del liberal Tomás de Istúriz, una nueva Junta local, que había de disponerse a defender a la
ciudad, puesto que la Central se consideraba prácticamente disuelta o, al menos, imposibilitada para
desarrollar la más mínima estrategia defensiva ni ofensiva. La primera providencia de la Junta de Cádiz fue
disponer que sus miembros, a diferencia de los de la Central, no usasen distintivo alguno de su cargo ni
aceptasen honores ni recompensas por los desprendidos servicios que se comprometían a ofrecer a la ciudad y a
España. La austeridad se imponía en todo: sólo se necesitaba valor. Lo diría claramente Argüelles un año
después en las Cortes: «Los españoles para alzarse contra la usurpación extranjera no se han cuidado de
requerir sus títulos, sino sus armas» (11/8/1811). Los gaditanos, por su parte, iban aprendiendo, día a día,
que la defensa de sus murallas sólo podía hacerse con dinero, coraje y buenos generales.
La Junta Central, antes de desaparecer, pese a su resistencia, decretó la convocatoria a Cortes, aunque tomando
partido por que, siguiendo la tradición, se constituyera por estamentos, lo que llegado el momento no
aceptarían los liberales ni la Junta de Cádiz que lograrán que la convocatoria sea unitaria y, en consecuencia,
sin distinción de clases. Al propio tiempo, la Junta Central decretaba la formación de un Consejo de Regencia
que quedaría instalado en la Isla de León que asumiría la soberanía que ella misma le legaba y que estaría
formada por cinco miembros o regentes, elegidos entre personas de reconocido prestigio en la vida nacional.
Mientras, sin solución, la guerra continuaba por tierras españolas y, por supuesto, en las de Andalucía, por
donde el ejército invasor bajaba hacia el sur sin apenas resistencia. El duque de Alburquerque, cuyo pequeño
ejército operaba en Extremadura, con una visión genial de que debía tomar la delantera a los franceses,
acuciado de vicisitudes, sorteando enemigos, más corriendo que al paso, para defender a Cádiz, logró llegar a
la ciudad donde, con la Isla de León, estaba la España libre. Allí residía el Gobierno de la Nación; allí
estarían las Cortes de la Nación. Alburquerque llegaba el 24 de febrero de 1810 con once mil hombres, deshechos
por el cansancio y el hambre para impedir la entrada francesa en la minúscula franja de tierra que se extiende
desde el caño de Sancti-Petri al castillo de San Sebastián de la Caleta gaditana. El Jefe de Escuadra D.
Francisco Javier Uriarte, héroe sobreviviente de Trafalgar, desmontará el puente Zuazo, «cordón umbilical» que
unía a la Isla de León con el resto de España. Sus sillares, numerados uno a uno, volverían a ser puente una
vez terminado el asedio. Jamás la Isla de León y Cádiz habían estado más aislados del resto de la nación. El
gaditano Vargas Ponce cuenta que cuando el general Castaño, recién elegido regente visitó el puente, encontró
que era custodiado por un inválido. Ante el enojo del general, el pobre guardia le contestó: «Sosiéguese V. E.:
a nadie dejaré pasar sin pasaporte».
Con Alburquerque, la defensa de Cádiz y de la Isla, su antemural, tomaba carta de naturaleza; Cádiz
correspondería con vestuario para los ejércitos, alimentos y dinero, mucho dinero... El 5 de febrero, el
mariscal Víctor establecía su cuartel general en el Pto. de Sta. María: el sitio de Cádiz iniciaba sus días,
«sin reconocer a otro Rey que al Sr. D. Fernando VII». La causa de José I terminaba a orillas del Guadalete. No
hubiera sido mal rey, pero el hecho de su imposición por la fuerza de las armas, lo convertían, a los ojos del
pueblo, en un personaje odiado y abyecto, dominado por la ambición de poder y riquezas.
Y el asedio continuaba, con múltiples carencias... Ante la obstinada negativa del obispo de Orense, Presidente
de la Regencia a vender plata de los templos, fue necesario pedir al Gobierno británico veinte millones de
reales, que fueron entregados por Wellesley en letras endosadas a la tesorería real de su nación. El 24 de
abril, caía el castillo de Matagorda, defendido por ingleses. Ese mismo día llegaba a Cádiz el general Blake,
que nombrado por la Regencia debía suceder a Alburquerque, nombrado embajador en Londres. Cientos de españoles
llegaban a la plaza libre huyendo del enemigo, mientras el castillo de San Sebastián se iba atestando de
«afrancesados», truhanes e inocentes que ignoraban hasta su causa. A todos prestarían asistencia fraternal y
civil el famoso magistral Cabrera y el presbítero Nicolás de Mora, hermano del escritor y poeta, José Joaquín,
a quien dedicaremos alguna página. El Campo del Sur vería ajusticiar por garrote a «afrancesados» o
bonapartistas, contemplados por gentes que descargaban sus iras con insultos contra quienes consideraban
causantes de todos sus males. Fue el caso del alcalde de Madrid, D. Domingo Rico Villademoros, traído a Cádiz
como prisionero por un rufián que logró que fuera condenado a muerte por secuaz del rey José. (Blanco White
escribió al respecto «que en muchos pueblos importantes la capa de patriotismo había servido de excusa para
entregarse a la desdichada propensión que tienen los españoles del sur a derramar sangre y que deslustra sus
muchas buenas cualidades»).
Estamos aún en la primavera de 1810. La Regencia abandona la Isla de León y se instala en el edificio de la
Aduana gaditana. Cádiz es, desde el día 29 de mayo, capital de un reino sin rey. El 30, onomástica de éste, la
Regencia recibió a la corte entre la expectación del pueblo que pasaba del aplauso a la carcajada, según la
circunspección de unos y otros, seriedad o ridículo. Por mucho tiempo se recordó a un grupo de coraceros sin
coraza, vestidos con jubón, calzas y capa corta, al mando del marqués del Palacio; verlos tan ridículos
desfilar por la ciudad, hizo pensar a muchos si no estarían ya en Carnaval; pero lo más curioso fue que el buen
marqués, al entrar vestido a la antigua usanza en la sala de la Regencia (actual Diputación), tiró al aire
cuatro o cinco mandobles y acto seguido leyó su discurso en malísimos versos, exhortando a todos a seguir la
tradición y a menospreciar la «modernidad». ¡El hombre vivía en el limbo sin darse cuenta el revolucionario
período que la Nación vivía desde el 2 de mayo de 1808! No faltaron tampoco pequeños «caudillos» populares que,
tal como ¡llegaban, desaparecían; ni gestos heroicos ni persecuciones basadas en simples rumores. Cádiz dio en
estos años personajes realmente «teatrales», como lo fue el abad de Valdeorras (Orense) quien, vestido de
granadero, pero con el collarín de eclesiástico, se paseaba por la ciudad ante la admiración de todos, pues de
él se contaba que metido a guerrillero había sido terror de franceses.
Como no podía ser menos, llegaron pícaros y malandrines contando historias inauditas, inventadas para obtener
prebendas, incluso pensiones por sus heridas, o sentirse injustamente perseguidos. No fue fácil discernir el
«grano» de la «paja», con lo que se llegaba a encerrar a hombres honrados y se dejaban en libertad a los más
desvergonzados y simuladores.
Y en medio de todo, es decir, de las granadas enemigas, del temor a la entrada francesa y del hacinamiento, las
epidemias de los años 10, 12 y 13, una «batalla» más cruel que la del ejército enemigo, que llevó a los
sepulcros a cientos de gaditanos y foráneos que habían llegado a Cádiz huyendo de la España ocupada.
El 24 de septiembre de 1810, en representación del Viejo y del Nuevo Mundo hispano, más de un centenar de
diputados juraban, ante el altar de la Iglesia Mayor de la Real Isla de León (San Fernando), lealtad a Fernando
VII y el desempeño fiel y leal al encargo que la Nación había puesto en sus manos: constituirse en Cortes
generales y extraordinarias, que arbitrasen los medios necesarios para salvar a España de una brutal invasión
extranjera y darle, al propio tiempo, una Constitución que fuera base de un nuevo ordenamiento jurídico,
superador del ya viejo y anquilosado sistema político, que gobernaba España y las Américas, desde la muerte de
Carlos III, con una increíble combinación de despotismo y arbitrariedad, incapaz de llevar a la Nación a la
modernidad y a la defensa de su propia integridad.
Desde el 2 de mayo de 1808, los hijos de la gran nación, se desangran en los campos de batalla en lucha
denodada por su libertad, en tanto los nuevos tiempos demandan libertades y derechos políticos de una Monarquía
que prefiere tener vasallos a ciudadanos. Ese 24 de septiembre, España, en las únicas tierras libres que le
quedan: la Isla de León y Cádiz, va a iniciar, en un marco bélico de total ocupación por un ejército invasor,
un proceso constitucional, cuya resonancia llegará, por su profundo carácter liberal, hasta los últimos
confines del mundo civilizado: Europa y toda la América. El lº de diciembre de 1810, la primera bomba enemiga,
desde el Trocadero, estallaba junto a la torre vigía de flotas y galeones, la Torre de Tavira. El pánico se
apoderaba de la ciudad a medida que las granadas y obuses franceses retumbaban sobre cúpulas y azoteas. El
pueblo huía hacia La Caleta y los campos del Sur, donde los ingleses, siempre enemigos, y ahora amigos, le
ofrecía alojo en tiendas de campaña y, sobre todo, el ofrecimiento de que están dispuestos a defenderlos de
quien es dueño de la vieja Europa.
La ciudad está militarizada. Grupos armados circulan por calles y plazas: son civiles prestos a defender al
último reducto no invadido por las tropas napoleónicas. Ninguno de ellos escapará a un sobrenombre, que será
por el que todos los conocerán: lechuguinos, a los «Voluntarios de Puerta de Tierra», por ser extramuros de la
ciudad, lugar de huertas; guacamayos, a los «Voluntarios distinguidos» por los vistosos colores de sus
uniformes; perejiles, a los «artilleros de Puntales»; pavos, a las milicias urbanas; cananeos, a los cazadores
por sus cintos para llevar los cartuchos. La ciudad, por ventura, no pierde el buen humor, necesaria
manifestación con la que dar salida al temor que provoca el ejército de Napoleón Bonaparte, aureolado por sus
muchas victorias y contadas derrotas. El 19 de marzo de 1812, onomástica del hermano del Emperador, la ciudad
-pese al asedio y al clima adverso- compartirá, con la Isla de León, la alegría por una «Carta Magna» que
parece traer libertad y prosperidad para todos, españoles de España y españoles de América. Ese día, día de
temporal marceño de un largo y hosco invierno, los gaditanos sufren aguas y vientos al pie de los tablados, en
los que los Secretarios de las Cortes leen el gran texto constitucional. Numerosos ciudadanos, prácticamente el
pueblo entero, victorean el advenimiento de la Constitución, hecha día a día por españoles de ambos
hemisferios, bien conocidos por haber compartido con ellos año y medio de angustias, miedos y esperanzas, y lo
que era más profundo: sus elocuentes discursos en el Oratorio de San Felipe de Neri.
El asedio durará, prácticamente, treinta meses: será levantado por los franceses el 24 de agosto de 1812. En
ese largo período se contaron hasta 15.531 proyectiles sobre zona gaditana, de los cuales 534 dañaron con mayor
o menor intensidad sus edificios, aunque no por ello cundiría el desánimo entre los gaditanos y los numerosos
huidos de las zonas ocupadas por el invasor. No se abandonaría el desenvolvimiento normal de la ciudad,
incluidas las actividades culturales y recreativas, que proliferaron y se hicieron imprescindibles. La Academia
de Buenas Letras, fundada por José Joaquín de Mora, Antonio Alcalá Galiano y el Conde de Casas Rojas, continuó
con sus actividades hasta 1810 en que hubo de cerrar sus puertas por la marcha de los dos primeros. Entre tanto
llegaban a Cádiz, Martínez de la Rosa, Quintana, Nicasio Gallego y el duque de Rivas, enriqueciendo, bajo el
estruendo de los obuses, la vida cultural de Cádiz, que ahora más que nunca parecía necesitar de teatros,
tertulias y periódicos con los que alimentar un espíritu ciudadano ávido de noticias y angustiado por la guerra
que parece no tener fin.
La Escuela de Bellas Artes siguió impartiendo, aunque con alguna mengua, sus clases de dibujo, pintura y
grabado, especialmente cuando estuvo bajo la dirección, en 1811, del afamado pintor de historia, José García
Chicano. Ramón Solís, estudioso de este período, nos dice que «en los días de las Cortes, el afán de aprender,
por una parte, y el respeto por todas las culturas, por otra, hizo que la ciudad se reafirmara en su
tradicional culto a la ciencia y al estudio». La Gramática, la Lengua, las Matemáticas, la Cirugía y la
Medicina, y el arte de la guerra, estuvieron presentes, como siempre, en ese Cádiz que se obstinaba en no
desprenderse de un floreciente pasado como lo había sido en la amplitud y calidad de su comercio; en la
especificidad en las ciencias náuticas y médicas, y en el espectáculo teatral. Solís ha recogido la
representación de 109 comedias durante el asedio, concretamente desde el 27 de noviembre de 1811 al 29 de
diciembre de 1812. Para ese mismo período habría que añadir 90 títulos de sainetes, lo que nos da una idea de
la magnífica vida teatral, aun cuando las obras no fueran de relieve.
El diputado por Valencia, Don Joaquín Lorenzo Villanueva, se lamentaba de que «cuando todas las provincias
estaban sumergidas en aflicciones y amarguras, los habitantes de Cádiz sólo pensasen en divertirse» (sesión de
Cortes de 12/5/1811). Pero no por tanta distracción olvidaba el pueblo sus deberes para con el resto de la
Nación: ahí están para confirmarlo las milicias de voluntarios y el dinero que la burguesía mercantil aportaba
a los cuantiosos gastos de mantenimiento de los ejércitos. Ahí estaban también, sus honras por los héroes
caídos el 2 de mayo de 1808, celebradas en la Plaza de San Antonio, donde la muchedumbre reunida, cantaba el
himno al «Dos de Mayo», compuesto por el Duque de Veragua, Don Mariano Colón. O el que ese mismo día por la
noche los asistentes al teatro, puestos en pie, haciendo coro con la orquesta y los cantantes, entonaban los
«Recuerdos del Dos de Mayo», de Juan Bautista Arriaza, cuya primera estrofa decía:
!Día terrible, lleno de gloria;
lleno de sangre, lleno de horror!
Nunca te ocultes de la memoria
de los que tengan patria y honor.
Si el teatro fue abundante, no lo fue menos la prensa, que ocupó un lugar destacadísimo al socaire de las
Cortes. Ninguna ciudad llegó a sacar tanto número de cabeceras en tan poco tiempo. Si al comienzo de la guerra
la ciudad contaba sólo con el «Diario Mercantil», durante el período que nos ocupa, 24/9/1810 a 14/9/1813
(clausura de las Cortes Generales), el número de periódicos llegó hasta 46, aunque muchos tuvieron tiradas muy
cortas o tuvieron una vida muy breve. Destacaron el «Comercio de Cádiz», «El Despertador», «El Conciso» (
liberal), «El Censor General» ( absolutista), «El Diario de la Tarde», «El Redactor General» y el «Semanario
Patriótico». En ellos escribieron los diputados, tanto peninsulares como americanos, dando a la vida
intelectual y política una resonancia tanto local como exterior, como nunca se había producido en la historia
de la ciudad. Cádiz, curiosamente, desarrolló en tiempo de guerra y asedio, un denso panorama cultural gracias
a la diversidad de personajes y de ideas que en él, por la fuerza de las circunstancias, se dieron cita,
multiplicándose las tertulias para todos los gustos: liberales, serviles, eclesiásticas, etc. Sólo en una
ciudad tan receptiva como Cádiz, podían darse tantas facilidades para hacer posible todo lo que hemos relatado
muy brevemente.
La Constitución de Cádiz nació, es obvio, de las mentes de los diputados, pero creo no equivocarme, que el
espíritu liberal de la ciudad, formada en aquel tiempo por vecinos y forzados forasteros, contribuyó, en buena
medida, a que fuera, como realmente fue, una Constitución adelantada para los años de guerra y conflictos en
los que se redactó.