La Web de ALFONSO ESTUDILLO
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CUENTOS Y RELATOS
SOLEDAD
(1º Premio de Cuentos "PUENTE ZUAZO", Academia de S. Romualdo, San Fernando, 1989)
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Caminaba calmosa y pausadamente; con una cierta lentitud que la hacía parecer como indecisa o indiferente a una dirección preconcebida, como si fuera en un simple deambular en las horas en que el tiempo no existe,
esas horas que se evaden sin pena ni gloria entre miradas a escaparates, el adiós a algún que otro conocido o en las mil y una observaciones que se suelen hacer en un paseo; sin embargo, no era la intención de matar
el tiempo paseando lo que la movía en aquella dirección, no: era una misteriosa fuerza interna, algo superior e insoslayable, que la hacía avanzar sin prestar atención a los embaucadores reclamos publicitarios, a los
tímidos saludos de los conocidos o al postizo que camuflaba la repentina calvicie de doña Angustias. Y esta fuerza emanaba de aquel edificio de ladrillo rojizo que alzaba sus fachadas decimonónicas doscientos metros
más adelante.
Aquel edificio parecía actuar como un enorme imán, un imán que la atraía con ramaladas de ondas invisibles y poderosas. Era como el fascinante pozo de luz de la bombilla, esa ventana de luz, prometedora de libertades
y espacios infinitos, que hace que la perseverante e ilusa mariposilla se estrelle una y mil veces contra la infranqueable barrera de cristal que la hechiza.
Aquel edificio rojizo y vetusto era el colegio, su colegio, el Centro escolar donde se habían quedado para siempre casi cuarenta años de su vida.
Pero eso no le importaba... No le importaba haber consumido su vida entre aquellas inolvidables paredes, tan viejas como entrañables; paredes deslucidas, pero llenas de recuerdos, llenas de poemas editados en páginas
de cemento, llenas de cientos de corazoncitos gritando sentimientos, puros e inocentes aún, con la voz casi anónima de unas tímidas iniciales, cicatrices de ilusiones buriladas por las inexpertas y soñadoras manos de
tandas y más tandas de rapazuelos, de bisoños gorrioncillos que afilaron sus picos y adiestraron sus alas para el inevitable momento de alzar el vuelo a los incógnitos horizontes que los años habría de poner ante sus
vidas.
¿Importarle?, ¡no, todo lo contrario! Ya lo dijo cuando sus alumnos y compañeros le ofrecieron aquel entrañable homenaje de despedida. Sus palabras fueron escasas debido a la emoción, una emoción imposible de eludir
ante tantas muestras de reconocimiento y cariño. Recordaba aquel momento en que dos de sus alumnos se le acercaron para ofrecerle un maravilloso ramo de flores, enorme y bellísimo, en el que destacaban las rosas;
aquellas rosas -sus flores preferidas- de exuberante rojez y aterciopelada belleza que parecían querer escaparse de sus tallos convertidas en labios. En cada una de ellas le pareció ver unos besos, tiernos y
amorosos, que le regalaban sus niños.
Y sus compañeros... ¿qué decir de sus compañeros?, muchos de ellos de años y más años compartiendo las mismas cosas, las mismas ideas, las mismas horas, las escasas satisfacciones y las muchas escaseces de todo en
los malos tiempos. De ellos había partido la idea de regalarle la preciosa placa de plata que guardaba con tanto orgullo tras los cristales de la vitrina del saloncito. Recordaba la inscripción grabada en ella: «A
nuestra inolvidable compañera, Marisol, con el reconocimiento y cariño de tus compañeros», y a continuación: «A nuestra querida maestra, Doña María Soledad, con el cariño de sus alumnos». Y una fecha, una fecha que
llevaba grabada en la memoria como la que marcó el final de sus aspiraciones, de sus inquietudes y de sus sueños; una fecha tragicómica que llevaba consigo un invisible y patético R.I.P. que sólo ella era capaz de
ver. Sí, porque aquella fecha, aquellos dígitos grabados en el brillo frío e inerte de la placa, era un inamovible y angustiante réquiem por la súbita muerte de su vida profesional; una muerte que, quieras que no,
también había matado la mayor parte de sus alegrías e ilusiones, porque, ¿cómo se puede hablar de jubilación, de júbilo, de descansar en paz y jubilosamente? ¿Acaso esa jubilación, ese eufemismo por muerte, se había
llevado sus recuerdos, sus sentimientos? ¿Jubilación? ¡Pero si aún no había conseguido que Carlitos dejara de confundir los signos aritméticos, o que Blanca mejorara su caligrafía! ¡Si todavía guardaba en sus
mejillas el cálido roce de los labios de Tinín, de Chema, de Martita, de Nono, de Caty, de Curro, de Ana María, de Nena...! ¡Si todavía sentía que le quedaban dentro muchos, muchísimos, millones de besos para
repartirlos entre sus niños!
Sus niños, sus únicos hijos, los hijos que nunca pudo tener... Porque ella nunca tuvo hijos, ni marido, ni siquiera novio, pero los tenía a ellos y los consideraba como los hijos que el amor no quiso darle nunca. Su
niñez, su adolescencia, su juventud toda, pasó demasiado deprisa como para que se diera cuenta de que es algo que se tiene una sola vez en la vida. Sus buenos años de muchacha, de joven llena de ilusiones, de mujer
en la plétora de la juventud, se les fueron dedicada a sacar el máximo provecho al gran esfuerzo que para su padre significaba el costearle unos estudios con los escasos ahorros que podía sustraer de un mísero sueldo
de funcionario de tercera en el Ayuntamiento.
Aquellos años pasaron sin que en su cuerpo se posaran los fugaces aleteos de las caricias, sin que sus labios se abrieran al cálido roce de otros labios, sin que su piel latiera temblorosa entre brazos ávidos de amor
y deseo, sin que su seno se hiciera almohada de ansias ya cubiertas, sin que su cuerpo de mujer, de hembra, hubiera dado cobijo a la fuerza del roble, sin que sus entrañas se hicieran terruños regados por savia nueva
de vida, sin haber sido tierra fértil en la que brotara la grata preñez de las espigas... No, nunca hubo rosas en su jardín, ni tampoco jardinero que las sembrara.
Aunque recordaba que el amor pasó por su lado en un aleteo fugaz, no por efímero menos trágico e ingrato...
Recordaba a Julián, un muchacho al que conoció cuando cursaba el segundo año de Magisterio: las relaciones, como amigos, se iban acentuando, aunque, en realidad, en los pocos meses que duró su amistad, nunca llegaron
a declararse lo que ambos sentían. Julián era muy tímido, un joven fuerte y larguirucho y con unos ojos claros de los que se desprendía la nobleza a raudales. Tenía un par de años más que ella y estaba a punto de
terminar la carrera cuando estalló la guerra. Le llamaron a filas y hubo de abandonar los estudios para incorporarse a servir a la Patria. Recordaba aquel beso fugaz en la estación el día que se marchó al frente.
Recordaba aquel calor que subió a teñir de rojo las mejillas de él, y cómo ella tuvo que hacer un enorme esfuerzo para que las lágrimas que se agolpaban tras de sus ojos no se vertieran en su presencia...
Nunca más volvió, la guerra se lo llevó para siempre. Recordaba aquel día, pocos meses después de su partida, cuando don Ignacio les dio la triste noticia de la muerte de su hijo. Recordaba que también les enseñó la
medalla al valor que el Alto Mando había concedido al suboficial Julián Velázquez García-Troyano, su hijo... No pudo esperar a que don Ignacio se marchara y tuvo que disculparse para irse a sus habitaciones con el
corazón traspasado por aquella crueldad del destino. Allí lloró, lloró amargamente durante varios días, hasta que su tía Jacinta la convenció de que había que aceptar la vida y las desgracias que ésta nos trae a cada
paso.
Durante aquellos días sintió que los eslabones que la encadenaban a la vida habían perdido el temple y la dureza, que eran simples hilachas inconsistentes, susceptibles de ser cortadas para siempre si volvía contra
ellas el mismo filo, terco e inclemente, del dolor que laceraba sus entrañas.
Las palabras de su tía Jacinta -y unas fuerzas que le nacieron sin saber de dónde- le hicieron reaccionar y plantearse la vida como un insoslayable camino, trazado por el destino, cuya única solución de continuidad
no podía depender de sí misma, ni de sus desengaños, ni de su dolor. Desde aquel momento se dedicó por entero a estudiar para terminar la carrera.
Un buen día se encontró con un título de maestra y una plaza de trabajo en una escuela rural. En aquel pueblecito, calles empinadas y casas de blancas fachadas relucientes por la cal, pasó unos cuantos años que la
hicieron olvidarse aún más del bullicio y las mezquindades del mundo de la ciudad.
Entre pastores y labriegos de rudas y encallecidas manos, de hombres de tez renegrida por duras jornadas de sol a sol, de jayanes que regaban con el sudor de sus cuerpos los campos y labrantíos; entre mujeres de voz
tímida y respetuosa, de ropajes pardos como la piel de sus caras y brazos, de ojos y corazones tan grandes y sinceros como humildes y capaces; entre niños de mirada esquiva y bondad al viento, de palabras tardas y
rubores prontos, de nobleza intacta y pantalones cien veces remendados... Entre tanta humildad aprendió a ser aún más humilde.
Aprendió a leer el tiempo en el vuelo de los pájaros, a predecir las lluvias por el canto de las cigarras, a mirar a los Cielos y entender sus silencios, a soñar por las tardes a lomos del crepúsculo, a dar gracias
de noche a una imagen de Cristo crucificado. Pero, sobre todo, aprendió a querer a lo único que el mundo le daba para contentar sus ansias de mujer: a sus niños, a sus alumnos, o lo que es igual, a todas aquellas
criaturas, casi suyas, que la hacían sentirse más madre que todas las demás madres. Para ella, todos aquellos niños comenzaron a ser sus hijos.
No le hubiera importado quedarse para siempre en aquel pueblecito perdido entre montañas, pero la muerte de su tía Jacinta dejaba a su anciano padre sin nadie que le cuidara. Comprendió que debía estar a su lado y
solicitó su traslado a un colegio de la ciudad, un Centro escolar inaugurado pocas fechas antes. Le fue aceptado el traslado y concedida una plaza en aquel Centro, el mismo en el que ejerció su magisterio durante
casi cuatro décadas, el mismo que ahora tenía a escasos metros de donde se encontraba...
Paró sin atreverse a seguir caminando. Temía que pudieran verla desde las ventanas, temía que pensaran que era una vieja nostálgica. Pero también pensaba en sus niños... «Seguro que Tinín estará con sus pecosas
mejillas y sus greñas rojizas pegadas a los cristales... o Caty, a ella le encanta mirar todo cuanto ocurre en la calle... No, no debo seguir avanzando... es mejor dar la vuelta y... pero... ¿habrán reparado el alero
del tejado, el que da al patio de recreo?, ya les advertí que se podían desprender algunas losetas... Y Manolito, ¿habrá vuelto a clase después del accidente con la bicicleta? Creo que debo seguir, pero... ¿y si Caty
me ve?, estoy segura de que se pondrá a gritar: ¡Es la señorita María!, ¡Es la señorita María!, y entonces se asomarán todos a las ventanas, y esa joven maestra que ahora está en mi lugar, Concha, creo que se llama
señorita Concha, seguramente me pedirá que entre a visitarles, y...»
«No sé qué hacer; si me llaman me daría mucha vergüenza, no sabría qué decirles, no sabría darles una explicación que justificara mi presencia... Aunque... quizá no tendría que explicarles nada, simplemente pasaba
y... ¡Eso es! Pasaba por aquí camino de...»
Se veía ya dentro del colegio, rodeada de sus viejos compañeros y de sus niños. Joaquín, el director, vendría a saludarla efusivamente y a preguntarle muchas cosas sobre su nueva vida de jubilada. Se veía saludando a
Isidro, a Tita, a Paco, a Encarna, a Antonio... por cierto, ¿cómo estaría Antonio de su artritis?; en los últimos tiempos estaba pasándolo bastante mal, el pobre... Y los niños, ¿cómo estarían sus niños? Les daría un
fuerte beso a cada uno y, luego, les leería el poema que había compuesto para ellos. Se lo sabía de memoria, pero, de todas maneras, lo llevaba escrito en una cuartilla dentro del bolsillo. Era un soneto. Comenzaba
así:
Fuisteis flores que mi jardín vacío
llenasteis de color y primaveras,
claveles, rosas, flores mañaneras,
verdor y luz de mi vergel sombrío...
Estaba segura de que cuando terminara de recitarlo todos aplaudirían contentísimos, por el poema, y por el detalle de haberlo hecho pensando en ellos. Seguramente, la señorita Concha la felicitaría, pero ella le
respondería que no tenía importancia, que haría otros poemas para recitárselos en futuras ocasiones. Temía porque lo más probable es que se sintiera turbada, o, incluso, que le salieran los colores... ¡era algo que
no podía remediar!
Les dejaría el poema para que lo colocaran en un sitio bien visible, en donde pudieran leerlo todos los alumnos del Centro; luego, cuando hubiera saludado a todos, les diría que se le hacía tarde y que no tenía más
remedio que marcharse... pero les prometería hacerles una visita de vez en cuando.
Imbuida en sus pensamientos, no se dio cuenta de que había caminado demasiado deprisa y ya se encontraba delante mismo del colegio. Al percatarse de ello, se paró unos instantes y sintió que un fuerte calor le subía
a las mejillas. Se llevó una mano a la cara mientras se recriminaba mentalmente su precipitación.
«¡Dios mío, qué vergüenza! ¡Pero si estoy delante del colegio! Seguramente que alguno de mis niños me estará viendo desde los ventanales de la clase... No sé si... bueno, si me ven...» «Es raro, no veo a nadie...
claro que mi vista ya no es muy buena... Sí, será eso. Me quedaré aquí un ratito más..., haré como si buscara algo en el bolso y no lo encontrara... así, eso es. ¡Qué raro! Sin embargo, son las... a ver, sí... las
once menos veinte. ¡Claro!, no podía ser más tarde, hace unos minutos he visto salir a la gente de la misa de diez en San Francisco.»
«Caminaré un poco más por delante, a ver si... Bueno, quizá es que... Pero, no... ¡eso no puede ser! No quiero ni debo pensar que... Seguramente han cambiado la hora del recreo... ¡Claro que sí! ¡Pero cómo no se me
ocurrió antes! ¡Qué tonta soy! ¿Cómo pude pensar que no me hubieran reconocido, o que hubieran continuado indiferentes!»
«Volveré a casa... Me pondré a escribir y trataré de terminar el soneto que comencé ayer y que dice así:
No quisiste, Señor, que mi destino
fuera un árido yermo sin verdores,
no albergaste en mi entraña los honores,
mas sembraste de rosas mi camino...
Ella sabía que era domingo. Sabía que no podía haber nadie tras los cristales, que nadie gritaría: ¡Es la señorita María! ¡Es la señorita María!, que nadie se asomaría para invitarla a pasar, pero... era el único día
de la semana que se atrevía a hacerlo, a hacer aquel recorrido, a pasar por delante de su colegio...
Recordaba que la última vez que estuvo en él, el día que le tributaron aquel cálido homenaje de despedida, salió cargada de promesas de sus compañeros y alumnos; promesas de que la llamarían por teléfono, de que la
visitarían a menudo en su casa, de que... A cada uno de ellos les dejó una tarjeta con su nombre, dirección y teléfono, y les ofreció su casa y su amistad para siempre. Sin embargo, su teléfono había permanecido mudo
desde entonces, y su puerta inédita a la presencia grata y deseada de alguno de sus compañeros o de sus niños. Hacía ya diez años de aquella fecha memorable...
Pero ella mantenía la secreta esperanza de que sus compañeros, sus alumnos, sus niños, su colegio, su vida toda, no hubiera muerto para siempre...
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