![]() |
Portada gral. | Staff | Números anteriores | Índice total 1999 | ¿Qué es Arena y Cal? | Suscripción | Enlaces |
Era Doloritas una mujer amable, simpática, alegre y
agradecida a pesar de que la naturaleza no se portó muy bien con
ella, pues carecía totalmente de belleza física y a su escasa
estatura había que añadir la joroba que se acomodó en su cuerpo
desde el seno materno.
Condenada a la soltería por imposición, nunca se sintió
acomplejada sino todo lo contrario, porque la misma naturaleza
la dotó con la humanidad suficiente para aprender a vivir con su
minusvalía. Pero la vida la endureció a base de golpes, y el
primero se lo asestó un señor una mañana en el mercado mientras
compraba unas verduras. Este, con mucho tiento, la abordó:
«Señora, ¿le importa?» Ella no entendió por qué motivo le
enseñaba un boleto de lotería. Su indecisión contribuyó a una
interpretación equivocada por parte del individuo, quien
procedió a acariciarle la espalda con el billete. Doloritas se
sintió con personalidad canina por unos segundos sin comprender
qué pudo provocar aquella situación. Él le dio las gracias, besó
el boleto y lo guardó en el bolsillo.
Al cabo de unos días, el señor volvió a abordarla en el mismo
sitio y, con alborozo, le dio un par de sonoros besos diciendo:
«Señora, gracias a usted he pagado mis deudas. Su giba me dio la
suerte que necesitaba y hoy soy un hombre feliz. No me
interprete mal. Tenga. Cómprese un vestido que le haga recordar
siempre la felicidad que usted me dio». Con amargura, Doloritas
encajó bastante bien aquel golpe, riéndose de sí misma con una
risa llena de carcajadas sonoras que ahogaban el llanto que
quería aliviar el escozor que le producían los dardos
impregnados de burla que sus semejantes le habían lanzado con la
cerbatana de sus propias frustraciones. Unas heridas que le
habían llagado el alma. Aprendió a tragarse el dolor, la
impotencia y las lágrimas y aprendió también a invitar a los
indecisos a acariciarle el lomo. Aquel primer premio lo guardó y
los siguientes, que fueron numerosos, le ayudaron a ir tirando,
pues supusieron un importante incremento en el sueldo que
recibía por limpiar el suelo de los bares que rodeaban al
mercado, un sueldo corto como lo era su estatura, llena de
nervio y fuerza a la hora de fregar.
Andando el tiempo le llegó el momento de su jubilación y la hora
de gastar el dinero de aquel su primer «premio . Hasta entonces
no se había planteado el hacerse el convenido vestido debido a
las dudas que un ser despreciable hizo prender en ella. El
individuo en cuestión sostenía que los jorobados constituían una
raza. Doloritas, con aplomo y con una sonrisa de oreja a oreja,
rebatió el argumento alegando que sus características la hacían
especial, pero que, ante todo, era una persona y no un ser
inferior como el energúmeno apuntó indirectamente. Un buen día
su vecina Sagrario, cotilla de profesión, le habló de Remedios
la costurera, una mujer muy profesional, poseedora de unas manos
que hacía primores con un trozo de tela. Doloritas no se lo
pensó dos veces: tomó el dinero, lo guardó en el sostén y,
resoluta, enfiló la calle donde se ubicaba el taller. Tras el
aldabonazo, un giro seco de llavín desveló lo que ocultaba el
portón. Los ojos de Doloritas se elevaron hasta el dintel, pues
Remedios era muy corpulenta, aunque pálida y ojerosa, con el
rostro apergaminado en el que se intuía una congoja bastante mal
disimulada por su forzada sonrisa.
El taller, envuelto en la penumbra, sólo tenía un ventano por el
que un sable amarillo se batía en duelo con la lobreguez
reinante que atenuaba la bombilla que habitaba en el techo,
cuyas vigas apolilladas ofrecían refugio a las arañas que allí
moraban. Intimidada por el ambiente, Doloritas, a tropezones,
explicó el motivo de su visita y, mientras Remedios buscaba el
papel, el lápiz y la cinta métrica, las pupilas de la visitante
se clavaron en un cuadro de grandes dimensiones que estaba
situado sobre la máquina de coser. Extraña adquisición, pensó,
pues lo lógico habría sido colocar un almanaque con un paisaje o
una estampa del Corazón de Jesús y no una verdinegra hoja de vid
a la que acompañaba un garabato en el extremo inferior derecho.
Un raro aleteo interrumpió su divagación. Un murciélago
revoloteaba a su antojo por el habitáculo describiendo una
órbita similar a la que había en el cuadro.
Los pasos de Remedios le hicieron olvidar momentáneamente
aquella casualidad. «No tema», le dijo, «es mi única compañía».
Y mientras le tomaba las medidas continuó: «le habrán hablado de
mí; le habrán dicho que soy una mujer extraña y las referencias
están fundadas en una realidad que nadie conoce pero que se
intuye por mi peculiaridad. En cambio, usted me parece una
persona hecha de carne apaleada por la vida. La mía no ha sido
distinta de la suya». De repente el tono de su voz cambió.
«Cuando era pequeña viví en un pueblecito mejicano. Mi padre se
dedicaba a guardar ganado en una hacienda y mi madre servía en
la casa. Yo me quedaba bajo los cuidados de una anciana que me
contaba muchas historias. Las noches de verano en las que mis
padres terminaban más tarde de lo habitual, Odonia, que así se
llamaba, encendía una fogata y mientras hablaba veíamos cómo los
murciélagos, nerviosos, huían, se acercaban y volvían a huir del
fuego candente. Una noche fui atacada por uno que me dejó estas
señales en la mano. Días después de aquello empecé a notar un
deseo insaciable por comer, especialmente uvas.
Odonia, segura de lo que me estaba ocurriendo, me contó una
historia que aún hoy no sé si creer.
Había un rey en Orcómeno, ciudad de Beocia en la antigua Grecia,
llamado Minyas que tenía tres hijas: Alcitoe, Iris y Clímene,
conocidas como las Mineidas, quienes rehusaron asistir a la
representación de las orgías de Dionisos porque no creían que
éste fuera hijo de Zeus. Prefirieron quedarse en su casa hilando
y bordando. Esta actitud hizo que el dios las castigara. De
repente, la casa se inundó de un confuso ruido de tambores,
flautas y trompetas. Todo se iluminó con luces de antorchas y
lucientes fuegos además de resonar horrendos alaridos. Muy
asustadas, estas Mineidas quisieron ocultarse queriendo evitar
así la venganza de Dionisos.
Demasiado tarde, porque éste las transformó en murciélagos y las
telas que estaban tejiendo en hojas de vid. Mientras esto
ocurría les asaltó un hambre rabiosa que les indujo a devorar al
hijo de una de ellas, Hispaso. Como verá, este mito tiene muchas
coincidencias con mi propia vida pues yo soy modista, me gustan
los murciélagos, la oscuridad y hay veces que no puedo controlar
mi ansia por comer uvas. Estas inclinaciones me condenaron al
aislamiento y a conformarme con mi suerte».
Remedios terminó su historia y su tarea ante la confusa mirada
de Doloritas, quien no daba crédito lo que había oído y estaba
viendo.
Ya en la calle rumbo a su casa, iba recordando las palabras de
la costurera, su actitud, las marcas de sus manos, pero lo que
más llamó su atención fue su conformidad tan parecida a la suya.
Con miedo, pero con una irresistible atracción, convino en
volver la semana siguiente para la primera prueba. Desde
entonces fueron dos almas gemelas que la vida unió por
casualidad y que la misma vida se encargó de separar con el
correr del tiempo.
Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa