Estoy escribiendo «el Quijote» -me dijo-. Sí, sí, El
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Me quede mirándolo estupefacto. Aquello era el disparate y la
salida de pie de banco más grande que podría oírse jamás.
Pero, con toda la seriedad del mundo, el individuo volvió a
afirmar, rotundamente y convencido, lo que había manifestado y
repetía ahora de nuevo.
-¡Que le digo que estoy escribiendo «el Quijote». ¿Es que usted
es tan ignorante que no ha oído nunca hablar de Don Quijote de
la Mancha y de su escudero Sancho Panza? ¡Pues eso! ¡Estoy
escribiendo «el Quijote»!
II
Entraron en ese momento dos hombres que me hicieron comprender
todo. Llevaban una bata blanca hasta los pies y cada uno se
tocaba con un gorro, también blanco, que recogía sus cabellos y
les cubría la frente casi hasta las cejas.
-Dispense usted, caballero. Perdone las molestias que le haya
podido causar este infeliz, porque el pobre no está en sus
cabales. No sabemos cómo se ha escapado de la clínica a la hora
del paseo y ha venido a parar aquí. Pero, de todas formas, como
habrá observado, es completamente inofensivo y es incapaz de
causar daño a nadie. Nuevamente, disculpe usted, señor. Y buenas
tardes.
Y salieron de la solitaria cafetería como habían entrado: de
modo instantáneo. Igual como hicieron desaparecer con ellos,
mansa y dulcemente, al hombre que se llevaban y que habían
entrado a buscar.
Con la prisa que parecían tener, dieron la impresión de querer
huir precipitadamente y evitar más largas y enojosas
explicaciones.
III
Pero sobre el mármol inmaculado de mi mesa, un veladorcito de
historiadas patas de hierro colado que quería imitar el estilo
de la belle epoque, había quedado un primoroso libro, con buena
encuadernación en piel, lujosa y antigua a todas luces.
La curiosidad, pensando en devolverlo a su propietario, si me
era posible, o llamar a la clínica donde, con toda seguridad,
debía estar internado el paciente, me hizo leer el título de la
portada, en letras doradas bien visibles: EL INGENIOSO HIDALGO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
Lo sorprendente era que, al abrirlo, vi debajo de cada línea
impresa del texto, con una letra tan primorosa como diminuta,
muy claramente legible y con tinta roja, había vuelto a ser
escrito, palabra por palabra, el texto cervantino. Habían
llegado ya al capítulo octavo de la Primera Parte, ese tan
conocido de la aventura de los molinos de viento.
Aquel pobre loco, tenía razón por tanto, en lo que me dijo,
cuando aseguró categóricamente que estaba escribiendo «el
Quijote».