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La justicia se define como el acto o conjunto de actos por
los que se da a cada cosa, animal o persona lo que se le debe.
Todos nosotros somos deudores, tenemos una cuenta pendiente. A
todos nosotros se nos debe algo. ¿Qué?
Según la Constitución de 1978 el Estado me debe educación,
trabajo, salario justo, seguridad personal, respeto, libertad de
pensamiento, libertad de expresión de mis ideas... El derecho
positivo no es sino este acto de dejar claramente establecido
qué cosas se me deben y cuáles debo yo a los demás. Vivimos en
un Estado de Derecho porque la Constitución me reconoce todo
aquello que se me debe y que yo debo en tanto que «persona» y en
tanto que «español».
Contra lo que muchos piensan, la justicia va más allá de la ley,
pues más allá del derecho positivo también tenemos deudas
pendientes. Por ejemplo, ¿acaso no se le debe al animal el
respeto por su vida?, ¿no es cada organismo vivo -cucarachas
incluidas- un ser maravilloso que tiene derecho a crecer y
multiplicarse en paz?
Está claro que tenemos que comer carne para sobrevivir y que
tenemos derecho a no tolerar en nuestros hogares y en nuestras
calles la presencia de esas enormes cucarachas que pueblan los
secretos rincones subterráneos de la ciudad, pero más allá de
esto me parece que los hombres deberían sentirse culpables,
deudores que no pagan, en ciertos actos tales como la caza y
pesca deportiva o la fiesta de los toros. Recriminamos a los
niños que torturan bichos sólo por placer, pero aplaudimos a los
ex-niños que torturan bichos-con-cuernos sólo por el placer de
sentir la negra muerte rondando por los tercios de la plaza.
Este placer se acompaña vestido con una estética soberbia,
aunque también esconde entre sus costuras el caliente olor de la
sangre recién vertida, el cual alentará al sentimiento que anima
la fiesta taurina, a saber, la crueldad atávica de la raza
humana.
Contra lo oscuro está la luz, contra lo atávico la razón.
Tenemos una deuda pendiente para con todo lo que se menea (y
también para con lo que permanece quieto). La deuda oprime
nuestra conciencia, despierta nuestra culpabilidad, nos
remuerde. Los hombres no soportamos la injusticia y por eso
justificamos la injusticia con grandes palabras tales como
«tradición». Nos refugiamos en el grupo social, donde la
injusticia se transforma en «complicidad», donde todo acaba
diluido.
Debemos respeto a los bosques, pero los quemamos. Debemos
respeto a las calles de nuestra ciudad, pero las ensuciamos.
Debemos y no pagamos. ¿Somos responsables? Sí, puesto que
tenemos responsabilidades, aunque nos comportemos como si no las
tuviéramos. Los budistas respetan todas las formas de vida
porque piensan que el Espíritu reside en ellas. No sólo tienen
vacas sagradas sino también cucarachas, ratas, árboles, ríos...
Todo lo que tiene vida es sagrado para ellos. ¿Por qué no para
nosotros?
En temas de justicia, pienso yo, parece que aún tenemos mucho
que aprender de otros pueblos y otras mentes. Si fuésemos
capaces de mirar las cosas con los ojos limpios de un hombre
honesto y no con la vista viciada del que sólo ve sus propias
ensoñaciones; si fuésemos capaces de juzgar con la claridad y
distinción que distinguen al poco habitual «sentido común», en
vez de con el muy común prejuicio según el cual «lo que ha sido
(la tradición) debe seguir siendo»; en fin, si por algún milagro
de la ingeniería genética nos fuese devuelta la «decencia», no
cabe duda de que empezaríamos a pagar nuestras deudas. Mientras
tanto, hablar de «derecho», «justicia» o «ética» seguirá siendo,
como hasta ahora, un vano juego lingüístico de mentes
oscurecidas por la mugre de la tradición.
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