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Hermelindo García sabía -siempre lo había sabido- que toda su
fuerza y poder radicaba en sus ojos.
El espejo le devolvía la imagen de unos ojos claros y luminosos,
entre gris metálico y verde mar, perfectamente perfilados y
enmarcados en unas doradas y densas hileras de pestañas -también
su cabello era de un claro rubio pajizo- que él atribuía
orgullosamente a la feliz y singular particularidad de sus
orígenes nórdicos. Su bisabuela materna, Hilde Reikjanssen,
danesa de nacimiento, era natural de un pequeño pueblecito de
pescadores cercano a Torsminde, en la costa occidental de
Jutlandia, lugar donde conocería a un recio marinero español que
llegó hasta sus costas casi muerto de hambre y sed a bordo de
unas tablas a las que pudo asirse con motivo del naufragio de su
barco. Pero nadie sabría nunca que aquella ruda campesina, que
casó con el náufrago y le dio catorce hijos, fuera la tal ruda
campesina capaz de formar yunta con el percherón y ararse entre
ambos y en un solo día -con el ex-marinero desertor de los mares
y los vientos a los mandos de la reja- las dos fanegas de tierra
que dedicaban a la siembra de trigo y patatas, sino que, en la
ufana boca de su descendiente, sería recordada y citada como «la
vikinga», o bien, si se terciaba, como «la walquiria», noble y
aguerrida dama de los países del norte que al grito de «por Thor
y Odín» guerreara en los nórdicos campos de batalla contra las
huestes de los bárbaros y los mongoles».
Hermelindo García siempre estuvo convencido de que toda su
fuerza y poder radicaba en sus ojos. Por eso, cuando vio aquel
anuncio en la revista que el diario regalaba los domingos como
suplemento, después de leer y releer con inusitada avidez, y
hasta cuatro veces, todas y cada una de las líneas anunciadoras,
determinó que allí estaba la tan esperada solución para todos
sus problemas.
Treinta y tres noviembres tenía; Sagitario, según constaba en su
D.N.I., o treinta y cuatro eneros, Capricornio, según le confesó
su madre -en una extraña historia de olvidos y circunstancias- a
poco de que su padre saliera una mañana a comprar tabaco y
aprovechara el viaje para saltarse el océano llevando de la mano
a una furcia que trabajaba de administrativa en la misma empresa
de conservas y salazones donde él lo hacía de representante y no
regresara más ni siquiera a recoger las mudas de calzoncillos o
la colección de novelas del Oeste que fue adquiriendo a lo largo
de sus trece años y un día de matrimonio.
Hermelindo no le importaba lo de las fechas; le daba igual lo
del siempre aceptado y de derecho Noviembre, o lo del más tarde
impuesto como de hecho, Enero. Hermelindo se leía los dos
horóscopos en su dominical revista y se quedaba con el más
favorable sin que ningún reproche o remordimiento interno le
aflorara para indicarle una posible falta de ética en su liberal
actitud. Él no tenía culpa, se decía...
Y uno de sus dos horóscopos, leídos inmediatamente antes que el
anuncio, precisamente con el que más se identificaba, le
auguraba cambios y mejoras para su inmediato futuro. «Venus
Afrodita te ayudará a conquistar al ser amado», decía el
horóscopo de Sagitario en el apartado AMOR. En SALUD, «Te
sentirás con mucha vitalidad y optimismo, pero cuida tu hígado».
En lo del DINERO le decía: «Magnífica ocasión para ganar mucho
dinero, no la desaproveches...» Pero era el apartado SUERTE en
el que los astros confluían cenitales sobre los cielos de su
nacimiento para vaticinarle el más claro, exacto y sorprendente
de los pronósticos. «Te llegará una información relacionada con
un poder oculto que puede cambiar tu vida. Mantén los ojos bien
alertas, pues en ellos radica tu destino».
Naturalmente... Siempre había sabido que sus ojos no eran como
los ojos de los demás, que se advertía fácilmente con sólo
mirarlos que emanaban una fuerza misteriosa, un magnetismo o una
mágica y arrebatadora atracción que fascinaba a todos, incluso,
hasta a él mismo cuando se miraba al espejo. El horóscopo no se
equivocaba... Y aquel anuncio puesto ante sus ojos
inmediatamente después del pronóstico sobre su destino -cosa que
de ninguna forma podía atribuir a una casualidad, sino como una
de las diferentes maneras en que los hados o los dioses de la
suerte tienen de mostrarse a sus elegidos- era, sin duda, la
anunciada información que habría de llegarle sobre su poder
oculto y que, tal como también decía su horóscopo, radicaba en
sus ojos.
Anthony Kline, el autor de «Curso de hipnosis en 13 lecciones» y
de «Metodología y Técnicas secretas de la Hipnosis», afirmaba
-así ponía en el anuncio- que podía hacer un hipnotizador de
casi cualquier persona, pero que si, además, el comprador de sus
libros poseía esas cualidades innatas que definen a los
auténticos hipnotizadores, garantizaba al alumno la realización
de proezas que sólo son dadas realizar a unos pocos y muy
escogidos magos de la hipnosis. Y si no, le devolvemos su
dinero, claro...
Hermelindo García, cuando por la noche cerraba los libros del
gran maestro Anthony Kline y se acostaba, pensaba en sus treinta
y tres -o treinta y cuatro- años y en que aún no sabía lo que
era un empleo fijo. En los últimos años, muy de vez en cuando,
un contrato por seis meses para ejercer sus actitudes como
chupatintas supliendo a algún empleado enfermo en las oficinas
del Banco, para, luego, acabado el contrato, seguir buscando en
las secciones de anuncios de los periódicos y seguir mandando
curriculums a todo cuanto tuviera el más mínimo viso de
posibilidad.
Pero no había nada que hacer: excepto las ventas de libros a
domicilio, o los seguros y las máquinas de coser -que se
anunciaban a los incautos parados como si ofrecieran cargos de
director general de una empresa de la NASA-, pocas ofertas se
podían sacar de las desilusionantes columnas de la prensa. Y
pensaba que sólo le quedaban treinta días para finalizar el
actual contrato con el Banco. Y pensaba que, Cándido, el
director de la sucursal, lo llamaría dos o tres días antes del
cese para decirle que lo sentía, que le hubiera gustado que se
quedara ya definitivamente en aquel puesto de empleado de Caja
que tan bien desempeñaba, pero que tendría que arreglarse con
los otros cuatro empleados y esperar hasta que la dirección
general le autorizara la tantas veces anunciada ampliación de
personal, y que...
Hermelindo García pensaba también en Sara, y en Mame, y en María
Rosa, y en Alicia, y en Georgina, y en Begoña, y en... En todas,
en todas las chicas con las que iniciara relaciones, casi
siempre con muy buenas intenciones, pero que siempre terminaban
cuando comenzaban las referencias a lo del empleo, las
posibilidades, la marcha de los asuntos económicos, etc., y
cuando aún no había traspasado el límite mínimo de las tiernas
miradas ante unas cervezas y unos calamares en la barra del bar.
Pero, sobre todo, pensaba en Maite, con la que llevaba casi un
mes de relaciones -sin tocarle ni una manita- y con la que le
gustaría, si no llegar a una formalidad, e incluso, casarse, por
lo menos llevar a cabo y en la realidad todas las fantasías con
que la soñaba en las nocturnas soledades de su cama vacía.
Hermelindo García sabía que el mundo sería suyo apenas tuviera
en su mente todas las enseñanzas y técnicas que su gran maestro
el profesor Kline le brindaba en aquellos libros. Por eso se los
llevaba consigo hasta al Banco y aprovechaba todos los momentos
que podía para estudiar y familiarizarse con los procedimientos
y técnicas de su admirado mago y maestro.
La primera prueba de que iba asimilando las enseñanzas, y que el
gran poder que llevaba dentro estaba despertando, la tuvo
cuando, a los quince o veinte días de comenzar la experiencia,
vio que de la verruga que le saliera en la pierna, aquella
maldita verruga que tanto le molestaba al roce del pantalón,
sólo quedaban unos leves vestigios; minúscula huella que de
ninguna forma se podía comparar con la escamosa costra que allí
se aposentaba antes del experimento. Se lo contó a los
compañeros del Banco y les mostró varias veces la verruga a lo
largo de los días para convencerlos de cómo él, con sus
ingénitos poderes, y sin utilizar otros productos o herramientas
que el poder de sus ojos y mente, era capaz de hacer que la
tenaz verruga desapareciera de su pierna sin dejar el menor
rastro.
Hipólito, apoderado y segundo de «a bordo» del Banco, era el más
incrédulo y el que más se reía de lo que consideraba una
chaladura de Hermelindo. Pero le caía bien y se permitía
gastarle algunas bromas guiñándole a los demás empleados
mientras le llamaba con irónico acento «El hipnotizador loco de
la calle 23». Sólo que a Hermelindo no le inmutaba. Estaba
completamente convencido de su poder...
Hermelindo, sabiendo que los días se acababan y que Cándido, el
director, le llamaría en cualquier momento para anunciarle su
consabido despido, decidió no esperar más y llevar a cabo su
plan aquella misma mañana. Por eso, aprovechando unos momentos
en que no había ningún cliente en el Banco, y que los demás
estaban ocupados con sus letras y recibos, entró al despacho de
Cándido aduciendo que tenía que hablar con él de cierto asunto.
Apenas lo tuvo delante, sin ni siquiera hablar palabra, se le
quedó mirando fijamente a los ojos mientras realizaba
determinados pases mágicos y con su mente le trasmitía la serie
de órdenes que ya llevaba meticulosamente pensadas de antemano.
Cándido se quedó inmóvil como un muerto durante los dos o tres
minutos que duró la sesión y no reaccionó sino para tomar el
cigarrillo que Hermelindo, acabadas sus extrañas gesticulaciones
y sacado el paquete del bolsillo, le tendía. Rápida y
automáticamente sacó el encendedor de un cajón de su mesa y le
ofreció fuego. Hermelindo aspiró una larga bocanada de humo, la
soltó mientras lo observaba de soslayo comprobando la
efectividad de su acción y se volvió para salir con un algo
tímido y lacónico: «Bueno, pues... hasta luego.»
Pero no fue luego, sino al día siguiente cuando Cándido lo llamó
a su despacho, le dijo que se sentara con cordialísimo tono y
amplia sonrisa en su rostro y le tendió unos papeles para que
los firmara. Apenas Hermelindo garabateó su firma, Cándido tomo
los papeles los introdujo en un sobre y se volvió tendiéndole la
mano. «Bueno... Ya lo ves. Voy a solicitar a la Dirección
General que te hagan fijo... Les expongo razones suficientes y
confío en que no habrá ningún problema para que lo acepten. Así
que... ¡Enhorabuena, Herme...!»
Hermelindo salió del despacho rebosante de satisfacción... ¡Su
plan había resultado! ¡Sus poderes eran reales! Claro que lo
sabía... pero, ahora, ya, además de su existencia, estaba
demostrada su efectividad. Ya se podía considerar empleado fijo
del Banco... Eso de principio, porque, luego, ¡je! luego, ¡sabe
Dios lo que podría conseguir con sus poderes! De momento ya se
le estaba ocurriendo otro plan para hacer algo de lo que tenía
ganas desde hacía mucho tiempo...
Hermelindo García apenas bebió medio whisky en todo el tiempo
que llevaba en la pequeña fiesta de cumpleaños que dio Aránzazu,
amiga de Maite, en su casa aprovechando que los padres estaban
de viaje por el sur de Francia. Aguardó apenas sin hablar con
Maite y los demás a que cada uno estuviera más absorbido por sus
«cosas» hasta que consideró que era el momento oportuno. Le dijo
a Maite que le dolía un poco la cabeza, que lo acompañara a
buscar una aspirina, y se introdujo con ella en una habitación
al fondo del pasillo. Naturalmente era el dormitorio de los
padres de Aránzazu. Cerró la puerta tras de sí y, tras
asegurarla con el pestillo, se volvió y se quedó mirando
fijamente a una sorprendida Maite que lo miraba con los ojos
tremendamente abiertos. «¡Mírame fijamente! -le dijo-. Maite
continuaba mirándolo con la misma extraña y asombrada expresión.
Hermelindo continuó: «¡Y ahora... desnúdate! -le ordenó mientras
le pasaba una mano por delante de los ojos y la llevaba hasta
dejarla acariciante sobre la cúrvea línea de sus senos.
Durante unos instantes Hermelindo notó que era el rey de la
situación, que era dueño de Maite y de su voluntad y que en
pocos momentos la tendría desnuda sobre la cama, ansiosa porque
subiera al tálamo y la poseyera con aquellas ansias tanto tiempo
guardadas. Durante unos instantes Hermelindo notó el palpitar de
los senos de Maite y saboreó el tan especial placer del sexo en
aquella piel cálida que ya se disponía a ser suya. Durante unos
instantes...
Durante unos instantes y sólo justo hasta sentir sobre su rostro
el tremendo trompazo que le arreó la dama de sus sueños y que
fue el primero de una tanda imparable de guantazos que lo tiró
desmadejado y estupefacto sobre la puerta. Y... ¡anda que Maite
no sabía pegar!, no sabía dar leña aquella bella y enfurecida
dama que a sus muchos encantos añadía el de cinturón negro de
kárate segundo dam y tricampeona provincial de la
especialidad...
Hermelindo García nunca supo cómo pudo fallarle sus poderes en
aquella noche tan especial con la dama de sus sueños. Ni por qué
vino denegada por la dirección del Banco -según le comunicó
Cándido, el director de la sucursal, cuando al siguiente lunes
fue a incorporarse al trabajo- la solicitud de pasarlo a
empleado fijo que éste había cursado. Ni tampoco supo nunca que
Cándido, el director, era un buen hombre que tuvo en
consideración algún que otro porqué de los que lo impulsara a su
descocada actitud y consideró mejor seguirle el juego que tener
que denunciarlo en Comisaría por sus intentos de extorsión... Ni
tampoco supo nunca Hermelindo García que, tras su marcha del
Banco, ni Hipólito, el apoderado, ni sus otros ex-compañeros
continuarían llamándole «El hipnotizador loco de la calle 23»,
sino que, comprensiva y cariñosamente, le cambiarían aquel
apelativo por el de «El hipnotizador jilipoyas de la calle
23»...
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