La llegada del euro, ansiada por una minoría adicta al
progreso, y temida por la mayoría, traerá más de un quebradero
de cabeza mientras nuestras células grises se desgastan
calculando el valor exacto de cualquier necesidad que osemos
comprar.
Huelga decir que alguna multinacional japonesa pondrá a la venta
unas siniestras maquinitas que nos harán el trabajo, pero más de
un desconfiado, o bien, un torpe para las teclas -entre los
cuales me encuentro- necesitaremos un guiaburros, como en el
Windows, para compenetrarnos con ella. Cuando el tiempo pase nos
alegraremos de habernos integrado en el futuro, diremos que no
era tan difícil, aunque interiormente rezaremos para que el
proyecto se aborte y se vuelva a la peseta. (No caerá esa
breva).
La peseta, hace por lo menos treinta y cinco años que se impuso
a la perra chica, a la perra gorda, al céntimo y al real
suponiendo el consiguiente alivio para los comerciantes que se
acostumbraron a redondear. Hoy creo que no existe la peseta como
moneda, quiero decir, que en el “súper” si el total a pagar
termina en ocho te cobran como diez y si termina en seis, como
cinco. El duro se ha impuesto y la peseta material brilla por su
ausencia desde hace muchos meses.
En esta Isla en la que vivimos no sé cómo vamos a encajar un
destierro semejante. Tendremos que esperar a que sean los
forasteros de Madrid para arriba, esos que vienen a vivir a este
rincón por motivos laborales durante una larga temporada, esos
que creen habitar por obligación en las posaderas del mundo,
esos que se erigen en educadores de un pueblo salinero donde el
progreso se olvidó de llegar, esos que constantemente están
criticando a la ciudad, su limpieza y conservación, comparando
nuestro incivismo con la civilización de la que vienen, no
viendo el día en que dejen este pueblo, pero que cuando les
llega la hora del traslado, de la vuelta a casa, no se quieren
marchar y vuelven aunque sea a veranear, esos serán los que nos
eduquen en lo del euro. A todos ellos habría que mostrarles la
Isla que no conocen, porque en ningún momento les ha interesado
buscar el otro lado de la ciudad que les ha abierto los brazos
sin interés; a todos ellos habría que mostrarles la inigualable
tonalidad del cielo en un amanecer de Enero; cómo el firmamento
se azafrana hasta volverse azul; cómo los esteros se platean
hasta brillar con tanta furia que deslumbran; cómo el color
calamocha de la fachada del ayuntamiento relumbra con los
primeros rayos del sol; cómo las palomas que pernoctan en sus
almenas deshinchan sus buches para echarse a volar; cómo
cualquier noche durante un paseo nos puede sorprender una ráfaga
suave de perfume de azahar; cómo nos envuelve ese olor a marisma
y cómo durante el atardecer nos embriagan los vapores de los
freidores de bienmesabe. La conclusión es que hay cosas que se
seguirán pagando en pesetas porque lo del euro...
Imaginemos la escena en el citado freidor: «Medio kilo de
chocos, medio de croquetas y un kilo de bienmesabe. ¿Cuánto es?»
Y te dicen, por ejemplo: «Dos euros». O vas a un bar y pides una
ración de tortillas de camarones y una caballa asada y te
ajustan «Un euro con tantos centieuros».
No, lo cierto es que estos manjares tan nuestros permiten
pagarse en duros o en pesetas, pero en euros... No pega, ¡a que
no?