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El hombre no interpreta por igual el concepto de Dios y en la
diversidad de religiones se advierte la desorientación del que
busca a ciegas.
Los navegantes que llegaron por primera vez a las islas de la
Polinesia se encontraron extrañamente sorprendidos al encontrar
pueblos que vivían una existencia paradisíaca, sin apenas rastro
de civilización y creían, en cambio, en la existencia de un Dios
único. Entonces se suponía que todo salvaje era, por definición,
un politeísta, un hombre sumido en la superstición y la magia. Y
fue preciso formularse la pregunta de si la primera religión del
hombre fue monoteísta, que al degenerar por diversas razones dio
paso, en los pueblos más atrasados, a un fetichismo, a un
politeísmo degradante.
Vemos cómo a través de los siglos las religiones politeístas,
que admitían la existencia de muchos dioses, han cedido la
primacía a las monoteístas (judaísmo, cristianismo, mahometismo,
etc.), en las cuales el primer dogma es la existencia de un Ser
Supremo, único y todopoderoso.
A través de los distintos países es posible advertir las
profundas diferencias de los hombres en su interpretación de
Dios. Hay religiones en que el hombre parece ser el esclavo de
un genio del mal al que es preciso aplacar constantemente con
dádivas y sangre. En otras, toda la existencia es una prueba
durísima que se ha de superar.
Las religiones llamadas de vida, cuya manifestación más elevada
es el cristianismo, son concepciones optimistas y nobles. En
ellas, Dios es el padre providente, lleno de amor, a quien se
puede hablar y a quien se puede pedir con naturalidad porque
está dispuesto a dar. «Pedid y se os dará», dice el Evangelio.
En todas las religiones existe un cuerpo de creencias que
constituyen el dogma. Los misterios son inherentes al hecho
religioso, porque el hombre admite con humildad que su
inteligencia no puede abarcar el Universo entero, y una religión
sin misterios seria sólo una explicación argumentada al nivel
humano.
Las relaciones del hombre con la divinidad se manifiestan en
forma de ritos, es decir, de un culto que en su forma más
perfecta implica un sacrificio. La conducta humana respecto a
Dios está regulada por una serie de preceptos o mandamientos que
en algunas religiones, como la judaica, son extremadamente
minuciosos.
El hombre, necesitado de tantas cosas que no están a su alcance,
debe pedir y dar gracias, lo cual realiza a través de la
oración. Rezan los monjes budistas y los frailes de la cartuja,
y de un modo similar los hechiceros del Congo al impetrar la
lluvia.
La vida humana ha sufrido una gran evolución en un lapso
inferior a los 10.000 años, y una de sus manifestaciones más
destacadas por este cambio ha sido la Religión. En los países
civilizados es posible encontrar muchos agnósticos y algunos
ateos que, quizás, no se han preocupado de profundizar en el
fenómeno religioso, pero nos sorprendería encontrar una persona
que en nuestros días aún creyera en Ormuz o en Baal Moloch.
Muchas religiones han desaparecido empujadas por las conquistas
de la Ciencia que han demostrado lo absurdo de sus creencias
(citemos como muy significativas las teorías evolucionistas de
Lamarck y, muy principalmente, de Charles Darwin [Léase «El mono
desnudo» de Desmond Morris]).
Otras han sido abatidas por persecuciones o se han disgregado en
múltiples herejías. En cambio, algunas se mantienen a través de
los siglos quizá porque convienen y se adaptan a la
idiosincrasia de los pueblos donde radican.
(Continúa en el próximo número)
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