Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

La familia compuesta por el matrimonio, Andrés, Casilda y sus dos hijas, María Cristina y Rubén, habitaban en un bello pueblecito ubicado en las estribaciones de la sierra de Guadarrama.

Casilda, beata hasta la exageración ya que gran parte de su tiempo libre lo pasaba en la iglesia, pues según manifestaba la «santa» mujer «era el único lugar donde encontraba el sosiego espiritual». Verdaderamente, después del batallar diario y las frustraciones que la vida conlleva, el sagrado recinto, no hay dudas, es el lugar idóneo para la paz del alma.

El Sr. Andrés, cartero del pueblo y barbero de profesión compartía el último con su hijo Rubén y entre una cosa y otra tenían para ir tirando la modesta familia. Pero Andrés, por desgracia, o quién sabe si por suerte, sordo como una tapia, pero un sordo de los de «antes de la guerra», en la que aún no se habían inventados los audífonos. Entonces todo era a lo natural, no como hoy que las pilas -el que las necesite- las puede llevar incluso hasta en el «salchichón»... Andrés se entendía con sus parroquianos sólo por el movimiento de los labios, siempre que no llevasen bigotes. Ahora, de genio si que estaba bien dotado; de ello podía dar fe su callada y sufrida esposa.

Para que el lector tenga una imagen completa de los habitantes de la casa donde se desarrolla esta historia, haré la presentación de la huésped previa algunas aclaraciones. Resulta que, para mayor desahogo de la economía familiar, le habían alquilado una habitación con derecho a cocina a una guapa joven que había llegado al pueblo en calidad de maestra. La Srta. Noelia de la Fuente del Camino, andaluza, de la provincia de Cádiz, desde el primer momento se conquistó con su natural simpatía a los miembros de la casa, no tardando mucho tiempo en conseguirlo con casi todo el pueblo. Ni que decir tiene que su gracejo andaluz e innata alegría inundó aquella fría casa de luz y calor, algo muy de tener en cuenta, sobre todo en la estación del año en que había llegado: en pleno invierno. Noelia, después del primer y duro impacto climatológico que sufrió en sus carnes, se sintió atraída por aquel pintoresco lugar de la sierra, con el atractivo nuevo para ella de la nieve, que nunca había podido gozar de forma tan directa, Lo suyo evidentemente era el mar.

Aún le parecía llevar prendido en su hermosa nariz el perfume inigualable de sus lejanas y añoradas marismas. Indudablemente, su carácter abierto y desenfadado le ayudó rápidamente a superar esta melancolía, por lo que se tomó muy en serio el acertado refrán: «a vivir que son dos días»... Una tarde que amigablemente charlaban Casilda y ella al calor de la estufa instalada en la misma barbería, le comentaba ésta el mal humor de su esposo: -no te puedes imaginar, Noelia, como se enfurece, sobre todo cuando tengo la desgracia de romper un plato y es testigo el energúmeno del percance. Se monta en cólera, hasta los ojos se les inyectan en sangre, con decirte que cuando tal cosa me sucede libre de su presencia, no sé donde esconder los trozos para que él no los vea.

Con la sana intención de poder subsanarle a la pobre mujer la infrecuente «tragedia», Noelia le dio un sabio consejo: -Doña Casilda, cuando rompa usted un plato, en vez de esconderlo, se lo enseña inmediatamente a su marido con la mayor naturalidad, aguante estoicamente el chaparrón pero no se le ocurra ni por un momento tirar los pedazos, guárdelos, y a los dos días se los muestra de nuevo como si hubiese roto otro, cuando se enfurezca, le dice con cierta sorna: -pero si es el mismo que rompí anteayer idiota... Así una y otra vez, verá como al no saber a ciencia cierta si era verdad acabará por acostumbrarse a lo que considerará una broma. -Como se ve, Noelia, que no conoces a mi marido; a éste no hay quien lo dome. Fíjate si es soberbio, que un día que estaba en su mesa sellando las cartas, al no calcular bien el golpe por su falta de oído, al estampar el sello en una de ellas, rompió la tapa de cristal y cuando vio lo que había hecho, completamente fuera de sí, se dio repetidos golpes en la cabeza contra la pared, que al ser ésta de granito, imagínate lo que hubiera podido sucederle en todo lo «alto». No se ocasionó ningún daño importante gracias a que su cabeza, además de hermosa, es aún más dura que el propio granito. Mi marido no tiene arreglo, pues no sólo es soberbio, también es bruto, y esto es mucho peor. Ya me lo advirtió mi madre, que en Gloria esté. Antes de casarme me dijo: «hija no olvides que el que viene para «burro» del cielo le envían el «aparejo»...

En el pequeño pueblo sólo había dos barberías y como las tertulias de las crudas tardes invernales se desarrollaban alrededor de la estufa antes citada, pues los chistes y ocurrencias de Noelia pronto la hizo célebre por aquellos contornos, por lo que los parroquianos de la otra se fueron poco a poco a la del Sr. Andrés, solo por escuchar a la andaluza, con el aumento de la clientela, el negocio fue prosperando hasta el extremo de que tuvieron que contratar a un joven peluquero que también era andaluz; nada menos que de Chiclana de la Frontera, laboriosa y vinatera.

Juan la Troja tenía lo que se dice por esta latitudes, un rato de guasa. Cierto día la puso de manifiesto, cuando el Sr. Basilio, Juez de Paz del lugar y el más callado del pueblo, entra en la barbería, se acomoda en el amplio sillón giratorio y le pregunta Juan: -¿Qué le hago Sr? A lo que contesta parcamente D. Basilio: -¡Todo!

El joven peluquero le ofrece un periódico y mientras el juez se sumerge en la lectura, comienza su faena. Mete la maquinilla a fondo perdido hasta rasurarle totalmente la cabeza, dejándosela como una bola de billar, pues, para colmo la tenía pequeña. Cuando D. Basilio se ve a través del espejo, le dice al peluquero en un tono de marcada indignación -¡Pero que me has hecho desgraciado! -Vd. dijo que todo. -Sí, pero yo me refería a pelado y afeitado...

Ni que decir tiene que el imprudente percance le hizo perder a un cliente.

Juan, aparte de bromista, era un estudioso -según él- de la medicina. Solía lamentarse con frecuencia que en lo más profundo se sentía un médico frustrado, pues lo suyo era eso, pero por motivos económicos, sus padres no pudieron darle la deseada carrera, por lo que tuvo que conformarse como tantos otros, con la consabida y tradicional bicicleta, aunque, naturalmente, para llegar desde Chiclana hasta la Sierra, no le quedó otro remedio que coger el tren. Pero como su recóndita afición la llevaba en los genes, ya que hasta su abuelo había ejercido de «sacamuelas» en Vejer, pues al hombre siempre le gustó documentarse, y amparado en sus «sabios» conocimientos se permitía hablar en términos médicos y farmacológicos.

Es por ello que un aciago día, que afeitando a un cliente se le fue la mano y le hizo un pequeño corte, tuvo que hacer uso de sus «doctos» conocimientos para justificar el involuntario accidente. Cuando el Sr Pérez se vio correr la sangre, perdió el control y le amonestó seriamente. Juan, para calmarlo, le dio una explicación «científica».

-Por favor, D. Onofre, no se preocupe, esto no ha sido nada más que una ínfima incisión en la región «cachetal izquierda».

A lo que contesta el «paciente» muy sofocado: -¡Cachetá es la que te voy a dar yo a ti como no te quites de enmedio, mamarracho!

Menos mal que en esta ocasión no perdió al cliente. El del «cachetal» sin duda era una buena persona y le fue fácil comprender que al fin y al cabo, son gajes del oficio...






 

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