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La familia compuesta por el matrimonio, Andrés, Casilda y sus
dos hijas, María Cristina y Rubén, habitaban en un bello
pueblecito ubicado en las estribaciones de la sierra de
Guadarrama.
Casilda, beata hasta la exageración ya que gran parte de su
tiempo libre lo pasaba en la iglesia, pues según manifestaba la
«santa» mujer «era el único lugar donde encontraba el sosiego
espiritual». Verdaderamente, después del batallar diario y las
frustraciones que la vida conlleva, el sagrado recinto, no hay
dudas, es el lugar idóneo para la paz del alma.
El Sr. Andrés, cartero del pueblo y barbero de profesión
compartía el último con su hijo Rubén y entre una cosa y otra
tenían para ir tirando la modesta familia. Pero Andrés, por
desgracia, o quién sabe si por suerte, sordo como una tapia,
pero un sordo de los de «antes de la guerra», en la que aún no
se habían inventados los audífonos. Entonces todo era a lo
natural, no como hoy que las pilas -el que las necesite- las
puede llevar incluso hasta en el «salchichón»... Andrés se
entendía con sus parroquianos sólo por el movimiento de los
labios, siempre que no llevasen bigotes. Ahora, de genio si que
estaba bien dotado; de ello podía dar fe su callada y sufrida
esposa.
Para que el lector tenga una imagen completa de los habitantes
de la casa donde se desarrolla esta historia, haré la
presentación de la huésped previa algunas aclaraciones. Resulta
que, para mayor desahogo de la economía familiar, le habían
alquilado una habitación con derecho a cocina a una guapa joven
que había llegado al pueblo en calidad de maestra. La Srta.
Noelia de la Fuente del Camino, andaluza, de la provincia de
Cádiz, desde el primer momento se conquistó con su natural
simpatía a los miembros de la casa, no tardando mucho tiempo en
conseguirlo con casi todo el pueblo. Ni que decir tiene que su
gracejo andaluz e innata alegría inundó aquella fría casa de luz
y calor, algo muy de tener en cuenta, sobre todo en la estación
del año en que había llegado: en pleno invierno. Noelia, después
del primer y duro impacto climatológico que sufrió en sus
carnes, se sintió atraída por aquel pintoresco lugar de la
sierra, con el atractivo nuevo para ella de la nieve, que nunca
había podido gozar de forma tan directa, Lo suyo evidentemente
era el mar.
Aún le parecía llevar prendido en su hermosa nariz el perfume
inigualable de sus lejanas y añoradas marismas. Indudablemente,
su carácter abierto y desenfadado le ayudó rápidamente a superar
esta melancolía, por lo que se tomó muy en serio el acertado
refrán: «a vivir que son dos días»... Una tarde que
amigablemente charlaban Casilda y ella al calor de la estufa
instalada en la misma barbería, le comentaba ésta el mal humor
de su esposo: -no te puedes imaginar, Noelia, como se enfurece,
sobre todo cuando tengo la desgracia de romper un plato y es
testigo el energúmeno del percance. Se monta en cólera, hasta
los ojos se les inyectan en sangre, con decirte que cuando tal
cosa me sucede libre de su presencia, no sé donde esconder los
trozos para que él no los vea.
Con la sana intención de poder subsanarle a la pobre mujer la
infrecuente «tragedia», Noelia le dio un sabio consejo: -Doña
Casilda, cuando rompa usted un plato, en vez de esconderlo, se
lo enseña inmediatamente a su marido con la mayor naturalidad,
aguante estoicamente el chaparrón pero no se le ocurra ni por un
momento tirar los pedazos, guárdelos, y a los dos días se los
muestra de nuevo como si hubiese roto otro, cuando se enfurezca,
le dice con cierta sorna: -pero si es el mismo que rompí
anteayer idiota... Así una y otra vez, verá como al no saber a
ciencia cierta si era verdad acabará por acostumbrarse a lo que
considerará una broma. -Como se ve, Noelia, que no conoces a mi
marido; a éste no hay quien lo dome. Fíjate si es soberbio, que
un día que estaba en su mesa sellando las cartas, al no calcular
bien el golpe por su falta de oído, al estampar el sello en una
de ellas, rompió la tapa de cristal y cuando vio lo que había
hecho, completamente fuera de sí, se dio repetidos golpes en la
cabeza contra la pared, que al ser ésta de granito, imagínate lo
que hubiera podido sucederle en todo lo «alto». No se ocasionó
ningún daño importante gracias a que su cabeza, además de
hermosa, es aún más dura que el propio granito. Mi marido no
tiene arreglo, pues no sólo es soberbio, también es bruto, y
esto es mucho peor. Ya me lo advirtió mi madre, que en Gloria
esté. Antes de casarme me dijo: «hija no olvides que el que
viene para «burro» del cielo le envían el «aparejo»...
En el pequeño pueblo sólo había dos barberías y como las
tertulias de las crudas tardes invernales se desarrollaban
alrededor de la estufa antes citada, pues los chistes y
ocurrencias de Noelia pronto la hizo célebre por aquellos
contornos, por lo que los parroquianos de la otra se fueron poco
a poco a la del Sr. Andrés, solo por escuchar a la andaluza, con
el aumento de la clientela, el negocio fue prosperando hasta el
extremo de que tuvieron que contratar a un joven peluquero que
también era andaluz; nada menos que de Chiclana de la Frontera,
laboriosa y vinatera.
Juan la Troja tenía lo que se dice por esta latitudes, un rato
de guasa. Cierto día la puso de manifiesto, cuando el Sr.
Basilio, Juez de Paz del lugar y el más callado del pueblo,
entra en la barbería, se acomoda en el amplio sillón giratorio y
le pregunta Juan: -¿Qué le hago Sr? A lo que contesta parcamente
D. Basilio: -¡Todo!
El joven peluquero le ofrece un periódico y mientras el juez se
sumerge en la lectura, comienza su faena. Mete la maquinilla a
fondo perdido hasta rasurarle totalmente la cabeza, dejándosela
como una bola de billar, pues, para colmo la tenía pequeña.
Cuando D. Basilio se ve a través del espejo, le dice al
peluquero en un tono de marcada indignación -¡Pero que me has
hecho desgraciado! -Vd. dijo que todo. -Sí, pero yo me refería a
pelado y afeitado...
Ni que decir tiene que el imprudente percance le hizo perder a
un cliente.
Juan, aparte de bromista, era un estudioso -según él- de la
medicina. Solía lamentarse con frecuencia que en lo más profundo
se sentía un médico frustrado, pues lo suyo era eso, pero por
motivos económicos, sus padres no pudieron darle la deseada
carrera, por lo que tuvo que conformarse como tantos otros, con
la consabida y tradicional bicicleta, aunque, naturalmente, para
llegar desde Chiclana hasta la Sierra, no le quedó otro remedio
que coger el tren. Pero como su recóndita afición la llevaba en
los genes, ya que hasta su abuelo había ejercido de «sacamuelas»
en Vejer, pues al hombre siempre le gustó documentarse, y
amparado en sus «sabios» conocimientos se permitía hablar en
términos médicos y farmacológicos.
Es por ello que un aciago día, que afeitando a un cliente se le
fue la mano y le hizo un pequeño corte, tuvo que hacer uso de
sus «doctos» conocimientos para justificar el involuntario
accidente. Cuando el Sr Pérez se vio correr la sangre, perdió el
control y le amonestó seriamente. Juan, para calmarlo, le dio
una explicación «científica».
-Por favor, D. Onofre, no se preocupe, esto no ha sido nada más
que una ínfima incisión en la región «cachetal izquierda».
A lo que contesta el «paciente» muy sofocado: -¡Cachetá es la
que te voy a dar yo a ti como no te quites de enmedio,
mamarracho!
Menos mal que en esta ocasión no perdió al cliente. El del «cachetal»
sin duda era una buena persona y le fue fácil comprender que al
fin y al cabo, son gajes del oficio...
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