De tal amo, tal perro. La cuestión es simple, meridiana,
tópica y explicable. El perro se considera un animal doméstico.
Tal acepción sólo cuadra cuando la domesticación -ese embrollo-
es correcta, funciona, no se desmadra, lleva buen camino, es
ortodoxa y políticamente correcta. El gran problema es que los
excrementos caninos -cara visible de la tenencia canina- no son
ni políticos ni correctos ni aceptables ni domésticos.
Mucho menos, aún, son los ladridos, los- aullidos en la soledad
de la gran noche, las dentelladas al atardecer, la furia de esos
perros guardianes que se estrellan contra las puertas del chalet
cuando «osamos» pasear en paz y concordia por sus cercanías; o
esa ferocidad de presa de los perros todo músculo, todo
mandíbulas, que están para abrir y cerrar las fauces sin mesura
contra quien haga falta, para defender una propiedad, un nombre,
un escudo heráldico, un territorio o una firma al precio que sea
necesario.
Ya lo dijo aquel «Principito», tan leído; ya lo sentenció en sus
labios Saint-Exupéry, el malogrado escritor: «Eres responsable
de lo que has domesticado». El perro, los perros, ni son
domésticos ni tienen amos responsables. Defecan a su antojo,
ladran a la madrugada, campan a sus anchas por barrios y calles,
siguen/persiguen las consignas de sus dueños. Son juguetones,
seniles, agresivos o cascarrabias. Se domestican a pelo, con
rutina torpe. Se les da un uso y abuso como guardaespaldas o
cazadores. Se les mancilla la genética, el código deontológico y
la estirpe. Se les hace un caos el árbol genealógico. Se les
convierte en híbridos, en engendro ladradores, en surtidores de
compañía animal, en protectores de la honra, en amigos de vermut
y vigilia. Se les da como sustento una pitanza omnívora que los
engorda. Se les castra para que no molesten con sus celos
noctívagos. Se les impone una convivencia urbana y estrecha. Se
les corta la libertad animal en una imposible monotonía, Se les
deprime.
A veces, enloquecidos, cosen a dentelladas la mano que les da de
comer.