Cada uno de nosotros, indudablemente, tiene su propia
filosofía para andar por la vida. Ello, unido a otros rasgos que
nos particularizan, nos llevan a ser distintos, a experimentar,
por qué no, la dicha de recrearnos en el otro que no somos.
Porque todos, a fin de cuentas, formamos el gran puzle de la
humanidad. Pero hay algo que nos une irremediablemente: el deseo
de usar el tiempo dispuesto para vivir en aquello que nos
proporcione la tan ansiada felicidad.
Sobre el fenómeno del tiempo se ha escrito mucho, se ha
cuestionado, tratando de dar certeras explicaciones o soluciones
convenientes al respecto. Y a propósito de ello, creo que no ha
habido fórmula más sugerente que la utilizada por el hombre del
Renacimiento: CARPE DIEM.
Cuando en el siglo XVI, tras la extensa y teocéntrica etapa
medieval, se destierra la idea de una existencia enfocada
estrictamente al Más Allá, y se empieza a valorar la vida
terrenal por sí misma, el ser humano comienza a ver las cosas de
otra forma.
El tiempo, aquí y ahora, cobra un sentido trascendental, y
aprovecharlo intensamente es el objetivo primordial. CARPE DIEM
suena con fuerza en las bocas, en los oídos de quienes se
preparan justamente a ello, a aprovechar el día, el minuto, el
segundo, sabiendo que vivir merece la pena, y que el tiempo es
la pieza fundamental que encadena el nacimiento con la muerte. Y
así nos dice Garcilaso de la Vega en su famoso soneto:
...coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Efectivamente, no hay que desperdiciar las horas disponibles,
exclama el poeta toledano, pues pronto se nos arrebatará cuanto
gratuitamente se nos dio. Un siglo más tarde, el cordobés
Góngora, afirmará lo mismo, aunque esta vez en un tono más
oscuro y desolador:
...goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lirio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o viola troncada
se vuelva, más tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
El tiempo, como fenómeno indispensable del ser, nos agarra con
una cadena tan consistente, que inevitablemente nos mueve a la
reflexión. Y yo me pregunto, ¿en esta sociedad del siglo XX, nos
empeñamos en sacar partido, de manera positiva, al misterio del
vivir? Porque no creo que vivir sea simplemente hacerlo hacia
fuera de nosotros mismos, sino descubrirnos también por dentro,
averiguar lo que somos y llevamos en el interior para
propiciarnos así lo que de verdad nos llena: la paz y serenidad
que reconforta y nos hace sacar el mejor partido de cuanto
somos. No sólo hay belleza sobre esta tierra que habitamos, pues
lo mejor está por descubrir en nuestro propio mundo interno.
Hacia este paraíso que cobijamos me interesa, particularmente,
gritar mi carpe diem. Resucitándonos plenamente hallaremos el
mejor modo de ser y estar en lo que nos rodea. Sólo de esta
manera no exclamaremos, como Garcilaso:
¡Oh cuánto bien se acaba en un solo día!
¡Oh cuántas esperanzas lleva el viento!
Asegurando nuestra más verdadera felicidad, afianzaremos este
limitado tránsito por el mundo, y haremos, sin lugar a dudas,
que nuestro bien no se acabe en un solo día, y que las
esperanzas no las destroce el viento.