![]() |
Portada gral. | Staff | Números anteriores | Índice total 1999 | ¿Qué es Arena y Cal? | Suscripción | Enlaces |
Cerró el diccionario de un manotazo. El resto de los libros y
papeles cayeron al suelo produciendo un estruendo que alteró
sobremanera la paz del estudio. Enrique estaba saturado. Se
justificó aduciendo la consecuencia de un arrebato, una rabieta
infantil que le hizo alzar las manos a la altura de los codos
con las palmas hacia arriba a la vez que se encogía de hombros.
Tan excitado estaba que cuando pudo darse cuenta estaba
caminando calle arriba envuelto en un aguacero que le empapaba
la ropa, pegándosela al cuerpo como una segunda piel. Los pocos
transeúntes con los que se cruzaba caminaban nerviosos por
llegar a sus casas mientras que él luchaba por alejarse cada vez
más de la suya.
El chaparrón arreciaba de tal manera que velaba el luminoso del
cine que había en la acera de enfrente. La taquillera le
advirtió que la película había empezado hacia veinte minutos. La
sala estaba casi vacía; él y tres o cuatro parejas en la fila de
los mancos. Se acomodó en una de las butacas. El olor que
despedía su cuerpo húmedo se mezclaba con el ambientador de
eucalipto del recinto que se disfrazaba con el toque tostado de
las pipas de girasol que comían algunos de los espectadores.
Cuando acabó la película lo único que tenía claro era que no
quería irse a dormir. Pasaban las once de una noche helada y sin
luna. Un murmullo en un piso cercano le hizo elevar la vista.
«El destino me sonríe y además podré comer», pensó. El portal
estaba abierto y su autoinvitación no se hizo esperar. La
escalera solitaria, cuya blancura marmórea ejercía sobre él una
atracción poderosa, le condujo a una sala de grandes dimensiones
con solería color melocotón que contrastaba armoniosamente con
el frío azul de las paredes. En el techo una araña de bohemia
ponía la nota luminosa. Los grupos se desperdigaban, charlaban,
reían, sosteniendo una copa en una mano y un canapé en la otra.
Se le acercó un camarero con una bandeja. Amablemente rechazó la
invitación al ver las maravillas que estaban expuestas. La
casualidad le había llevado a presenciar una exposición de
esculturas, todas ellas masculinas, poseedoras de un realismo
que le impactó desde que traspasara el umbral. Eran simplemente
perfectas, dueñas de unos rostros en los que se palpaba el
horror, la sorpresa; poseedoras de unas manos rebosantes de
dulzura. Enrique se encontraba abstraído.
Se sentía especialmente afortunado con aquella dádiva tan
especial que le había otorgado el arte. La voz bronca de un
«buenas noches» le sacó de su aislamiento; una voz que no hacía
justicia a la persona, pues se trataba de una hermosa mujer
embutida en un sencillo traje de noche que resaltaba aún más su
elegancia. Le ofreció una copa al mismo tiempo que se presentaba
como «Pigmalión». Ambos comentaron ampliamente las obras,
comieron, bebieron, rieron y acabaron en su estudio con el fin
de mostrarle aquellas otras que siempre viajaban con ella pero
que nunca exponía.
Enrique se quedó solo mientras Pigmalión se ponía un atuendo más
cómodo. Rodeado de bloques de barro y libros, se sintió atraído
por algo que estaba cubierto con un lienzo pardusco. Parado ante
ello fue la escultora quien lo descubrió. Por un momento pensó
que aquello no estaba ocurriendo pero estaba allí. Tras la tela
asomó el busto de su amigo Pedro, fotógrafo de profesión, de
quien no sabía hacía más de tres años. Le encomendaron un
reportaje sobre el Amazonas y desapareció o al menos eso creía.
Pigmalión rompió el silencio: «Puedo intuir lo que ronda tu
cabeza pero no me tomes por Chachiuhnenetzin, la hija del
antiguo rey mejicano Axaiacatzin. Ella era bellísima a la vez
que cruel, astuta y viciosa. Se casó con el rey Nezahualpilli,
quien la colmó de joyas. Éste la dejaba sola con mucha
frecuencia y sabedora de su elevada posición e importancia
comenzó a utilizar su poder sin límite. Cuando veía a un joven
que le interesaba disponía que se lo trajeran a su presencia y
cuando se satisfacía lo mandaba ajusticiar. Después ordenaba que
se esculpiera una estatua a la persona que acababa de dar muerte
y, tras adornarla con ropas y joyas, la colocaba en sus
dependencias. Pasado el tiempo el número de estatuas era tan
elevado que llenaban las habitaciones. Una noche en que el rey
fue a visitarla le interrogó al respecto. Su respuesta fue que
eran dioses, pues sabía que los mejicanos los adoraban y él la
creyó.
Andando el tiempo tanta injusticia no podía quedar en secreto y
quiso el destino que dejara vivos a tres de los jóvenes que
había utilizado. A uno de ellos le regaló una valiosa joya que
el rey reconoció al instante, mas no teniendo noticias de
traición por parte de la reina, surgieron motivos para
inquietarse. Esa misma noche decidió visitarla y sus sirvientes
le dijeron que estaba dormida. Entró en la habitación y en la
cama encontró una estatua con una cabellera similar a la suya y
un rostro de enorme parecido. Hizo llamar a los criados quienes
de inmediato la hallaron en compañía de los tres jóvenes
disfrutando de una suntuosa fiesta. El rey refirió el caso a los
jueces y estos descubrieron la serie de crímenes que había
cometido y a quienes había implicado. Fueron muchos los
inductores de jóvenes, los operarios, los escultores, los que
habían ayudado a introducirlas en sus dependencias y los que
habían escondido los cadáveres. El número de cómplices pasaba de
los dos mil y todos fueron condenados al garrote e incinerados
posteriormente. Como ves, fue un castigo ejemplar. Esta joya que
suelo llevar dicen que se parece mucho a la que regaló a su
amante, pero basta de bromas, mi talento está más que
demostrado. Esta noche cuando te vi en la exposición casi no
podía creerlo. Hace unos meses conocí a Pedro. Andaba por Perú,
a orillas del Ucayali. Nos caímos bien y me habló mucho de ti,
de vuestra amistad, incluso me enseñó varias fotografías. Cuando
supo que expondría aquí me dio esta carta para que te la dejara
en el buzón. Tómala».
Enrique observó que iba dirigida a él aunque carecía de remite.
La abrió con cierto temor.
En ella, Pedro le pedía excusas por su silencio, por haberle
encendido una chispa de fatalidad. Estaba contento, tanto que no
titubeó a la hora de quedarse en aquellos parajes. Era feliz y
por eso le rogaba que no desvelara la existencia de la carta.
Enrique advirtió que era sincero y se alegró por él, quedando su
mirada perdida pero iluminada con esos destellos que le
provocaban las evocaciones. Un zarandeo suave acabó con la
ilusión. «Señor, la película ha terminado». «Discúlpeme, temo
que me he dormido».
El acomodador no dio importancia al hecho pero él estaba
avergonzado, más que nada porque todo había sido un sueño. ¡Qué
bonito mientras duró! Saber de Pedro. En fin.
La calle estaba vacía. Los goterones empezaron a caer moteando
la acera. Estaba cerca de su apartamento. Subió los escalones
que le separaban del portón. Al abrirlo vio algo claro sobre el
suelo. Arqueó las cejas cuando lo que cogió era un sobre
dirigido a él y sin remite.
Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa