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A mediados del siglo XVII vivía en Málaga un matrimonio de
modestos pescadores, oriundos de linajudas familias que por
azares de la vida habían descendido en la escala social. José
Armengual y Teresa de la Mota habitaban una pobre vivienda del
barrio de Los Percheles, en el confín norteño, cerca de las
riberas sedientas del Guadalmedina.
En su misma generación tenían familiares que conservaban todavía
la posición de sus mayores, ya que un hermano de José era
coronel de Infantería.
El matrimonio tenía varios hijos. El que va a ocupar nuestra
atención, se llamaba Lorenzo -aunque posteriormente, al hacerse
su biografía, algunos autores le llamaron Laureano-, y nació en
una casucha que daba a la calle que hoy se llama del Obispo, el
24 de octubre de 1663, muy cerca de un lugar que se denominó
Huerta del Obispo. El 5 de noviembre fue bautizado sin
solemnidad en la Iglesia Parroquial de San Juan.
José Armengual -hemos dicho que era pescador- trabajaba en la
traída de pescado, que vendía al público, pregonándolo por las
calles. Lorenzo ayudaba a su padre en la venta callejera,
voceando su mercancía.
Don Antonio Ibáñez de la Riva Herrera, natural de Solares
(Santander), canónigo de la catedral de Málaga, paseaba una
tarde de primavera por la playa de San Andrés cuando se encontró
con el pequeño vendedor ambulante, cesta al brazo con su
plateada mercancía, que le ofreció. Aceptó el canónigo atraído
más que nada por el pobre aspecto de Lorenzo, y pidió al
muchacho que llevara la compra que le había hecho a su domicilio
de la plaza de la Merced.
Lorenzo tomó nota del cliente, que fue asediado varias veces más
por el pescadero. Una vez efectuada, la compra era llevada por
Lorenzo a la casa de la plaza de la Merced, que ya se le hizo
familiar.
Un día Lorenzo fue a casa del canónigo acompañado de otros
mozalbetes de su edad. El canónigo los recibió y les dijo:
Necesito un mandadero, y escogeré al que supere la prueba que
les voy a poner. Le dio a cada uno un tejo metálico y les señaló
un punto, donde era verdaderamente difícil hacer blanco. Los
muchachos eran unos veinte. El que acierte más veces, ese será
el mandadero. Arrojaron los críos los tejos con desastroso
resultado: ninguno hizo blanco. Los despidió el canónigo hasta
el día siguiente, para una segunda vuelta. Pero sólo volvió
Lorenzo, los demás se desanimaron al ver lo difícil de la
prueba. Cuantas veces lanzó el tejo dio en el blanco.
Sorprendido el canónigo le preguntó qué había hecho,
contestándole Lorenzo que había estado ensayando el tiro toda la
noche, porque necesitaba colocarse para ayudar a su familia.
Para la pesca mayor, con frecuencia salían del puerto malacitano
barcazas con rumbo a Guinea. Lorenzo y su padre se embarcaron en
una. En alta mar les sorprendió una tormenta cerca de un
escarpado acantilado. A pesar de los enormes esfuerzos de los
tripulantes, éstos no pudieron evitar el choque contra un
escollo. Echan al mar los salvavidas, pero el empuje de las olas
los arrastra. En tan angustiosa situación propuso el patrón que
alguno se ofreciera para, saltando al agua, amarrado por una
soga a la cintura, tratar de arribar a la costa, y afirmarla
allí, a fin de que los demás se salvaran. Todos se miraron con
temor, pero nadie se decidía.
Lorenzo gritó entonces: Patrón, no exponga la vida de esos
hombres, que tienen familia. Ya haré por llegar a la costa y
salvar a todos. Echóse, pues, al agua el valiente grumete y
desapareció en la noche. A los pocos minutos, sobre las bravías
olas destacóse un punto negro que trabajosamente avanzaba hacía
la costa. La soga se iba tensando poco a poco. Unos tirones
fueron la señal de haber arribado. Gracias a la sangre fría de
Lorenzo se habían salvado.
El padre de Lorenzo, que había negado al canónigo que se quedase
definitivamente a su servicio, ablandó la testarudez de su
negativa y el chico fue a vivir con su protector.
Aunque al principio se mostraba rudo y desaplicado, estimulado
por su bienhechor llegó a vencer los hábitos de la inercia y
pronto se descubrió en él una viva inteligencia. El mismo le
enseñó los primeros rudimentos. Le puso un profesor de latín y
le preparó para estudiar filosofía.
En 1685, teniendo Lorenzo veintiún años, fue su protector
presentado por Carlos II para obispo de Ceuta. Dos años más
tarde fue promovido al Arzobispado de Zaragoza, muriendo en
1710, cuando, propuesto para arzobispo primado de Toledo,
esperaba las bulas pontificias.
A estas localidades le acompañó Lorenzo, que estudiaba
filosofía, teología y ambos derechos -canónico y civil-, que le
capacitaron para ocupar altos puestos en la jerarquía civil y
eclesiástica.
Lorenzo fue ordenado sacerdote en Zaragoza, donde recibió el
grado de doctor en cánones el 6 de enero de 1694. Mereció la
confianza del señor arzobispo durante los dieciocho años que
permaneció a su lado, ocupando los puestos de visitador y
vicario capitular. Además fue nombrado abad de San Mamés, en
Galicia, y canónigo de la S. I. C. Metropolitana de Santiago de
Compostela.
Para ser auxiliar de su protector, fue consagrado obispo con el
título de Gironda in partibus infidelium.
Armengual permaneció en Zaragoza hasta el año 1705 ejerciendo su
ministerio episcopal y siendo admirado por todos por sus
virtudes, beneficencia, sabiduría y prudencia. En ese mismo año
pasó a Madrid en calidad de gobernador del Consejo Real de
Hacienda, puesto a que le había elevado el rey por sus
aptitudes. Eran aquellos momentos difíciles. La política,
durante el reinado de Felipe V, estuvo erizada de espinas. Los
primeros años del siglo XVIII vieron desarrollarse graves y
trascendentes sucesos: la instauración de la dinastía borbónica;
la guerra de sucesión al trono; las intrigas de Luis XIV para
dominar nuestra política; las ambiciones de los advenedizos; los
planes de parte de la nobleza para engrandecerse a costa de
todo; el malestar popular; el agotamiento del erario público,
etc.; todas estas circunstancias hacían que la situación fuese
muy delicada y exigía en los altos cargos públicos personas de
gran capacidad, prudencia y firmeza de carácter.
El señor Armengual examinaba la difícil situación con espíritu
noble y leal de servicio al monarca, al que como rey debía
obediencia.
La paz de Utrecht, firmada el 11 de abril de 1713, que rubricaba
la guerra de sucesión, legalizó el desmembramiento de la
monarquía española, que se dividía en aras de la paz y en
provecho de los ambiciosos pretendientes. Todo ello debió de
menoscabar el valeroso ánimo de Armengual.
1714 era año de guerra para dominar a Cataluña. Armengual ocupa
a la sazón el cargo del Despacho Universal, e interviene en la
contienda.
Por la competencia y habilidad extraordinarias que demostraba,
le fueron confiados otros altos cargos. Además de gobernador del
Consejo Real de Hacienda se le confirió en 1707 el de consejero
real y camarista del Supremo de Castilla, así como el de
superintendente general de la Real Hacienda, con intervención en
todas las comisiones de trascendencia de que estaban encargados
diferentes ministros de todos los Consejos.
Cuando Felipe V hubo de elegir cuatro secretarios para el
Despacho Universal, uno de ellos fue Armengual, a quien a la vez
le encomendó la presidencia del Consejo de Hacienda. O sea que
hasta 1717 ocupa la Real Hacienda y los cargos de consejero y
camarista del Supremo de Castilla.
Aún le fue otorgado un nuevo título a Don Lorenzo Armengual.
Felipe V le concedió en 1716 el de marqués de Campo Alegre, en
atención a los eminentes servicios prestados a la Corona.
Quizá pueda pensarse que era apetencia de cargos lo que le
dominaba. Nada más lejos de la realidad. El motivo radicaba en
que, por sus excepcionales dotes, era en aquellos delicados
momentos la persona más idónea para desempeñarlos. La situación
difícil de la economía y de la política de la España de aquellos
tiempos así lo exigía.
En premio de los eminentes servicios prestados, el rey propuso a
Armengual para obispo de Cádiz, propuesta que aceptó el Papa
Clemente XI en mayo de 1715. Sin embargo, debido a los altos
cargos que ocupaba y que, dada la situación, no podía dejar por
el momento, no tomó posesión del obispado hasta el 22 de febrero
de 1717. Fue el trigésimo cuarto obispo de la diócesis gaditana.
Ya por aquel año de 1717 residían en Cádiz los Tribunales de la
Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla. Cádiz era por
entonces el único puerto para el comercio de Indias. La
traslación del comercio de Indias a Cádiz produjo a esta ciudad
grandes ventajas, que también resultaron en provecho del
comercio en general, comercio que se debió a la iniciativa de
don Andrés de Pes -que había sido gobernador del Consejo de
Indias- y a su dedicación en la Secretaría de Despacho de Marina
e Indias.
El decreto de Felipe V de 12 de mayo de 1717 fue una atinada
resolución al establecer dicho comercio en Cádiz, pues con él se
ponía fin a las indecisiones que existían desde el siglo XVII
sobre los puertos adonde habían de entrar o de donde debían de
salir los galeones de aquella carrera. Ya en 1655 se había
dispuesto que las flotas viniesen a Sanlúcar de Barrameda, por
haber en esta población menos riesgos que en el de Cádiz de
posibles enemigos. Así es que unas veces las flotas arribaban a
Cádiz y otras a Sanlúcar, hasta que en 6580 Cádiz quedó con el
comercio de Indias, con cierta dependencia de la Casa de
Contratación de Sevilla.
Por esta época empezó a funcionar el Arsenal de la bahía de
Cádiz, que en el año 1716 se había establecido para barcos de
pequeño tonelaje cerca del puente Zuazo y que en 1724 se
trasladó a La Carraca por iniciativa de Patiño, ya que éste era
el lugar más apropiado para la construcción de navíos de mayor
calado.
En 1729, en compañía de Patino, visitaron los reyes la Isla de
León y el Arsenal para asistir a la botadura del navío Hércules,
de 70 cañones, primer buque construido en dicho arsenal militar.
Debido al desarrollo comercial de Cádiz, se proyectó la
construcción de una catedral.
La idea se debió al canónigo don Juan de Zuloaga. El obispo
Armengual la acogió con mucho agrado. El día 3 de mayo de 1722,
día de la Invención de la Santa Cruz, colocó la primera piedra.
Varios arquitectos intervinieron en las obras, que por diversas
razones estuvieron paralizadas desde 1796 hasta 1835, en que
fueron impulsadas por otro obispo destacado de la diócesis
gaditana, el benedictino fray Domingo de Silos Moreno, quien la
consagraría solemnemente el 28 de noviembre de 1838, cuyo
monumento se conserva en la plaza de Pío XII, donde está
enclavado el templo catedralicio gaditano.
Para la obra de la catedral donó importantes cantidades el
Tribunal del Consulado. Anteriormente, en tiempos de Alfonso X
el Sabio, fue catedral gaditana la iglesia de Santa Cruz.
Destruida por los ingleses en 1596, fue erigida de nuevo,
terminándose las obras en 1602. Durante algún tiempo hizo las
veces de catedral la iglesia de San Juan de Dios.
Pero aún no habían cesado para el señor Armengual las cargas y
responsabilidades. La creación, por entonces, de ejércitos
permanentes hizo pensar en la necesidad de regularizar la
dirección religiosa militar. En aquellas circunstancias se vino
a la conveniencia de establecer los vicariatos en los lugares
donde existían contingentes de fuerzas militares.
En 1705 había sido nombrado por Felipe V vicario general de los
Ejércitos de Mar y Tierra don Carlos Borja Centelles y Ponce de
León, arzobispo de Trebisonda (Turquía asiática), quien
posteriormente sería designado cardenal.
Con relación a la Armada es indudable que Cádiz reunía todas las
condiciones para que la alta regiduría de los servicios
eclesiásticos castrenses se vinculara a dicha ciudad.
Así, pues, el primer nombramiento de vicaría general fue
conferido en 1695 a don José de Barcia y Zambrana, canónigo de
Toledo y por aquel entonces obispo de Cádiz, al que sucedió fray
Alonso de Talavera, de la Orden de las Jerónimos. En 16 de abril
de 1717 recae el nombramiento de vicario general de la Real
Armada del Mar Océano y capellán de S. M. en el obispo
Armengual, que ya lo era de Cádiz desde un par de años antes. El
último de los obispos que por aquella época -1731- ostentaría
dicha cargo castrense fue el célebre dominico, bienhechor de la
naciente población de San Fernando, fray Tomás del Valle.
Como obispo de Cádiz construye Armengual a sus expensas, en
1723, la iglesia de San Lorenzo, en el barrio del mismo nombre,
que en aquellos tiempos era de pescadores, siendo consagrada por
él en 1 de agosto de 1729. En esta época había crecido mucho la
población gaditana por su zona del poniente. En Algeciras fundó
también una iglesia para servicio de los pescadores.
En su testamento dejaba una obra pía para ayuda de los
necesitados de Cádiz. En Zaragoza fundó un montepío, que dotó
con el capital proveniente de sus rentas de presidente del
Supremo de Castilla. En Málaga dejaba otras dos obras pías, una
en la capilla de Nuestra Señora de la Antigua y otra en la
iglesia de San Pedro, del barrio de los Percheles. Dejó, además,
otros legados para diversos fines caritativos.
Falleció en Chiclana de la Frontera, pueblo de su diócesis, el
15 de mayo de 1730. Algunos biógrafos señalan erróneamente que
murió en 1722. Según dispuso, su cadáver fue trasladado al
palacio episcopal y al día siguiente fue enterrado en la bóveda
de la capilla mayor y presbiterio -al pie del altar mayor- de la
iglesia de San Lorenzo, por él fundada. En dicha iglesia -hoy
parroquia- hay un gran cuadro con la figura del obispo y una
inscripción que dice: Don Lorenzo Armengual y de la Mota,
natural de Málaga, canónigo de la S. I. C. Metropolitana de
Santiago. Visitador y vicario general del Arzobispado de
Zaragoza, consejero real y camarista de Castilla, presidente del
Consejo Real de Hacienda, superintendente general del mismo Ramo
y del Despacho Universal en el Real Gabinete, consejero del
Consejo de Estado.
Además de obispo de Gironda y Cádiz, ostentó el cargo de vicario
general de la Real Armada del Mar Océano. Durante su permanencia
en Cádiz fundó la iglesia de San Lorenzo, en la que está
sepultado y se conserva su escudo.
El Ayuntamiento de Cádiz dio en 1855 a la calle que corre al
costado de dicha iglesia el nombre de Armengual. Antes se llamó
del Sol. Se da el caso curioso de que existiendo en Cádiz varias
calles dedicadas a prelados insignes que rigieron aquella
diócesis, sólo ésta expresa nada más que el apellido, sin
consignar su condición de obispo.
Si la saciedad, las hambres de gobierno, los educadores y los
ciudadanos en general se hubiesen preocupado por los muchachos
superdotados en talento o cualidades humanas, hubiese habido en
España muchos Armenguales que habrían sido grandes valores.
¿Qué hubiese sido aquel humilde muchacho de no tener la suerte
de ser protegido? Un pescador noble, valiente y de buen corazón;
pero se hubiese malogrado un talento de cualidades excepcionales
para la Patria, como tanto otros que no tuvieron la fortuna de
encontrar la mano que les ayudase y pasaron totalmente
desapercibidos para la Humanidad.
Gracias a Dios, los tiempos han cambiado. Los métodos modernos
de ayuda para acceso a los medios intelectuales a los que
carecen de recursos salvan en gran número esas tristes
situaciones que inexplicablemente han durado casi veinte siglos
de la Historia.
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