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De día, en bares y restaurantes, vemos adultos acudiendo a su
cita semanal con el vino o la cerveza. Por la noche vemos
chavales con ojos descentrados y verbo fácil pululando por los
pubs, discotecas, aparcamientos, plazas y calles de nuestros
pueblos y ciudades. A todos ganan en constancia los que, como
yo, estamos en una edad intermedia (30 años) y, por tanto,
bebemos de día y de noche. En fin, todos bebemos y charlamos y
seguimos bebiendo hasta alcanzar ese deseado «puntito» que nos
pone graciosos y suelta la lengua. Así somos algunos de los
habitantes de esta ciudad.
Como nuestra sociedad se va de copas cada fin de semana, se
piensa que nos encontramos ante un problema de salud pública.
Antes no se pensaba así. El cambio de postura se debe al
progreso de la ciencia médica que, al investigar los efectos del
consumo de alcohol, no encontró beneficios para la salud,
contrariando las creencias populares al respecto. Ahora, beber
es malo. Ya no está bien visto desayunarse un copazo de brandy o
mojar los chupetes en vino dulce. Ahora, cuando tomamos una
copa, sentimos que hacemos algo que no está bien, algo que nos
perjudica. La antigua y muy española costumbre de estar
colocados se ha tornado en perniciosa e indeseable conducta que
debe ser controlada o erradicada. Ahora, víctimas de una mala
costumbre, resulta que todos somos alcohólicos de fin de semana.
Entonces, ¿por qué no dejamos de beber? ¿Qué beneficios
psicológicos (nunca más «biológicos») justificarán el consumo de
esta droga?
En busca de respuestas acudí a un manual de psicología escrito
por un norteamericano. Contra lo que podría suponerse, no
condenaba el consumo de alcohol. Sostenía que sus efectos, en la
dosis adecuada, son relajantes e inhibidores de las conductas
agresivas, mientras que en grandes dosis propiciaba la
agresividad.
También acudí a la Historia general de las drogas de Antonio
Escohotado. Clasifica el alcohol como una «droga de paz», en el
sentido de que no conduce a un estado de energía en los
organismos sino a uno de relajación. También habla sobre los
efectos que provoca en los bebedores: «Lo despreciable de la
relajación es patosería, cháchara estúpida o reiterativa,
insensibilidad, aturdida avidez, daño al cuerpo y
arrepentimiento al día siguiente. Lo deseable de la relajación
es jovialidad, comunicación, desnudamiento. Como siempre, el
fármaco es veneno y cura, remedio y ponzoña, que sólo la
conducta individual convierte en una cosa, la otra o algún
término medio.» Así, parece que podemos tomar unas copas y luego
dormir la mona con la conciencia tranquila.
La ciencia médica no puede deslegitimar del todo nuestra antigua
costumbre. Existe, menos mal, algo deseable en el consumo de
alcohol a pesar de los pesares. Parece que hay beneficios
psicológicos o sociológicos que pueden justificar adecuadamente
su consumo. En efecto, reiterando las ideas de Escohotado, hay
tres motivos que nos inducen a coger un puntito: «jovialidad»
(nos reímos más, los pies se vuelven ligeros y tendemos a cantar
y bailar), «comunicación» (nos enfrascamos en todo tipo de
conversaciones sobre lo divino y lo humano) y «desnudamiento»
(no en vano decían los antiguos que in vino veritas).
Ahora bien, ¿por qué queremos beber los que somos o nos sentimos
«jóvenes», los que tenemos un grupo de amigos con los que nos
pasamos el fin de semana «charlando» y los que no tenemos pelos
en la lengua? Y no sólo eso. Lo cierto es que algunos aprovechan
los días y noches festivos, no para coger un puntito, sino para
coger uno enorme -llámese borrachera, melopea, coloconazo o, en
términos adolescentes, un «ciego»-. ¿Por qué algunos se empeñan
en alcanzar una intoxicación tan grave? ¿Qué beneficios tiene la
ausencia de sensación y pensamiento? Si por lo menos, al día
siguiente recordase algo... pero, ni siquiera eso. ¿Qué puede
conducir a alguien a tan absurdo resultado?
Si utilizamos la terminología platónica, diremos que no hemos
sabido contener nuestros apetitos, que no supimos dominar los
naturales deseos bebedores de nuestra alma concupiscible, bien
porque nos faltó prudencia en el pensamiento o bien porque nos
faltó fortaleza en el ánimo. Traduciendo, encuentro dos tipos de
explicaciones a este comportamiento: a) Se coge la borrachera
queriendo, buscándola; b) se coge la borrachera porque nos falta
autocontrol, bien porque algunas veces nos excedemos sin darnos
cuenta, bien porque el alcohol es una droga que provoca adición.
Ahora bien, parece que el segundo tipo de causas serán las más
comunes.
Pero, ¿puede haber alguien que se emborrache por motivos que
podríamos denominar «éticos» o «metafísicos»? ¿Puede alguien
buscar en el alcohol un modo de llegar a una especie de
«nirvana», a la nada del ser, al vaciamiento de los
pensamientos, los deseos y las pasiones? Y no sólo me refiero a
todos aquellos seres traumatizados, frustrados y hechos polvo.
No. Mi pregunta tiene más que ver con la gente psicológicamente
sana. En realidad es una sugerencia: me planteo que quizás más
de uno encuentre que su vida es absurda, que no tiene sentido,
que es una especie de tortura, y que el alcohol -como droga
predilecta de nuestra sociedad- funciona a modo de «aligerador
de la existencia».
Mi sugerencia es brutal. Me la planteo unos dos meses después de
haber leído un libro inquietante, La insoportable levedad del
ser, de Milan Kundera, que dibuja al hombre contemporáneo con
los colores del nihilismo. Mi sugerencia es, por tanto, un
cierto diagnóstico que algunos filósofos y escritores hacen de
nuestra cultura.
Es, más que una sugerencia, una impresión que tenemos algunos de
que las cosas del hombre van mal, sin rumbo. Pensamos que existe
el «borracho metafísico», figura emparentada al consumista, al
nihilista, al teleadicto, al playa-adicto. El alcohol es sólo su
forma de expresión. Pienso que está ahí, junto a nosotros, en
las calles y en los bares, preguntándose por qué está vivo si no
tiene ninguna misión que cumplir. Su conciencia es su tortura y
la copa su respuesta.
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