Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces



Esta mañana, una vez más, como siempre, retornó el alba con su disfraz de luz y gorriones y escaló de nuevo mi ventana para imponerme el día y la realidad.

Como siempre... Pero esta mañana no he querido levantarme. Desde la tranquilidad y sosiego de mi lecho, viendo cómo los rayos del sol se hacían verticales y resbalaban por los muros hasta caer al fondo de la calle, sin querer ni poder sustraerme a eso que algún lúcido pensador llamó «el formidable destino de los seres», he sopesado los pro y los contra de la única solución de continuidad aplicable a esta sucesión de horas e indiferencias en que, yo solo, sin más ayuda que la que proporciona el continuado giro de los instantes cuando los dejas que sigan siendo, he convertido esto que me rodea, esta cosa absurda y gris a la que los entendidos llaman vida.

He pensado en la soledad, en la infelicidad, en lo débil que se vuelven las cadenas que te atan al mundo cuando ya no quedan filosofías con que rellenar los huecos dejados por la fe ida, cuando ya no queda fe, ni ganas y ni siquiera mentiras con que enmascarar tanto desgarrón dejado por las ilusiones truncadas.

He pensado en la impiedad y el desamor, en la escasa felicidad que proporciona esta déspota sucesión de ahoras y despueces, en la efímera cortedad de los momentos gratos, en las pocas ocasiones que se tienen para hacer realidad los sueños...

He pensado en muchas cosas, pero, sobre todo, en esta solución, sencillísima por demás, para que los torpes rayos del sol no vuelvan a destruirme la dicha que me trae la noche, para que nada ni nadie vuelva a interrumpirme el placer y la felicidad que me guardan esos brazos de piel blanquísima que se me van con el alba.

Hace apenas una semana aún mantenía mi status de agnóstico más allá de cualquier barrera superable, aún odiaba la existencia misma y me negaba a aceptar ninguna filosofía. Pero, hace justamente seis días, mi alma comprendió la imposibilidad de permanecer más tiempo sometida a este falso paraíso y se salió de mí para remontarse a los estadios superiores y descubrirme esos otros mundos que están en éste. Una pequeña historia que dio comienzo cuando esta fuerza interior que me mantiene vivo se rebeló contra mí e hizo que mi subconsciente aflorara de su estrato para tomar las riendas de este yo que en mi conciencia nunca supe o pude manejar. Comenzó así tal como lo reflejo. Hace seis días...

Paseaba por aquel bosquecillo de álamos y chopos que se extendía desde las colinas hasta las estribaciones del pantano y por el cual, lamiéndole la piel a muchos de aquellos gigantes verticales, discurría el rumoroso caudal del arroyo, casi río ya, que bajaba desde los nevados crestones de la sierra. Arriba, colgada de la gran bóveda celeste, la luna llena, diáfana, espléndida y absoluta brillaba en el centro mismo de la noche. De vez en cuando, cual trémulos dedos de algún dios menor, indeciso y apocado, algunos tenues jirones nubosos la rodeaban para acariciar tímidos el perfil de su redonda blancura. Su luz se esparcía intensa y evocadora sobre los montes de la sierra, destellaba entre las copas de los árboles y sacaba argénteos relumbros a las aguas del arroyo.

Muy cerca de la orilla se levantaba la figura colosal del viejo árbol, un álamo blanco, del que guardaba tan buenos y gratos recuerdos de los tiempos de juventud. En él jugué de niño, entre sus ramas soñé y en su tronco, en su dura y cuasi eterna piel de gigante, cuando comencé a sentir que mis interiores se llenaban de fuerzas extrañas e inexplicables sensaciones que me forzaban a mirar a las mozuelas con algo más que simple curiosidad, grabé un corazón y unas iniciales.

Recordé las caras de algunas chicas de entonces: Laurita, Carmeli, Charito la pecosa... jovencitas que estuvieron más en mis fantasías adolescentes que en la realidad, fugaces e ilusorios amoríos que mi innata timidez se encargaba de degollar cuando aún no habían traspuesto ni siquiera el límite mínimo de las miradas.

Pero fue aquella jovencita de ojos claros que un día sorprendiera en la orilla del arroyo quien me removió los interiores y ocupó todo los huecos en mis sueños. Nada sabía de ella, ni siquiera su nombre, pero por el tono rosado de sus mejillas y por la flor que solía llevar en las manos, una rosa, consideré que debía llamarla así. «Rosa» fue el nombre que grabé junto al mío en la dura piel del álamo.

En los escasos días -apenas una semana- que pude verla junto al arroyo nunca me atreví a dirigirle la palabra, ni siquiera a acercarme al lugar donde se encontraba: me limitaba a hacerle notar mi presencia, pararme unos momentos a prudente distancia y escapar en cuanto ponía en mí aquella mirada dulce y triste a la vez que emanaba de sus ojos claros. Luego de la huida, oculto entre los álamos, pasaba el tiempo dedicado a observarla, a recrearme en su contemplación hasta que, invariablemente, a la caída de la tarde se marchaba por el sendero del puente.

Después de aquellos pocos días, de la misma forma que apareciera, tan súbitamente como llegara, desapareció. Jamás volví a verla. Pasado el tiempo supe que una jovencita, casi una niña, llamada Rosse, hija de unos extranjeros que veraneaban en la zona, años antes y justo en aquel mismo lugar, había perdido la vida ahogada en las aguas del arroyo...

No sé cómo, pero me vi junto al viejo álamo y me detuve a contemplarlo... Lo vi como siempre, gigantesco, poderoso, elevándose en su titánica verticalidad hasta casi rozar los cielos con las frondas de su copa, proyectándose a los espacios hasta casi confundir con estrellas y luceros la brillantez plateada de sus hojas...

Pero toda la admiración que sentía por la belleza y majestad del cíclope se quedó pequeña cuando la vi. Estaba recostada sobre su tronco y miraba impasible los reflejos que la luna ponía en las claras aguas del arroyo. Sorprendido, quedé inmóvil y silencioso, tan callado y estático como las estatuas que erigen sus pétreas soledades en los recodos del parque. Durante varios minutos la contemplé absorto.

Observé su pelo rubio y sedoso, la larga melena que le caía hasta la cintura dejando semioculto uno de sus hombros. Observé su perfil sereno, su nariz recta, sus labios sensuales y la blancura perfecta de su tez. Observé sus ropajes, una larga túnica de color claro y semitransparente, abierta por delante y que dejaba casi al descubierto la redondez tersa de sus senos. Admiré su cuerpo y la esbeltez rotunda de sus formas de hembra madura. Podría tener no más allá de veintitantos años, quizás treinta, aunque, en su mirada, en sus ojos claros, en su aspecto y semblante, se advertía una quietud y seriedad, o melancolía o nostalgia, o, sin que pudiera ni supiera precisar más, un aire de tristeza como sólo se corresponde en personas de mayor edad. Entre las manos tenía una flor, una rosa. A veces la acariciaba con ternura, otras, acercándola a sus labios, dejaba en ella algún beso que envolvía entre suspiros.

La miraba sin atreverme a delatar mi presencia y sin que ella, al parecer, tampoco se percatara. Una gran fuerza interior me retenía, me obligaba a guardar silencio y a esperar que los acontecimientos, si algo hubiera de pasar, sucedieran sin que fuera yo quien los provocara. Continué observándola hasta que, al cabo de un rato, mientras un cuclillo dejaba escapar su sonoro canto por entre las copas de los álamos, como si todo el tiempo hubiera sabido que yo estaba allí, la mujer se volvió hacia mí, me miró durante unos segundos y luego, dándose la vuelta, desapareció.

Cuando quise caminar tras ella, seguirla, saber más, me encontré semi incorporado en mi cama, observando que la tenue claridad de un sol mañanero se filtraba a través de las rendijas de la ventana del dormitorio. El reloj de cuco del salón esparcía ocho campanadas por toda la casa.

Aquella fue la primera noche. A la siguiente, a poco de acostarme y nada más cruzar el débil umbral de la conciencia, volví a tenerla ante mí. Vestía igual, acariciaba la misma rosa y, tal como la noche anterior, se hallaba recostada sobre el viejo álamo de la ribera. En un principio tampoco me atreví a nada, pero, al poco de estar observándola, cuando ya iniciaba unos tímidos pasos hacia ella, la mujer se giró hacia mí, me miró con resignada lasitud y me dejó ver toda la tristeza que emanaba de su mirada clara. Así se mantuvo durante unos minutos ...o una eternidad, no podría precisarlo; pero, cuando me disponía a hablarle, antes de que mi boca consiguiera decir palabra, el canto del cuco rompió los aires y la visión de la mujer se fue esfumando. El sol, un día más, hurgando por entre las grietas de la ventana, conseguía colar sus rayos al interior del dormitorio.

La tercera noche fue ligeramente distinta de las anteriores. Cuando llegué al bosquecillo y la vi junto al árbol, definitivamente convencido de que debía iniciar algún diálogo, me acerqué hasta pocos pasos y fui a decirle algo... Pero ella no me dejó: nada más advertir mi pretensión se llevó el dedo índice a los labios y, dejando que la tristeza de sus ojos se convirtiera en un ruego, me conminó a que permaneciera callado; luego, tras breves instantes contemplándome, sin abandonar aquella expresión de tristeza y súplica, avanzó una mano y acarició tierna y levemente mi mejilla.

Yo la dejé hacer. En el más completo silencio, mirando fijamente aquellos ojos que me imploraban comprensión, indeciso sobre la actitud a tomar y subyugado por el misterioso encanto que se desprendía de toda ella, aguardé a que ocurriera lo que tuviera que ocurrir.

En realidad no pasó nada más: la tremante voz del cuco se expandió por los aires justo en el momento en que pretendía tomar entre las mías la dulce mano que acariciaba mis mejillas.

A la noche siguiente, la cuarta, nada más llegar noté que su mirada era menos triste que los días anteriores. Parecía más animada y un halo de dulzura se desprendía de los albos perfiles de su rostro. Al verme llegar vino a mi encuentro y, para mi perplejidad, aun cuando su boca permanecía callada, me ofreció la rosa al tiempo que sus labios se distendían dibujando una sonrisa. Yo tomé la flor y le sonreí a mi vez. No hablamos, ...ni hacía falta. Ella acarició mi mejilla y yo rocé mis dedos por el nácar blanquísimo de su cuello. Y, mientras la acariciaba, encontradas las miradas, ella dejó que leyera en sus ojos las páginas siempre ocultas de todo cuanto sentía por dentro. Y yo vi en ellos, como un grito o como un ruego, el latido inmenso e intensísimo del amor total.

Comprendí que dentro de aquel pecho había unas ansias nunca saciadas, que tras aquellos ojos había un deseo jamás satisfecho, que en sus labios latían las promesas, y que toda ella era una vida distinta y plena esperándome sólo a mí...

Pero, antes de que mis manos alcanzaran su cintura, antes de que mis brazos la rodearan y antes de que mis labios sedientos bebiera de sus besos, el cuclillo dejó oír su voz y los rayos del sol, una vez más, acabaron con la felicidad llegada con la noche.

Sabía que tenía que hacer algo, aunque no sabía qué exactamente.

Lo supe a la siguiente noche, la quinta, después de que mis labios y sus labios se unieran con la avidez irrepetible que ponen los enamorados en los besos primeros.

Mientras besaba aquellos labios, mientras bebía de las fuentes más dulces jamás halladas, en el momento justo en que nuestros cuerpos comenzaban a ser uno, a palpitar unísonos y a elevarse sublimados por las ansias de la piel toda, justo en ese momento el bélico grito del cuco retembló terrible por entre las copas de los árboles...

Pero, cuando los dedos crudos del alba llegaron para destruirme los sueños, cuando los rayos del sol trabajaban ávidos en mi ventana buscándole grietas a las sombras, yo ya sabía con total certeza y convencimiento lo que tenía que hacer.

Por eso esta mañana no he querido levantarme.

Por eso he pensado en la soledad, en la infelicidad, en lo débil que se vuelven las cadenas que te atan al mundo cuando ya no quedan filosofías con que rellenar los huecos dejados por la fe ida, cuando ya no queda fe ni ganas y ni siquiera mentiras con que enmascarar tanto desgarrón dejado por las ilusiones truncadas. Por eso he pensado en la impiedad, en el desamor, en la escasa o nula felicidad que proporciona este absurdo gris al que llaman vida, en la efímera cortedad de los momentos gratos, en las pocas ocasiones que se tienen para hacer realidad los sueños...

Por eso he pensado en tantas cosas, pero, sobre todo, en esta solución, sencillísima por demás, para que los torpes rayos del sol no vuelvan a destruirme la dicha que me trae la noche, para que nada vuelva a interrumpirme el placer y la felicidad que me guardan esos brazos de piel blanquísima que se me van con el alba.

Por eso no dejaré pasar más tiempo. El amor, la felicidad y la vida me esperan junto al álamo de la ribera, justo tras la débil y mínima frontera de un simple sueño. Sólo he de ampliarlo, hacerlo mayor, sublimarlo, desproveerlo de la medida de las horas, restarle la solución de continuidad que le añaden los amaneceres, hacerlo eterno...

Hace unos momentos, cuando terminé de ingerir la última cápsula, he tomado la rosa de la mesita y he comprobado que sigue tan fresca y fragante, tan lozana y real como al despertar de hace tres días. La he rozado con mis labios en un breve beso, me he tendido sobre la cama y la he puesto sobre mi pecho mientras -y ya dejo de escribir- noto este dulce y deseado sopor que me cierra los ojos lentamente...





 

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