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Aguacate del Rastrillo es un pequeño pueblo de la sierra del
Morusco, donde todavía no había llegado el paro, la funesta
droga y otras miserias humanas de las que atenazan hoy al mundo
«superdesarrollado». El apacible y bello lugar era, por tanto,
un idílico y soñado paraíso... En cierto aspecto muy parecido al
que gozaron Adán y Eva. Por lo que, emulando su amoroso ejemplo
desde aquel célebre día que estos mordieron la manzana
prohibida, nadie estuvo libre de pecar en lo que al sexto
mandamiento se refiere.
Blanca Paloma, la protagonista de mi relato, hasta entonces
había sido una joven inocente, virginal, guapetona y
profundamente religiosa, pues, en los pequeños pueblos de sanas
y arcaicas costumbres, no hay mejor ejercicio para la paz del
alma que el espiritual; por supuesto, para el verdadero
cristiano este sentir no tiene limite en el tiempo. Por lo que
este dechado de virtud, siguiendo la tradición de su familia, no
faltaba un solo día al Santo Rosario; asiduidad, que siempre fue
muy estimada por D. Pancracio Trota, párroco del lugar, hombre
bonachón y generoso, dispuesto en todo momento a tender la mano
a todo aquel que precisara de su incondicional apoyo.
Como único sacerdote de aquel delicioso y plácido rincón,
llevaba sobre su alma el enorme peso de todos los pecados de los
habitantes de la villa, la mayoría de ellos «pecata minuta»,
comparado, claro está, con los que proliferan en las grandes
ciudades. De todas formas, porque somos humanos, de vez en
cuando, hasta en este edén surgían algunos de los que saltaban a
la vista... Y este fue el caso de la pura de Paloma.
Posiblemente estaría escrito en el libro del destino, lo cierto
es que un día, no sé si de primavera, llegó a este tranquilo
lugar -quizás en busca de trabajo- un apuesto joven de elevada
estatura, dominando según él varios idiomas (aunque después se
supo que era sólo por señas), ligero de pies, pero mucho más de
manos...
Total, que la inocente criatura quedó atrapada irremisiblemente
en las redes del «tío tronco», que para mayor hechizo se llamaba
Luis Alberto, justamente cuando emitían por televisión el famoso
y lacrimógeno serial «Los ricos también lloran» que, por
supuesto, todo el pueblo, como es natural, veía.
Lo primero que hizo el forastero con Paloma fue enseñarla a
bailar, aunque solamente podía darle lecciones en el rítmico
ejercicio los domingos en el cine del pueblo, que lo utilizaban
para estos saludables y excitantes fines.
Indudablemente, la vida de la recatada chica sufrió un cambio de
180 grados a la «sombra», al extremo, que ya empezaban a correr
ciertos rumores que por día se hacían más evidentes.
Una mañana, D. Pancracio se da de cara con ella. Posiblemente ya
estaría al «loro» de lo que murmuraban, por lo que no pudo
evitar el fijar sus escrutadores ojos en el abultado vientre de
Paloma y decirle alarmado:
-¡Pero qué es lo que ven mis ojos! La pobre chica le contesta
toda ruborosa: -Ya usted ve padre, qué quiere que le diga; una
hora de tonta la puede tener cualquiera..., y esta vez me ha
tocado a mí. Le puedo asegurar que yo he sido siempre muy «frigili»...
A lo que contesta el cura indignado: ¿Muy «frigilí»?; tú lo que
eres es muy «putili». -No, D. Pancracio, usted sabe que la carne
es blanda. -Y tú, pecadora, ¿por qué la pusiste dura? Paloma
trata de disculparse: -Yo no quería, si viera las veces que se
lo supliqué. Dios es testigo de cuanto me resistí. -Paloma, no
está bien que mezcles a Dios en esto, cuando todos sabemos que
es obra del diablo. Además, más hace el que quiere que el que
puede. Ahora comprendo por qué dejaste de ir a la parroquia. La
pobre víctima del amor, ante el merecido aluvión de reproches,
comenzó a llorar desconsoladamente. D. Pancracio se humaniza y
le seca las lágrimas con su impecable pañuelo, después le coge
tiernamente las manos y logra con dulces palabras que Paloma
recupere el sosiego. -Bueno, ¿calmada al fin?, me alegro, aunque
no puedo negarte que me has defraudado, es más, aun me cuesta
trabajo creer que una niña de tan buenas costumbres como tú se
dejara arrastrar por el pecado de tal manera. El cura sigue
inquiriendo: -Supongo que el seductor se portará como un hombre
casándose contigo, ¿no? Al oír esto ultimo se le vuelven a
anegar los ojos a Paloma en un río interminable de lágrimas y
entre copiosos hipos le confiesa que Luis Alberto nada más
enterarse de su embarazo se había marchado del pueblo, por lo
que tenía que afrontar la situación ella sola, puesto que ni sus
progenitores la apoyaban. Don Pancracio, preocupado, le
pregunta: -¿Y no sabes dónde se encuentra ese sinvergüenza? -No
tengo ni la más mínima idea, pues nunca me dijo ni de donde era,
así que no sé cómo buscarlo. He pensado que quizás dando su
nombre y apellidos -siempre que no me haya engañado también en
esto- en el programa televisivo de Paco Lobatón en «Quién sabe
dónde», tal vez me lo encuentren, ¿que le parece a Vd. D.
Pancracio mi idea? -Hija, por probar nada se pierde.
Con esta nueva esperanza, Paloma se fue a su casa dispuesta a
poner en practica lo que hacía tiempo llevaba en la mente. Por
lo que sin más demora escribió al programa de televisión antes
citado. Antes de lo que esperaba le contesta el propio Lobatón,
aclarándole, que el tal Luis Alberto Cándido Malatesta, estaba
reclamado por un gran número de mujeres de varios puntos de la
geografía española.
Averiguando también que su lugar de nacimiento hasta que
emprendió el vuelo fue Gibraltar, en donde había dejado más de
una embarazada. Tal era su fama de D. Juan, que en su tierra lo
conocían por el «preñón» de Gibraltar...
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