Jerusalén ardía de jilgueros.
Se colmaba de «hosannas» la mañana.
Olía a primavera y a besana
floreciendo de palmas los senderos.
El venía tranquilo. Colmeneros,
sus ojos de mirada sobrehumana
mielaban su tristeza por la grama
copiándose en los ramos, los rameros...
Desamparada y sola le seguía
una virgen dulcísima de aromas.
Su corazón de niña presentía
la sombra de la cruz cual alto faro.
Las manos de la madre, ya palomas,
volaron tras del Hijo a darle amparo.
PENA DE SIMÓN DE SIRENE
A Manolo López Ballester
Le ayudé, no sé por qué. Quizá fuera
por la cruz y la pena que traía,
o la siega fue pronta y sonreía
plena de azul y flor, la primavera.
El me miraba tristemente, y era
tan triste su mirada que la mía
se endulzaba en tan dulce compañía
y le seguí dichoso. Verdadera
mente era el Hijo de Dios; lo supe luego
cuando levantó su diestra y con ella
bendijo y perdonó a mis hermanos
bañándonos de luz igual que al ciego.
Que yo toqué la cruz, la mano aquella
y la sangre de Dios con estas manos.