Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

Las elecciones a Cortes de 1822 en España daban el triunfo al Partido Liberal de los «exaltados». Su primer Presidente, desterrado en Lérida, Don Rafael de Riego, era, por entonces, al decir de Don Benito Pérez Galdós, «hombre de 45 años, de mediana estatura, presencia simpática, rostro medianamente agradable, sin barba, de ojos azules y aspecto en general pacífico y bonachón». Al subir al estrado pudo distinguir inmediatamente, entre los diputados y asistentes, a personalidades como los gaditanos Francisco Javier de Istúriz y Alcalá Galiano, artífices indiscutibles de la revolución liberal encabezada por él un 1º de enero de 1820 desde las Cabezas de San Juan sevillana; al Duque de Rivas, Don Angel Saavedra y a los doceañistas Argüelles, Alava y Valdés, brillando con la luz propia de sus ideas, sus escritos, su oratoria o de sus armas...

InmortalesLa formación por el Rey de un gobierno de «moderados» (o de los anilleros) otorgaba el ministerio al dramaturgo y poeta granadino Martínez de la Rosa, tan vinculado a Cádiz desde sus estrenos de «Lo que puede ser un empleo» y «la viuda de Padilla», exaltación liberal de los comuneros del XVI.

Mas la reacción absolutista aguardaba acechante su momento para intervenir en defensa de sus ancestrales privilegios... Las tensiones entre las «dos Españas», que ya hacía años daban sus primeros e imparables «pasos» por la política nacional, se iban, como un destino marcado por los hados del despotismo y la intolerancia, condensando en la Capital del Reino, síntesis del viejo y nuevo sentir de la Nación: dos bandos irreconciliables se reafirmaban inquietantes, dispuestos a hacer saltar el arco de la confrontación.

El 30 de junio, la Guardia Real, constituida por partidarios del Rey neto -y alentada por éste-, mucho más proclive a provocar al pueblo a sablazos que establecer el orden con moderación, encontraba en las calles de Madrid, tras un estúpido e innecesario desafío a los liberales, su enfrentamiento con la Milicia Nacional que, apoyada por un pueblo, en este caso el madrileño, siempre maltratado por el absolutismo monárquico, la acorralaba hasta las mismas puertas del real Palacio, donde tendrá que capitular ante la «avalancha» revolucionaria, que «corre» como un río desbordado por la ciudad. Defensora de las libertades públicas; guardadora de una Constitución demasiado frágil en las «toscas» manos de un Rey que sólo desea romperla en mil pedazos para arrojársela a los liberales, la Milicia nacional había nacido del compromiso político y patriota de los perseguidos y desterrados por su defensa de las libertades en la lucha abierta, o en la conspiración, en las «catacumbas» de las logias. 

Aquel día, la Milicia nacional, no sólo contó con sus armas sino con los palos y las piedras de una muchedumbre que, sin líderes que lograran contenerla, se dirigía a Palacio para hacer «su justicia». La noche del 6 y el 7 de julio, los cuatro batallones que se habían retirado al Pardo por la presión popular, volvían nuevamente a la carga contra el pueblo y los liberales que, congregando una fuerza importante, los derrotaba en la famosa «batalla del arco de Platerías» de la Plaza Mayor. Ese 7 de julio de 1823, se escuchaba por primera vez en nuestra historia el «No pasaran» (del Libro de Job) de reciente memoria. 

El Rey, obligado por la revolución a la que teme, tendrá que nombrar un nuevo gobierno, el más radical del período: el del general Evaristo San Miguel, duque de San Miguel, amigo de Riego, autor del famoso «Himno de Riego», símbolo de las aspiraciones liberales durante medio siglo, y ahora, recién nombrado comandante del batallón sagrado (compuesto de antiguos militares partidarios de la Constitución) que ha protagonizado la jornada del 7 de julio madrileño.

Mas el despotismo absolutista aguarda... Europa tiembla sólo de pensar en una España liberal. En diciembre, el Congreso de Verona recibía a los emperadores de Austria y de Rusia, los reyes de las Dos Sicilias, de Prusia y de Cerdeña, el gran duque de Toscana, el duque de Módena y la duquesa de Parma. Wellington representaba a Inglaterra, el cardenal Spina al Papa y Montmorency y Chateaubriand a Francia. ¿Qué les animaba a reunirse en tan inusitada reunión diplomática? Muy sencillo: restablecer en España «el estado de cosas anterior a la revolución de Cádiz. Las potencias europeas, toda la «flor y nata» del antiguo Régimen, se proponía acabar, de una vez por todas, con el liberalismo español.

España iba a perder la ocasión histórica de constituirse en un Estado moderno, con Rey y Libertad, bajo una Constitución para todos y cumplida por todos. La Constitución de Cádiz no iba a ser posible en España, dejando con ello al país sumido en el despotismo, a diferencia del de Carlos III, sin ilustrar y sangriento.

La Constitución de Cádiz iba a quedarse, tristemente, como muy bien dijo Carlos Marx, «en los cerebros reunidos en la isla gaditana». La «Santa Alianza» europea, contra el pueblo de España, traerá a la Nación, en defensa del Rey Fernando -y en el suyo propio- un daño irreparable que no fue otro que el dejarla sumida en el despotismo hasta la muerte de su ejecutor...

Entre tanto, partidas de serviles recorrían España destrozando por doquier las lápidas de la Constitución, mientras curas trabucaires, como fray Antonio Marañón, llamado «el Trapense», asesinaban sin piedad a los prisioneros liberales. ¡Todo un lujo de intolerancia y brutalidad!

El 9 de enero de 1823, el Gobierno español hacía saber a la Santa Alianza «su adhesión constante a la Constitución de Cádiz, paz con las naciones y no reconocer derecho de intervención por parte de ninguna». Con él, dándole todo su apoyo, estaban Alcalá Galiano, Canga Argüelles, Alava..., y lo más escogido del liberalismo español, beligerante por la Constitución gaditana de 1812. La «vieja» España, con la «vieja» Europa, no se resignaba a perder el poder que desde siglos detentaba. La «vieja» Europa la seguía queriendo absolutista y, para ello, se coaligaba contra ella, cuando marchaba liberal, con pasos tímidos y desconcertados, por una senda constitucional, adelantándose en la Historia, hacia un mundo moderno y democrático. Mas la suerte de España estaba echada.

La intervención armada francesa, por encomienda de la «Alianza», iniciaba su despótico «paseo» hacia los Pirineos. La Cámara de Francia, con los votos de la mayoría «ultra», aprobaba cien millones de francos para financiar a un ejército, los «Cien mil Hijos de San Luis», que arrojara, de una vez por todas, a las tinieblas de la política al Gobierno liberal de esa España rebelde, enemiga del orden establecido por Dios, de quien el Rey, parece que no ha lugar a duda, es su albacea.

fernandoVIIPor primera vez en la Historia de España se iban a escuchar gritos de ¡Muera el Rey!, desde un pueblo amotinado en justa rebeldía, pero incapaz de alcanzar plenamente la libertad.

El 7 de abril, el ejército francés, al mando del Duque de Angulema, atravesaba el Bidasoa para iniciar la invasión de España -como si de un simple paseo se tratara- a salvar a Fernando VII de la modernidad liberal. La represión absolutista, envalentonada por la ayuda francesa, fue preludio de lo que la Nación habría de sufrir a lo largo de una década. En el mes de junio los ejércitos franceses ocupaban Córdoba y Mérida, mientras las Cortes se trasladaban desde Sevilla a Cádiz, obligando al Rey, que se negaba a abandonarla. Se nombra una Regencia provisional «por el tiempo de la traslación de las Cortes y del Gobierno a la Isla Gaditana».

La regencia absolutista nombrada por Angulema decretaba el 23 de junio la condena a muerte de todos los liberales y de los más significativos constitucionalistas. Fue tan represiva la actitud de la Junta que el propio Angulema tuvo que dictar, desde Andújar, una Ordenanza (8/8/1823) obligando a las autoridades españolas a no hacer «ningún arresto sin la autorización del Comandante de las tropas», y a ésta «a poner en libertad a todos aquellos que hubieran sido presos arbitrariamente...», pues las cárceles se quedaban pequeñas para albergar a los miles de liberales detenidos por los realistas de Fernando VII.

No hubo pueblo ni villorrio ni ciudad que no tuviera sus «mártires» por la Libertad.

¡Triste destino el de la Nación que se quedaba con la «miel en los labios» de tres años de incipiente libertad y fundadas esperanzas de alcanzar un país estable en la paz y el progreso!






 

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