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Las elecciones a Cortes de 1822 en España daban el triunfo al
Partido Liberal de los «exaltados». Su primer Presidente,
desterrado en Lérida, Don Rafael de Riego, era, por entonces, al
decir de Don Benito Pérez Galdós, «hombre de 45 años, de mediana
estatura, presencia simpática, rostro medianamente agradable,
sin barba, de ojos azules y aspecto en general pacífico y
bonachón». Al subir al estrado pudo distinguir inmediatamente,
entre los diputados y asistentes, a personalidades como los
gaditanos Francisco Javier de Istúriz y Alcalá Galiano,
artífices indiscutibles de la revolución liberal encabezada por
él un 1º de enero de 1820 desde las Cabezas de San Juan
sevillana; al Duque de Rivas, Don Angel Saavedra y a los
doceañistas Argüelles, Alava y Valdés, brillando con la luz
propia de sus ideas, sus escritos, su oratoria o de sus armas...
La
formación por el Rey de un gobierno de «moderados» (o de los
anilleros) otorgaba el ministerio al dramaturgo y poeta
granadino Martínez de la Rosa, tan vinculado a Cádiz desde sus
estrenos de «Lo que puede ser un empleo» y «la viuda de
Padilla», exaltación liberal de los comuneros del XVI.
Mas la reacción absolutista aguardaba acechante su momento para
intervenir en defensa de sus ancestrales privilegios... Las
tensiones entre las «dos Españas», que ya hacía años daban sus
primeros e imparables «pasos» por la política nacional, se iban,
como un destino marcado por los hados del despotismo y la
intolerancia, condensando en la Capital del Reino, síntesis del
viejo y nuevo sentir de la Nación: dos bandos irreconciliables
se reafirmaban inquietantes, dispuestos a hacer saltar el arco
de la confrontación.
El 30 de junio, la Guardia Real, constituida por partidarios del
Rey neto -y alentada por éste-, mucho más proclive a provocar al
pueblo a sablazos que establecer el orden con moderación,
encontraba en las calles de Madrid, tras un estúpido e
innecesario desafío a los liberales, su enfrentamiento con la
Milicia Nacional que, apoyada por un pueblo, en este caso el
madrileño, siempre maltratado por el absolutismo monárquico, la
acorralaba hasta las mismas puertas del real Palacio, donde
tendrá que capitular ante la «avalancha» revolucionaria, que
«corre» como un río desbordado por la ciudad. Defensora de las
libertades públicas; guardadora de una Constitución demasiado
frágil en las «toscas» manos de un Rey que sólo desea romperla
en mil pedazos para arrojársela a los liberales, la Milicia
nacional había nacido del compromiso político y patriota de los
perseguidos y desterrados por su defensa de las libertades en la
lucha abierta, o en la conspiración, en las «catacumbas» de las
logias.
Aquel día, la Milicia nacional, no sólo contó con sus armas sino
con los palos y las piedras de una muchedumbre que, sin líderes
que lograran contenerla, se dirigía a Palacio para hacer «su
justicia». La noche del 6 y el 7 de julio, los cuatro batallones
que se habían retirado al Pardo por la presión popular, volvían
nuevamente a la carga contra el pueblo y los liberales que,
congregando una fuerza importante, los derrotaba en la famosa
«batalla del arco de Platerías» de la Plaza Mayor. Ese 7 de
julio de 1823, se escuchaba por primera vez en nuestra historia
el «No pasaran» (del Libro de Job) de reciente memoria.
El Rey, obligado por la revolución a la que teme, tendrá que
nombrar un nuevo gobierno, el más radical del período: el del
general Evaristo San Miguel, duque de San Miguel, amigo de
Riego, autor del famoso «Himno de Riego», símbolo de las
aspiraciones liberales durante medio siglo, y ahora, recién
nombrado comandante del batallón sagrado (compuesto de antiguos
militares partidarios de la Constitución) que ha protagonizado
la jornada del 7 de julio madrileño.
Mas el despotismo absolutista aguarda... Europa tiembla sólo de
pensar en una España liberal. En diciembre, el Congreso de
Verona recibía a los emperadores de Austria y de Rusia, los
reyes de las Dos Sicilias, de Prusia y de Cerdeña, el gran duque
de Toscana, el duque de Módena y la duquesa de Parma. Wellington
representaba a Inglaterra, el cardenal Spina al Papa y
Montmorency y Chateaubriand a Francia. ¿Qué les animaba a
reunirse en tan inusitada reunión diplomática? Muy sencillo:
restablecer en España «el estado de cosas anterior a la
revolución de Cádiz. Las potencias europeas, toda la «flor y
nata» del antiguo Régimen, se proponía acabar, de una vez por
todas, con el liberalismo español.
España iba a perder la ocasión histórica de constituirse en un
Estado moderno, con Rey y Libertad, bajo una Constitución para
todos y cumplida por todos. La Constitución de Cádiz no iba a
ser posible en España, dejando con ello al país sumido en el
despotismo, a diferencia del de Carlos III, sin ilustrar y
sangriento.
La Constitución de Cádiz iba a quedarse, tristemente, como muy
bien dijo Carlos Marx, «en los cerebros reunidos en la isla
gaditana». La «Santa Alianza» europea, contra el pueblo de
España, traerá a la Nación, en defensa del Rey Fernando -y en el
suyo propio- un daño irreparable que no fue otro que el dejarla
sumida en el despotismo hasta la muerte de su ejecutor...
Entre tanto, partidas de serviles recorrían España destrozando
por doquier las lápidas de la Constitución, mientras curas
trabucaires, como fray Antonio Marañón, llamado «el Trapense»,
asesinaban sin piedad a los prisioneros liberales. ¡Todo un lujo
de intolerancia y brutalidad!
El 9 de enero de 1823, el Gobierno español hacía saber a la
Santa Alianza «su adhesión constante a la Constitución de Cádiz,
paz con las naciones y no reconocer derecho de intervención por
parte de ninguna». Con él, dándole todo su apoyo, estaban Alcalá
Galiano, Canga Argüelles, Alava..., y lo más escogido del
liberalismo español, beligerante por la Constitución gaditana de
1812. La «vieja» España, con la «vieja» Europa, no se resignaba
a perder el poder que desde siglos detentaba. La «vieja» Europa
la seguía queriendo absolutista y, para ello, se coaligaba
contra ella, cuando marchaba liberal, con pasos tímidos y
desconcertados, por una senda constitucional, adelantándose en
la Historia, hacia un mundo moderno y democrático. Mas la suerte
de España estaba echada.
La intervención armada francesa, por encomienda de la «Alianza»,
iniciaba su despótico «paseo» hacia los Pirineos. La Cámara de
Francia, con los votos de la mayoría «ultra», aprobaba cien
millones de francos para financiar a un ejército, los «Cien mil
Hijos de San Luis», que arrojara, de una vez por todas, a las
tinieblas de la política al Gobierno liberal de esa España
rebelde, enemiga del orden establecido por Dios, de quien el
Rey, parece que no ha lugar a duda, es su albacea.
Por primera vez en la Historia de España se iban a escuchar
gritos de ¡Muera el Rey!, desde un pueblo amotinado en justa
rebeldía, pero incapaz de alcanzar plenamente la libertad.
El 7 de abril, el ejército francés, al mando del Duque de
Angulema, atravesaba el Bidasoa para iniciar la invasión de
España -como si de un simple paseo se tratara- a salvar a
Fernando VII de la modernidad liberal. La represión absolutista,
envalentonada por la ayuda francesa, fue preludio de lo que la
Nación habría de sufrir a lo largo de una década. En el mes de
junio los ejércitos franceses ocupaban Córdoba y Mérida,
mientras las Cortes se trasladaban desde Sevilla a Cádiz,
obligando al Rey, que se negaba a abandonarla. Se nombra una
Regencia provisional «por el tiempo de la traslación de las
Cortes y del Gobierno a la Isla Gaditana».
La regencia absolutista nombrada por Angulema decretaba el 23 de
junio la condena a muerte de todos los liberales y de los más
significativos constitucionalistas. Fue tan represiva la actitud
de la Junta que el propio Angulema tuvo que dictar, desde
Andújar, una Ordenanza (8/8/1823) obligando a las autoridades
españolas a no hacer «ningún arresto sin la autorización del
Comandante de las tropas», y a ésta «a poner en libertad a todos
aquellos que hubieran sido presos arbitrariamente...», pues las
cárceles se quedaban pequeñas para albergar a los miles de
liberales detenidos por los realistas de Fernando VII.
No hubo pueblo ni villorrio ni ciudad que no tuviera sus
«mártires» por la Libertad.
¡Triste destino el de la Nación que se quedaba con la «miel en
los labios» de tres años de incipiente libertad y fundadas
esperanzas de alcanzar un país estable en la paz y el progreso!
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