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Confieso ser una entusiasta del cine. Me aprisiona la
pantalla cuando en ella la historia, la música y la fotografía
se aúnan en feliz complicidad para arrastrarme hacia el mundo de
lo maravilloso y casi intangible. Todo en el cine quizá sea una
deliciosa mentira, pero tan apasionante como la realidad de un
sueño que nos resistimos a apartar del pensamiento. El cine,
como la literatura, se arraiga en la vida, de ella parte y a
ella vuelve con tal precisión que es imposible, al menos para
mí, deshacerme del embrujo que en mí causa. Mas, siendo ambas
artes tan sublimes, es ciertamente curioso comprobar cómo son
capaces de servirse la una de la otra de manera a veces
magistral.
La influencia del cine en la narrativa es un hecho obvio. El
escritor ha optado frecuentemente por asumir el papel de una
cámara que hábilmente va presentándonos las escenas con la
eficacia de un técnico en lo que es llamado el séptimo arte.
El Jarama, de Sánchez Ferlosio, es un ejemplo de ello. La trama
es sencilla: unos chicos se disponen a disfrutar de un día junto
al río, acabando fatalmente ahogada en él una de las componentes
del grupo. Fruto del realismo del autor son esos diálogos y
panorámicas puntuales de quien sabe que puede contar sin ser
visto Recordemos también, cómo no, La colmena, en la que Cela
detalla la vida del Madrid de los años 50 a base de cuadros
atrapados intermitentemente desde una visión fílmica y callada
del día a día.
El escritor, en estos casos, parece no estar, sólo sus ojos se
mueven y se arrastran por las aceras y las curvas de la
existencia. Deja actuar a sus personajes de la misma manera que
el director cinematográfico da movilidad a sus actores cuando el
silencio se hace en el rodaje.
Pero el cine también se ha dejado sobrecoger y emocionar por la
literatura. Que los hombre y las mujeres creados por
Shakespeare, Delibes, Tolstoi o Galdós recobren plenamente su
carne y sangre resulta tan fascinante que pocas veces puedo
dejar de experimentar la sensación de estar observando un
milagro. Recuerdo, así, la excelente adaptación que Zeffirelli
logró de Hamlet, o Los santos inocentes de Mario Camus, o
Tormento, de Pedro Olea, o la reciente recreación hecha sobre El
abuelo, de Galdós, por José Luis Garci.
Que el cine se acerque a la literatura me parece conmovedor, y
ello por la simple razón de que la vida que ambas rezuman
parecen pedir a gritos su plena realización, su completo deseo
de ser por entero arte que nos entre hasta la última gota de
sangre. El abuelo, sin ir más lejos, se adentró por mis ojos y
por mi piel con tanta vehemencia y ternura que no hice sino
agradecer a aquella butaca y a aquella sala oscura que me
empujaran a seguir amando la literatura.
Tal vez muchos no estén de acuerdo conmigo, tal vez consideren
otros que mezclar sensibilidades distintas es desaconsejable,
impropio o carente de sentido. Yo, particularmente, creo que
nada ni nadie salen perjudicados con esta simbiosis: cine y
literatura seguirán siendo dos artes incombustibles, magníficas
y embriagadoras por si mismas.
Cine y literatura seguirán tiernamente avasallándonos a través
de quienes son capaces de reconciliarnos incansablemente con la
vida. Cine y literatura, por separado o de manera conjunta, nos
mostrarán siempre que, por encima de todo, no falta nunca una
puerta abierta a la fantasía y al sueño.
La vida es sueño, nos decía Calderón; del cine nos dirá Luis
Eduardo Aute en su canción:
Cine, cine, cine, cine,
más cine, por favor,
que todo en la vida es cine
y los sueños cine son.
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