Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

Confieso ser una entusiasta del cine. Me aprisiona la pantalla cuando en ella la historia, la música y la fotografía se aúnan en feliz complicidad para arrastrarme hacia el mundo de lo maravilloso y casi intangible. Todo en el cine quizá sea una deliciosa mentira, pero tan apasionante como la realidad de un sueño que nos resistimos a apartar del pensamiento. El cine, como la literatura, se arraiga en la vida, de ella parte y a ella vuelve con tal precisión que es imposible, al menos para mí, deshacerme del embrujo que en mí causa. Mas, siendo ambas artes tan sublimes, es ciertamente curioso comprobar cómo son capaces de servirse la una de la otra de manera a veces magistral.

La influencia del cine en la narrativa es un hecho obvio. El escritor ha optado frecuentemente por asumir el papel de una cámara que hábilmente va presentándonos las escenas con la eficacia de un técnico en lo que es llamado el séptimo arte. 

El Jarama, de Sánchez Ferlosio, es un ejemplo de ello. La trama es sencilla: unos chicos se disponen a disfrutar de un día junto al río, acabando fatalmente ahogada en él una de las componentes del grupo. Fruto del realismo del autor son esos diálogos y panorámicas puntuales de quien sabe que puede contar sin ser visto Recordemos también, cómo no, La colmena, en la que Cela detalla la vida del Madrid de los años 50 a base de cuadros atrapados intermitentemente desde una visión fílmica y callada del día a día. 

El escritor, en estos casos, parece no estar, sólo sus ojos se mueven y se arrastran por las aceras y las curvas de la existencia. Deja actuar a sus personajes de la misma manera que el director cinematográfico da movilidad a sus actores cuando el silencio se hace en el rodaje.

Pero el cine también se ha dejado sobrecoger y emocionar por la literatura. Que los hombre y las mujeres creados por Shakespeare, Delibes, Tolstoi o Galdós recobren plenamente su carne y sangre resulta tan fascinante que pocas veces puedo dejar de experimentar la sensación de estar observando un milagro. Recuerdo, así, la excelente adaptación que Zeffirelli logró de Hamlet, o Los santos inocentes de Mario Camus, o Tormento, de Pedro Olea, o la reciente recreación hecha sobre El abuelo, de Galdós, por José Luis Garci. 

Que el cine se acerque a la literatura me parece conmovedor, y ello por la simple razón de que la vida que ambas rezuman parecen pedir a gritos su plena realización, su completo deseo de ser por entero arte que nos entre hasta la última gota de sangre. El abuelo, sin ir más lejos, se adentró por mis ojos y por mi piel con tanta vehemencia y ternura que no hice sino agradecer a aquella butaca y a aquella sala oscura que me empujaran a seguir amando la literatura.

Tal vez muchos no estén de acuerdo conmigo, tal vez consideren otros que mezclar sensibilidades distintas es desaconsejable, impropio o carente de sentido. Yo, particularmente, creo que nada ni nadie salen perjudicados con esta simbiosis: cine y literatura seguirán siendo dos artes incombustibles, magníficas y embriagadoras por si mismas. 

Cine y literatura seguirán tiernamente avasallándonos a través de quienes son capaces de reconciliarnos incansablemente con la vida. Cine y literatura, por separado o de manera conjunta, nos mostrarán siempre que, por encima de todo, no falta nunca una puerta abierta a la fantasía y al sueño. 

La vida es sueño, nos decía Calderón; del cine nos dirá Luis Eduardo Aute en su canción:

Cine, cine, cine, cine,
más cine, por favor,
que todo en la vida es cine
y los sueños cine son.








 

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