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La puerta estaba entornada y casi desguarnecida a pesar de la
levantera. ¡Qué sorpresa! -exclamó la tía Josefina cuando me vio
entrar. Bienvenida. ¿Así que te acordaste de nosotras? Y
mantenía un cuchillo ensangrentado en una mano y en la otra un
pollo recién acuchillado con la cabeza colgando tristemente.
Las gallinas que observaban su obra homicida se dispersaron
asustadas al oír los gritos de alegría, mientras en el cercano
patinillo me saludaba también con sus ladridos el viejo «Tom»,
tan reliquia quizás como mis tías.
¡Carolina! -gritó tía Josefina- Eugenia está aquí y de uniforme!
Las canas de tía Carolina aparecieron detrás de las macetas con
plantas que ocupaban toda la ventana y enseguida se oyó el
alegre chillido de su voz penetrante.
¡Que noticia más buena! ¡Que alegría nos has dado! Yo siempre le
estaba diciendo a Josefina que no matara el pollo, que nosotras
no podemos comerlo todo tan viejas como estamos. Pero ahora has
venido de perlas. ¡Que bien!
Entra -dijo tía Josefina secando el cuchillo en su delantal
azul.
La vieja casona estaba como siempre, con los muebles tan
recargados y solemnes y en las paredes los grabados de cobre tal
como el tío Jerónimo los había coleccionado. Sobre los estantes,
tomos viejos de obras históricas, y encima de las camas con
cubiertas hechas de pedazos cuadrangulares de telas de distintos
colores, los retratos al óleo de los abuelos. Se oye el tic tac
del reloj con columnas de plata y el cristal de la tapa rajado.
Todo está igual. Todo en su lugar, porque el tiempo parece
haberse parado en la casa como en las tumbas de los faraones.
Pero la pintura perdió su color, los cables de la electricidad
se desprendieron de la pared y parecen saltimbanquis juguetones,
la alfombra de rosadas flores está gastada, las sillas muestran
su raído tapizado y las aristas de los cristales de la araña del
comedor están también opacas y desgastadas.
Tía Josefina no me dejaba recrear el recobrado paisaje de mi
niñez, con su aluvión de preguntas ininterrumpidas. ¿De dónde
vienes? ¿Qué significa ese uniforme?
¿Desde cuando hay mujeres en la Marina? ¿Te tratan bien? ¿Sois
enfermeras, o tal vez médicas? Hace frío aquí. Te voy a dar un
pañuelo para que te cubras la cabeza.
Mira, Carolina trae un poco de café. Siéntate allí, no mejor
aquí. ¿Te gustan los buñuelos? Estas delgaducha. ¿Y esas ojeras?
Cuanto me alegro de que hayamos matado al pollo. ¿Dónde quieres
dormir? En el cuarto de tu hermano? Lo tenemos cerrado desde la
desgracia, con todas sus cosas. Pondremos sabanas nuevas y a
orear las mantas...
Tía Josefina salió como un general en jefe que va a ordenar la
estrategia del combate, y me quedé solo en la sala con tía
Carolina. Cogió un pañuelo limpio, se enjugó unas tenues
lágrimas, y me observó con la mirada llena de cariño, como una
madre enamorada de su niño. Siguiendo cada movimiento, cada
parpadeo, investigaba los rasgos de mi cara buscando semejanzas
familiares.
También ella hablaba rápido, pero sus preguntas eran más
personales. Así que estas destinada en un hospital de Marina.
¿En San Fernando? Es un pueblo muy acogedor, muy atractivo, con
sus grandes salinas como blancas pirámides. ¿Conoces a Manolo
Pando? Es también médico militar. ¿Cómo que no lo conoces? Su
padre fue el contable de tu abuelo y se casó con Eulalia Gómez.
De los Gómez de Villamartín. ¡Ay, Eugenia, qué problema con este
ojo derecho.
Apenas veo nada. Nieblas y chispas. Veo las chispas aunque lo
cierre!
Miré su ojo derecho lleno de lágrimas y con una mancha
blanquecina en la pupila. ¡Y que ojos negros más bonitos tenia
tía Carolina. Dulces y a la vez agresivos. Arrulladores y
cortantes. Habían sido la admiración un día de propios y
extraños!
Se secó las lágrimas y continuó hablando: Pues, aquí donde me
ves estoy muy mal. Dicen que mejoraré, pero no creo. La tía está
desplumando el pollo. Vamos a comer los menudillos con arroz y
el pollo en pepitoria. Verás qué bien lo prepara. No pongas la
gorra sobre la cama. Trae mala suerte. ¿Comprendes, niña? Hay un
perchero en la entrada. ¿Te acuerdas? En el colgaba tu abuelo su
gorra a cuadros y también el sombrero de los domingos. ¡Ay, qué
tiempos!
Dejé a tía Carolina con sus cavilaciones y a tía Josefina en su
tarea de desplumaje y subí al cuarto. En él había vivido mi
hermano hasta su trágica muerte en aquel estúpido accidente del
despeñamiento del «todo terreno» con el que llevaba víveres y
repuestos a los de las líneas avanzadas. Una mesa en el rincón
con obras jurídicas y conferencias litografiadas. La tabla
cubierta de papel secante blanco. El viejo florero que hacia las
veces de portalapiceros. El retrato de la novia, de ojos dulces
y pómulos acusados y aquel pelo corto y revuelto que tanto le
atraía. Una novia triste y sola que nunca abandonó su soledad. A
las tías no les gustaba entrar en el cuarto de mi hermano. Para
ellas era como un santuario impenetrable. Cuando entraban,
cogían la cosa que buscaban y escapaban tímidamente. De otra
forma derramarían muchas lágrimas durante mucho tiempo. Por eso,
si llora la tía Josefina oculta las lágrimas ante su hermana y
tía Carolina suele huir con las suyas hasta el cementerio.
Piensa en mi hermano que tanto significaba para las dos viejas
solteronas, pero también en los seres queridos que la
abandonaron.
Cuando movilizaron a mi hermano, las tías le hicieron su
equipaje entre suspiros y sollozos; tía Josefina le preparó una
gran empanada de mejillones y unos huevos cocidos arropados en
la ternura de la servilleta; tía Carolina le repasó los botones
del chaquetón y le puso en la mochila hasta media docena de
pañuelos impecables.
Ambas lo acompañaron a la estación que vivía el instante febril
de la partida. Dos locomotoras a falta de una se disponían a
arrastrar el pesado convoy. Mi hermano les sonreía y les pasaba
el brazo por sus hombros. Ellas suspiraban y gimoteaban
apretándolo contra sí mismas. Pequeñas, encogidas, casi mínimas,
pero todavía con arrestos y vibraciones hacia el único sobrino
querido. Después de pie al lado del tren, vestidas de negro, las
dos juntitas, saludan con sus manos pequeñas como palomas en
agraz al que parte y que nunca volverán a ver. Y sus palabras de
adiós quedan difuminadas entre el aire y el humo de las
locomotoras. ¡Que vuelvas pronto!
El arroz con menudillos resultó francamente bueno. La pepitoria
un poco espesa y picantona a causa de las especies a las que tía
Josefina era tan aficionada, pero el sorbete de limón de postre
suavizó en mucho los efluvios digestivos. Las tías me miraban
con cariño y tristeza, como queriendo disimular lo inevitable de
mi partida. Se empeñaron también en acompañarme al tren, como
habían hecho años antes cuando la marcha de mi hermano. Por el
camino volvieron a llorar.
-¡Por Dios, tías, que no me voy a ninguna guerra!
Los consejos se atropellaban tras las palabras. ¡Cuídate mucho,
hija! Escríbenos.
Ven a vernos de nuevo pronto. Ya sabes lo solas que estamos.
Adiós, adiós querida Eugenia.
Bajo el cristal de la ventanilla con emoción. El tren va a
partir y les brindo mi último saludo agitando la mano. Están
allí en el anden, la una junto a la otra, pequeñas, mínimas,
encogidas. Están junto al tren bebiendo toda la ternura de la
marcha. Callan, lloran y agitan sus pequeñas manos en fugaz
despedida.
Queridísimas tías...
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