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Dice Salaverria de nuestro personaje: «Murió joven porque
estaba destinado a representar la juventud del verso renaciente,
juventud del gran reinado imperial, juventud del gran siglo de
la gloria.»
Garcilaso fue un toledano nacido el año 1501 (¿1503?), que
simboliza, según sus historiadores y biógrafos, el prototipo de
soldado-poeta propio de la época del emperador Carlos V, el
cual, como es sabido, tenía grandes aficiones literarias. De tal
forma que a los diecisiete años entra al servicio del emperador,
en su guardia real con el cargo de «contino», en el que
permanece hasta su muerte -gloriosa en su doble vertiente de
poeta y de soldado-, ocurrida en octubre del año 1536 en Niza.
Su corta vida ha dado pie para innumerables libros, escritos
desde su época por Boscán, gran compañero y amigo en toda suerte
de lides, hasta nuestros días. Y en ellos -salvo las «malévolas
insinuaciones» de Castillejo, que incluso pidió que la
Inquisición castigase a Garcilaso-, su breve obra ha sido
analizada, medida y diseccionada, pormenorizando hasta el
extremo sus fuentes procedentes de Petrarca, y el estilo
italianizante propio e imperante de la época, adoptando de ellas
la canción, el terceto, la octava rima, la rima interna, la lira
y el verso suelto.
Pero todos coinciden en que, a pesar de ello, el joven maestro
supo imprimir un nuevo sentimiento, superando el valor universal
de nuestra literatura, pues, refiriéndose Dámaso Alonso a la
«lira, dice que la superó hasta el punto de que, al
españolizarla, Fray Luis de León la espiritualizó, y con San
Juan de la Cruz, se divinizó.
En marzo de 1543 aparece la primera edición de las obras de
Garcilaso con las de Boscán, representando ello un símbolo de
unidad no sólo amistosa, sino también nacional. De suerte que
Menéndez Pelayo dijera:
«Que un toledano y un barcelonés sellaron la hermandad de las
letras hispanas». Añadiendo que «hay ya una lengua de Imperio».
La obra de nuestro joven poeta-guerrero, que «marchó con el
valor de sus sueños a través de victorias hasta encontrar la
muerte heroica», se reduce a 3 églogas, 2 elegías, 1 epístola, 5
canciones, 40 sonetos, 9 versos castellanos, algunas poesías en
latín y 1 octava-rima. Pese a ello todos sus historiadores
coinciden en aplicarle los más encendidos adjetivos sobre sus
trabajos que, si bien, como queda dicho, procedía de fuentes
italianas -faro espiritual del Renacimiento-, de Tasso,
Sannazaro y otros, también adoptó formas de Ausías March, Hernán
Mexía o Juan de Mena, tomando lo mejor de cada uno en cuanto a
métricas, estrofas y acentos.
Los elogios hacia su ejemplar obra hablan de que «la forma y el
fondo producen esta armonía, una sensación suave, insinuante,
deleitosa.» Se ha dicho que es el más clásico de nuestros
clásicos. Romántico del clasicismo por su dejo nostálgico.
Tal vez, pero es clásica su contención, su silencio impuesto al
desborde de la pasión, su dulce lamentarse sin estridencias...
Asimismo, se dice de su pulido estilo, conforme a su época y
entorno.
En ella, nada falta y nada sobra. Se percibe una serenidad
equilibrada, una elegancia perdurable en sus poesías de una
luminosa claridad. Poesía fresca como el agua de límpidos
riachuelos y el rumor de los árboles mecidos por la brisa.
La elegancia de sus «Églogas», que supo elevarlas a la categoría
de género poético, los medidos endecasílabos, la pulcritud en el
encadenado de los tercetos, sus octavas reales hablando del
Tajo, de su Toledo siempre recordado -donde yace-, hablando de
ninfas y juegos amorosos, hacen de nuestro personaje una figura
admirada por la crema de los escritores de muchas generaciones,
desde el propio Boscán, pasando por Menéndez y Pelayo,
Salaverria, Marañón, Dámaso Alonso, Cervantes, Saa de Miranda,
Forner, Zorrilla, Bécquer, Altolaguirre y muchos más, hasta
nuestros Diaz-Plaja y Alberti actuales. Y, así como a Cervantes
se conoce como el «Príncipe de las letras», Fernando de Herrera
lo titula «Príncipe de los poetas castellanos".
Noble, de buena posición, brillante, genial, culto y refinado en
el trato, apuesto, de una belleza varonil atrayente, valeroso y
diestro en el campo de batalla y, por si algo le faltara, el
poeta que rompió moldes en la poesía renacentista, era lógico
que con estas cualidades no pasara desapercibido entre el
elemento femenino. De ahí que se le atribuyan múltiples pequeños
amoríos, habidos entre sus continuos desplazamientos desde la
corte a los campos de batalla, combatiendo en Rodas, en Navarra
contra los franceses, Italia, Túnez...
Posiblemente, y aprovechando uno de sus regresos a España,
contrajo matrimonio con una dama noble llamada Doña Elena de
Zúñiga, de la que tuvo un hijo con el que está enterrado en la
iglesia de San Pedro mártir, de Toledo, donde fue mandado llevar
por su esposa dos años después de su muerte, como consecuencia
de las heridas recibidas cerca de Frejus el 19 de septiembre de
1536, cuando luchaba solo al asaltar la torre desde la que los
franceses (¡como no!) insultaban a España. Trasladado a Niza, el
día 13 o 14 de octubre moriría acompañado en sus últimos
momentos por el Marqués de Lombay, conocido más tarde como San
Francisco de Borja.
Pero su espíritu, inquieto en todo, no encontró en el matrimonio
«el reposo del guerrero» que se hubo bien ganado entre tantas
batallas y múltiples heridas recibidas en defensa de su
Emperador, quien, pese a su fidelidad y a instancias de la
emperatriz, a causa de un malentendido le deportó a una isla del
Danubio, bien que, como el Cid, aún en destierro, siguió
rindiendo vasallaje a su señor.
Efectivamente, poco después de su matrimonio, conoció a su gran
amor, una dama portuguesa llamada Isabel Freyre -más tarde
casada con D. Antonio de Fonseca-, que fue su amor imposible y,
cuando murió su irrepetible dama, la de «los ojos claros, blanca
mano, hermoso cuello blanco, rosa y azucena en el rostro y, ante
todo, el oro de su cabello», como la retratara el propio
Garcilaso, toda esperanza muere en él hasta decir:
Echado está por tierra el fundamento
que mi vivir cansado sostenía...
Lo más admirable de nuestro personaje es que fuera bien visto no
sólo por las mujeres, sino entre cuantos le conocieron que
hablaban de él como «ejemplo de cortesano, caballeroso, galante,
agradable conversador, humanista, tañedor de instrumentos
musicales y amigo predilecto de sus amigos».
Metámonos un poco en el espíritu poético del joven maestro y,
siguiendo con mi manía, ya expuesta en otras «Consideraciones»
sobre poetas de distintas generaciones, intentaré contestar en
el mismo estilo de sus propios poemas, trayendo los míos a las
personales vivencias, dada la belleza y la dificultad de su
refinado planteamiento.
Dice en su «Égloga» primera:
Cual suele el ruiseñor con triste canto
quejarse, entre las hojas escondido,
del duro labrador, que cautamente
le despojó su caro y dulce nido
de los tiernos hijuelos, entre tanto
que del amado ramo estaba ausente,
y aquel dolor que siente
con diferencia tanta
por la dulce garganta
despide, y a su canto el aire suena,
y la callada noche no refrena
su lamentable oficio y sus querellas,
trayendo de su pena
al cielo por testigo y las estrellas...»
Yo a mi vez lo asimilo a lejanos recuerdos de mi tierra natal, e
incluso a los sentimientos advertidos durante mi autoexilio «en
busca de trabajo y de otras gentes», y le respondo al rememorar
los
OLIVARES DE ANDÚJAR
El tren me fue alejando hacia los mares
en busca de trabajo y de otras gentes,
pues di el incierto paso a la aventura.
Y los ojos del alma fueron fuentes
de lágrimas, al ver sus olivares
perderse en lontananza... A aquella dura,
dolorosa cisura,
yo nunca me adaptaba,
pues mi pecho guardaba
el andaluz verdor de sus colores,
el embriagante aroma de sus flores
y el recuerdo imborrable de esa tierra
-amor de mis amores-,
que, cual tronco de olivo, allí se aferra.
Sigo rebuscando similitudes y en su «Elegía segunda» me
encuentro estos tercetos encadenados que hablan de África.
«Mas, ¡ay, que la distancia no descarga
el triste corazón, y el mal, doquiera
que estoy, para alcanzarme el vuelo alarga.
Si donde el sol ardiente reverbera
en la arenosa Libia, engendradora
de toda cosa ponzoñosa y fiera;
o donde él es vencido a cualquier hora
de la rígida nieve y viento frío
parte do no se vive ni se mora;
si en esta o en aquella el desvarío
o la fortuna me llevase un día,
y allí gastase todo el tiempo mío,
el celoso temor con mano fría
en medio del calor y ardiente arena
el triste corazón me apretaría;
y en el rigor del hielo, en la serena
noche, soplando el viento agudo y puro,
que el veloce correr del agua enfrena,
de aqueste vivo fuego en que me apuro
y consumirme poco a poco espero,
sé que aún allí no podré estar seguro,
y así, diverso entre contrarios muero.
Y trayéndome a la memoria remembranzas de los muchos años
vividos tanto en Tánger -cuando era zona internacional- como en
Larache y Casablanca, o en la España del otro lado del Estrecho
-Ceuta y Melilla-, tan entrañables para mí por muchos motivos,
todo aquello lo resumo en este poema dedicado a
CEUTA, LA ETERNA DESCONOCIDA
Este trozo de España, cabalgando
sobre dos mares, es una sirena
que me sedujo... y aún la sigo amando.
Quizá desde «El Cabrito», la alta almena
que, del Hacho, se ve en la lejanía,
me apremió a recorrer su parca arena
y ver de cerca El Monte, en que ponía
Hércules su otro pie, pues el coloso
en Gibraltar el diestro asentaría.
Abajo, La Muralla, con el Foso
cuyo puente lo casa al Continente
africano, sensual y misterioso.
Mirando al Dyebel Musa -justo enfrente-,
donde el orto a diario se despierta,
cuando atardece, el astro refulgente
se va ocultando tras La Mujer Muerta.
Y el horizonte, en gama de colores
parece reventar. Luego se inserta
en ti la sensación de mil olores,
que el Mare Nostrum trae con su oleaje
y en fragancia sutil de hispanas flores,
a la pequeña Abyla y su linaje,
ciñe la inmortal patria. Y ésta, avara,
la atesora amorosa en su equipaje.
Pues la preciada «Perla», en la tiara
real, que luce nuestro soberano,
es «la niña que a la playa bajara
y se le fue a la madre de la mano».
Y ya, como tercer ejemplo de su impecable estilo, entresaco de
su «Égloga tercera» estas octavas reales, escritas con la
sensibilidad y el grafismo de toda su, desgraciadamente, escasa
obra.
En tanto no te ofenda ni te harte
tratar del campo y soledad que amaste,
ni desdeñes aquesta inculta parte
de mi estilo, que en algo ya estimaste.
Entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando, ora la espada, ora la pluma.
Y aún no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida;
mas con la lengua muerta y fría en la boca
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca
por el Estigio lago conducida,
celebrándola irá, y aquel sonido
han parar las aguas del olvido.
Como quiera que habla en cierto modo de la muerte, traslado esta
no deseada, pero ineludible idea a mi caso, que pudiera ser en
esta ciudad donde actualmente resido, por si fuera
LA ISLA, ¿FINAL DE TRAYECTO?
¿Cómo pasan los años tan aprisa?
Calendario tras otro van cayendo,
mientras mezclan la pena con la risa
las hojas de almanaque, y va naciendo
esa nieve en las sienes que no avisa...
Cabellos blancos de color saliendo,
que fueron brunos en mis aladares,
cuando inicié el periplo hacia otros mares.
Pero, como salmón que acude en celo
y remonta el decurso de los ríos;
como ave migratoria que en su vuelo
atraviesa el confín sin desvaríos
en busca de calor y de otro cielo,
yo también regresé, junto a los míos.
Y aquí amarré mi barca, en nuevo reto
de afanes, de amistad, y amor repleto.
¿Qué me indujo al anclar mi singladura
aquí, no en otra parte? ¿Fue divina
la insinuación de no buscar ventura,
sino cerca de una blanca salina?
Pues que hasta el mar bajé, desde la altura
de mi Sierra Morena a la sapina,
a ti adherido, como ostión a roca,
brote mi verso, y te alabe mi boca.
Queda bien comprobado que Garcilaso hizo realidad el dicho de
que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». Pero está visto que
la inmortalidad no la da los años vividos sino las obras que nos
han legado los genios de cualquier arte, para enseñanza de las
generaciones venideras y goce del espíritu, pese al transcurrir
de los siglos.
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