![]() |
Portada gral. | Staff | Números anteriores | Índice total 1999 | ¿Qué es Arena y Cal? | Suscripción | Enlaces |
Tengo 29 años y soy profesor de filosofía en un instituto. De
aquí se deducen, al menos, tres hechos: a) Voy de excursión dos
o tres veces al año; b) cuando la excursión es a Isla Mágica, en
Sevilla, me monto en todos los cacharros; y c) que las
experiencias allí vividas me impulsan necesariamente a la
reflexión.
En efecto, cuando uno quiere saber quién soy o qué soy, la
vivencia de un buen colocón de adrenalina es una clarificadora
evidencia empírica en la que podemos contrastar nuestras
opiniones y teorías sobre esta cuestión. Porque ser científico y
ser filósofo, en el fondo, no son ocupaciones muy diferentes:
unos y otros necesitamos verificar, refutar y mejorar nuestras
teorías a base de experimentar.
La aspiración de racionalidad y objetividad es la meta de ambos.
Sin embargo, parece que los científicos lo logran y los
filósofos no, pero, ¿no será que los aciertos de la ciencia
nacen del suelo fecundo de los errores filosóficos? Pues, claro
que sí, hombre, ¡de hecho la ciencia moderna ha nacido de los
escombros de la filosofía escolástica! Quien desprecie la
filosofía por carecer de cientificidad no es sino un ingenuo que
desconoce la historia de las ideas científicas.
Volviendo al tema, quien se investigue a sí mismo debe antes
vivirse a sí mismo. Descartes opinaba lo mismo que yo. De joven
aprendió la historia de la filosofía, pero, al acabar sus
estudios quedó tan descontento que fue a leer en el gran «libro
del mundo». Posteriormente se encerró en un pequeño cuarto con
una humilde estufa, donde meditó con agudeza y profundidad sobre
lo que había aprendido.
También Platón, una vez muerto Sócrates, viajó por diversas
ciudades y se relacionó con otras escuelas filosóficas a fin de
contrastar y mejorar las enseñanzas de su maestro, para lo cual
tuvo que elaborar su propio sistema filosófico. En fin, mucho me
temo que, si miramos las biografías de todos los grandes
pensadores encontraremos estos tres períodos de aprendizaje: el
escolar, el vivencial y de contrastación de la teoría y el
reflexivo-creador. Yo también siento la llamada de la vida
extra-académica. Yo también quiero ver la verdad con mis propios
ojos, sentirla crecer en mi interior, madurar al sol de la vida.
Por eso, una excursión a Isla Mágica supone para mí algo más que
una excursión. Es una «vivencia de la verdad», una verdad que
aún no comprendo bien, que aún no he digerido, que aún no es mía
pero que lo será con el tiempo. No digo que baste con vivir
experiencias para incrementar el conocimiento. ¡No! Sin una
preparación académica suficiente no se puede leer en el libro
del mundo con el rigor y la profundidad que exige la filosofía.
En esto soy inflexible: no admito que pueda aprenderse de la
vida sólo a base de vivir, como si la sabiduría fuese
directamente proporcional al número de las experiencias. Se
engaña quien desprecie el conocimiento académico por
considerarlo inútil. Para leer la verdad escondida en El Jaguar
hace falta haber aprendido antes a leer, a reflexionar. Y la
reflexión se aprende reflexionando, no en abstracto, no en
privado, sino sobre el material de lo que otros han reflexionado
ya. Alguien dijo que somos como «enanos subidos a hombros de
gigantes», o sea, que podemos ver el horizonte y vivir
experimentando porque otros nos han dado los conceptos
necesarios para ello: alma y cuerpo, espíritu y materia, Dios y
naturaleza... Sin ellos estaríamos aún más ciegos que los
propios invidentes.
Y bien, ¿qué veo yo, filósofo, en Isla Mágica? De principio diré
que soy un enano subido a hombros de gigantes del pensamiento.
Por tanto, veo más que muchos, pues veo desde más alto. Veo la
condena de Epicuro al hombre moderno que, amaestrado por una
sociedad consumista, prefiere los placeres del cuerpo a los del
alma. Veo a Nietzsche embriagado de alegría por la contemplación
del triunfo de lo dionisíaco (la energía vital) sobre lo
apolíneo (el frío pensamiento que todo lo justifica). Veo
también a Freud, verificando su inverificable (luego
a-científica) teoría de las pulsiones mentales y los lugares
psíquicos. Veo mucho, pero no lo bastante, porque aún me queda
ver con mis propios ojos.
¿Qué veo yo? Me temo que aún soy joven y mi vista es imperfecta.
Quizá dentro de algunas décadas pueda dar mi propia visión de
las cosas. De momento me conformo con mirar a través del
pensamiento de un corredor-médico-filósofo-yankie. Se llama
George Shephard, es seguidor de Nietzsche y su pensamiento
podría resumirse así: el deporte prepara al pensador para el
reconocimiento de la verdad. Desde su pensamiento me parece
divisar en Isla Mágica el increíble espectáculo de la verdad del
hombre. Opina que el hombre perfecto es un niño, un asceta, un
poeta o un atleta, porque ninguno de ellos vive de cara al
futuro-que-no-podrá-ser ni al
pasado-que-ya-no-puede-ser-de-otro-modo. El hombre perfecto vive
en el presente más radical, tomándose todo lo que hace como un
«juego» (que no tiene finalidad más allá de sí mismo). Su cuerpo
y su mente están perfectamente sincronizados (por eso el tiempo
vuela cuando uno es feliz), frente a la insana disociación
propia de la mayor parte de los hombres. El trabajo, el dinero y
el poder son los modos de la infelicidad, pues lo importante no
es tener sino «ser» en cada momento todo lo que uno quiere
llegar a ser: «Si está usted haciendo algo sin esperar
remuneración, se halla usted camino de la salvación. Y si,
mientras hace esa misma cosa, se siente usted transportado a
otra existencia, no es necesario que se preocupe por el futuro»
porque habrá ganado en el juego de la vida.
Shephard no es un pensador sistemático, pero sus palabras tienen
el aroma de la verdad. Gracias a él pienso que la vida debería
ser gozada como lo hacen los niños, dejando el alma en cada cosa
que hagamos, con alegría, sin pasado, sin futuro. Y sobre todo
pienso que los ritmos del alma son los mismos que los ritmos del
cuerpo y que mantener un cuerpo joven es tener un alma joven.
Tras recordar su pensamiento, yo pienso que el pensar sirve para
discriminar lo que es importante (sentirse vivo, con ilusión en
cuanto hagamos, sin la seriedad y rigidez del mundo adulto, como
cuando de niños jugábamos a lo que sea sin pensar en nada más)
de lo que no lo es (tener cosas, posición, dinero).
Yo fui a Isla Mágica. Me lo pasé de miedo. Y de las muchas cosas
que me pregunté destacan dos: ¿El objetivo de la vida es
triunfar o divertirse o quizás otra cosa? Y ¿el alma es lo que
anima al cuerpo (tesis clásica) o el cuerpo es lo que anima el
alma (tesis de Shephard)?
Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa