Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

El 31 de Agosto del año 1823, que se inscribirá en los anales de la Historia de España y de Cádiz como el año del gravísimo quebranto de las libertades políticas y civiles de la Nación, el Trocadero gaditano era tomado por las tropas de Angulema, tras doce días de tenaz resistencia y 500 bajas, una tercera parte de los hombres que lo defendían. Por su victoria, Angulema recibirá el pomposo título de «Príncipe del Trocadero».

Cadi1823Asediada por el ejército francés, Cádiz aún se resistía a capitular, en tanto el resto de España «aceptaba» ser dominado por franceses y absolutistas después de una pobre resistencia en el sur. La noche del 4 de Septiembre, la ciudad era bombardeada por tierra y por mar. El 23, según el «Mercantil», habían caído 87 bombas y 55 granadas, sin contar las recibidas en los cuarteles y baluartes, donde rige el secreto militar. Las Cortes, que residían en Sevilla, han trasladado al Rey a Cádiz pensando en la inexpugnabilidad de la ciudad al reunir dos características fundamentales: su formidable amurallamiento y la fortaleza de sus vecinos en la defensa de las libertades. El Rey llegará a Cádiz al atardecer del 15 de Junio de 1823 como «prisionero» de un Gobierno liberal que va a cometer el nunca suficientemente lamentado error de permitirle entrevistarse con el general en jefe de los «cien mil hijos de San Luis», su querido «primo», Luis Antonio de Borbón, el Duque de Angulema. Una vez más, el Gobierno confiaba en un Rey que ya había dejado, en múltiples ocasiones, constancia de su falacia. Será un acto más de la ingenuidad de los liberales españoles, que creerán suficiente hacerle firmar un decreto del que resalta esta promesa: «Si la necesidad exigiese la alteración de las actuales instituciones políticas de la Monarquía, adoptaré un Gobierno que haga la felicidad completa de la Nación, afianzando la seguridad personal, la propiedad y la libertad civil de los españoles...»

fernandoVIIEntretanto, y mientras que no llega el día fijado, la ciudad es sitiada y bombardeada, constatando cómo Fernando VII dedica su tiempo al paseo, visitar iglesias, acudir a tertulias y, especialmente, frecuentar el ventorrillo del «Chato» para degustar los vinos chiclaneros y los pescados salineros.

Menos crédulo el pueblo que sus políticos, los gaditanos, amotinados, antes de que el Rey logre de sus «secuestradores» pasar a las líneas francesas en el Puerto de Santa María, alzados en motín, exigirán garantías del monarca de que no ejercerá represión alguna sobre quienes hasta ahora detentan el poder, o se habían significado como liberales en defensa de la Constitución, tan maltratada por la reacción absolutista, desde su promulgación un 19 de Marzo de 1812 en la ciudad que ahora lo acoge, con el temor de una inmediata vuelta al despotismo... Fernando acepta «gustoso» el decreto que le redacta Calatrava, al que incluso corrige con su letra algunos de sus párrafos, y aumenta otros, para que así no quedaran dudas de sus intenciones.

El 1º de octubre, el Rey con su comitiva cruzaba la Bahía para encontrarse con Angulema en el Puerto y, de acuerdo con su inveterada costumbre, anular todo lo firmado con la firma de sus Reales órdenes. Por ellas se dejaban sin efecto todos los actos del gobierno liberal, agradeciendo a Francia «todos los esfuerzos realizados para alcanzar el triunfo sobre los rebeldes del mundo reunidos, por desgracia, en España.». Era evidente que la marrullería de Don Fernando no tenía límites. Ni la candidez liberal.

La libertad era, una vez más, vejada y aniquilada con la fuerza de las órdenes o con la fuerza del fusil y la granada. La ambiciosa obra de los cortos gobiernos liberales quedaba suprimida por el Rey, dueño absoluto ya de la soberanía nacional; los gremios y mayorazgos restaurados, cerradas las universidades y suprimidas las peligrosas enseñanzas de las matemáticas y la astronomía, a las que se preferían la música, la danza y la esgrima. Una década de «negros» años de oprobio, vilezas, persecuciones, atrocidades, encarcelamientos y ajusticiamientos, acababa de empezar en España desde Cádiz. Era preciso exterminar a los negros (peyorativo de liberal) hasta la cuarta generación», como pedía el fernandino «El Restaurador».
Martínez de la Rosa, Don Nicasio Gallego, Alava, ayudante de Wellington en la Independencia, Espoz y Mina, los gaditanos José Joaquín de Mora y Mendizábal, entre muchos otros, partían hacia el destierro, algunos por segunda vez... El Duque de Rivas, Secretario de las Cortes en las que se votó la incapacidad del rey a petición de Alcalá Galiano, era condenado a muerte, logrando huir hacia Inglaterra. En la travesía desde Gibraltar a Londres compondrá su primer ensayo romántico, «El desterrado». Los regentes del Reino, don Gaspar Vigodet, general del Ejército y don Gabriel Ciscar, brigadier de la Armada, condenados a muerte, lograban escapar por una u otra estrategia hacia el exilio. Al almirante Cayetano Valdés, Presidente de la Regencia durante la invasión francesa, patrón de la falúa que ha trasladado al Rey a la ciudad del Guadalete, le será decretada prisión y muerte por el mismo monarca, logrando escapar gracias a la generosa intervención del general francés que mandaba la guarnición de Cádiz. Fernando VII no supo perdonar -si es que Valdés era objeto de perdón- a quien mereció la consideración de héroe por su participación en las batallas del Cabo de San Vicente y Trafalgar.

Rafael de Riego, general en jefe del Ejército, el ilustre militar que pedía moderación a los dos bandos, a las «dos Españas», especialmente a ]os suyos, era hecho prisionero en La Carolina y entregado por el ejército francés a los furibundos vencedores absolutistas. Le acompañaban en el triste momento de la detención sólo un puñado de leales sobrevivientes de la lucha contra el invasor, para intentar con todas sus fuerzas frenar el avance hacia el sur. Acusado de lesa majestad, será ahorcado el 7 de noviembre en la madrileña plazuela de la Cebada, a donde fue conducido con escarnio y vilipendio sobre un serón arrastrado por un burro, acompañado por los insultos de un populacho ignorante y encanallado. España perdía ese trágico día al símbolo de lo más preclaro de la Libertad, denigrado entonces -y no hace mucho- por los enemigos de la razón, la modernidad y la libertad. No por otra causa, el monarca exclamó al saber su muerte: «¡Liberales: gritad ahora, viva Riego!», en un sarcasmo muy propio de su despótica personalidad.

La represión antiliberal fue tan atroz que durante decenios fue imposible olvidar los innumerables encarcelamientos, torturas y ejecuciones de quienes habían pertenecido a logias, eran «comuneros» (hijos vengadores de Padilla) o, simplemente, habían gritado ¡Viva la Constitución!

Juan Martín Díaz, «el Empecinado», el famoso guerrillero de la Independencia, será muerto a bayonetazos (19-8-1825) como final de un largo calvario de dos años, durante los cuales fue expuesto -los días de mercado- metido en una jaula, para que fuera silbado y apedreado por los absolutistas. El general Torrijos y sus compañeros morían fusilados en Málaga, el 11 de diciembre de 1831, cuando intentaban recuperar Andalucía y España para la causa de la libertad. Mariana Pineda subía al cadalso en Granada el 26 de mayo de este mismo año, por dar su apoyo a los que huían de la «justicia absolutista» y su exaltada adhesión al sistema constitucional.

En aquella «década ominosa», 30.000 personas murieron violentamente y 20.000 encerradas en inhóspitos presidios: entre ellos el sacerdote y Presidente de la Comisión constitucional de 1812, D. Diego Muñoz Torrero.

El desánimo de los liberales gaditanos se haría patente, por días, desde que el Rey lograba pasar al Puerto de Santa María. Era evidente que Cádiz había perdido toda esperanza de mantener viva en España la llama de la libertad. El asedio, las bombas y la nueva traición de Fernando VII, la harían capitular con honda amargura.

«He venido en resolver -decía el decreto real del 1 de octubre- que se entreguen en el día de mañana todos los puestos militares de la Isla de León y la plaza de Cádiz al ejército que manda mi Augusto y amado primo, duque de Angulema, para que los ocupe en mi Real Nombre.»

El ejército español quedaba en manos del enemigo por disposición del Rey. La ciudad entraba en una etapa -a juicio de los historiadores- de apatía revolucionaria causada por el terror. Todo foco de resistencia era prácticamente imposible: el ejército invasor era dueño de la ciudad. El monumento a las Cortes de 1812, levantado sobre el muro de San Felipe Neri, será arrancado de cuajo para indignación y vergüenza de los constitucionalistas. «Cádiz -en frase de Ramón Solís- debe sufrir la soldadesca de Angulema». Los bando de los franceses son humillantes para los gaditanos. El 20 de Octubre, ante la negativa de éstos a dar alojamiento a las tropas francesas, el gobernador D`Auney ordenaba que 3.000 gaditanos debían de entregar, de inmediato, «una cama cada uno, con colchón o jergón, dos sábanas, cobertor y almohada». Había que cuidar del desvergonzado invasor... En otro, se alerta al pueblo -casi todo él liberal-: «Vuestra constante obediencia y fidelidad debe acabar la obra comenzada (?). No os dejéis engañar de esos impostores... Acordaos de los males que os han causado durante su ominoso imperio, y los insultos, las contribuciones insoportables de dinero y de sangre, el abatimiento de las clases más distinguidas, la proscripción de los obispos más respetables...»

Todas las acciones, presentes y pasadas, son investigadas por las autoridades francesas y, sobre todo, por las españolas. Se analizan y se reprimen la conducta moral y política, las opiniones y los sentimientos de los ciudadanos...

Hasta septiembre de 1828, Cádiz soportó, con infinita paciencia, a los soldados franceses, los «Cien mil hijos de San Luis». Y hasta el 29 de septiembre de 1833, día de su muerte, a Fernando VII. Volverán a la Patria los exiliados, entre ellos los gaditanos Mendizábal, Galiano, Aréjula, Mora, Istúriz... Una de las más ominosas décadas de España tocaba a su fin.





 

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