Nos vamos
sin haber tenido nada.
Agua que cruza de prisa
por un cauce de esperanzas.
No es nada nuestro. Inquilinos
un momento de la gracia;
nuestras manos por auroras
y atardeceres. La casa
no está aquí. ¿Quién sabe dónde
lo nuestro, lo mío aguarda?
No es nada de nadie: lunas,
astros, mares, fuegos, aguas,
aves... ¿Dónde las monedas
de oro para rescatarlas?
No es nada nuestro. De nadie
las enrojecidas dalias,
la inacabable respuesta,
el sí de la madrugada,
de un día que ha conseguido
librarse de las amarras
de la oscuridad. De nadie
el bostezo azul del agua,
las cabezadas del árbol,
la boca desmesurada
del silencio. Nada es nuestro
y, sin embargo, nos atan
centenares de invisibles
hilos en cada posada.
Y, sin embargo, lloramos
por pérdidas y por faltas
constantes y recibimos
al sol en cada mañana
como si la luz la hubiéramos
tenido en nuestras entrañas.
Decimos: mi amor, mi mundo,
mío, tuyo, nuestro... Cada
hojita del árbol crece
bajo nuestra vigilancia
y el árbol sabe que nunca
llegaremos a contarlas
todas, por falta de tiempo,
por falta de vida. Nada
es nuestro, pero creemos
que todo es bien nuestro. Canta
nuestro corazón. La tarde
se hace promesa. Se escapa
el alma por las acequias...
¿Quién dice que no? Mañana
serán otros los que canten,
otros que vengan y vayan
diciendo: mi amor, mi mundo,
mi luz, mi tierra, mi casa...
Las mismas cosas, los mismos
gestos, las mismas palabras...