Antes de que el aliento y la boca se perdieran
unidos a la que aún era su carne,
un postrer alarido llegó desde lo hondo
en busca, una vez más, de la respuesta oculta
que diera videncia y rompiese los enigmas,
«¿Qué ha sembrado el hombre de sí mismo?
¿Qué dejo yo de mí para los otros?,
y de éstos, ¿qué ha de acompañarme?»
Escucharon los hombres,
y sin entendimiento a las palabras
se apartaron del túmulo y dándole la espalda
fuéronse marchando de uno en uno,
o varios a la vez,
hasta hacerse poco a poco innumerables
en un andar unánime y sin ruidos
donde siquiera la planta hacía huella.
Y caminaban juntos, juntos solos,
escuálidos de amor,
carentes de frutos y preludios,
consumido el perfil, inagotables.
Y su voz no era voz, era un murmullo igualitario,
fatigado y abstracto, sin destino hacia nadie,
surgido de una lengua
o dos lenguas o más lenguas...