Dice Ramón Gómez de la Serna en una de sus greguerías: «El
arco iris es la cinta que se pone la Naturaleza después de
lavarse la cabeza». El autor, con esta magnífica sentencia,
confirma dos hechos: el poder absoluto de la metáfora, y el de
la literatura como instrumento de transgresión.
Y es este poder de transgresión el que convierte al creador en
redescubridor de lo cotidiano, de todo aquello que, de tan
manoseado por los sentidos, apenas merece ya nuestra atención.
Gómez de la Serna apostó, como el resto de los vanguardistas,
por la descomposición de la realidad, por la mirada nueva, en un
intento de rebelarse ante lo establecido. La Generación del 27
asumió con agrado estas nuevas posturas, y así sólo nos baste
recordar los poemas que dedicaron a la máquina de escribir, la
bombilla eléctrica, etc. Pero, de entre todos los ejemplos que
podría aquí apuntar, me quedo decididamente con el que causó en
mí un verdadero asombro cuando lo leí hace años, me refiero al
poema de Pedro Salinas «Madrid, calle de...»
Comenzaba de esta manera la reflexión:
¡Qué vacación de espejo por la calle!
Tendido boca arriba, cara al cielo,
todo de azogue estremecido y quieto,
bien atado le llevan.
El protagonista, pues, no es otro que un espejo desplazado de su
lugar habitual, ubicado ahora en plena vía pública y llevado a
la deriva por quienes al parecer lo transportaban.
¡Pero qué libre aquella tarde, fuera,
prisionero, escapado! Nadie
vino a mirarse en él. El sí que mira hoy,
por vez primera es ojos.
Efectivamente, el espejo andaba de vacaciones. Llevado hacia
quién sabe qué destino, se hacía huésped y anfitrión a la vez de
cosas nuevas. El espejo parecía perderse amorosamente por esos
espacios distintos que nunca antes había intuido siquiera que
existieran. Ramas, pájaros, anidaban en él también, sepultados
por la maravilla de lo que era capaz de retenerlos.
Dos desconocidos hasta entonces se hacían carne única por
primera vez.
El, inmóvil
en el asfalto, liso estanque
momentáneo, hondísimo
abre. Y le surcan
de alas, de plumas, peces
crepusculares
golondrinas secas.
Salinas, en un intento último de alterar del todo el orden y fin
de las cosas, se refiere a lo que ya no ha quedado convertido
sino en un estanque infinito encharcado de cielos.
Ante todo esto que leí y que mi sensibilidad retuvo, sólo fui
capaz de admirarme y de admirar esos miles de detalles que nos
cercan maravillosamente. Comprobar que en lo pequeño y lo
cotidiano habita lo grandioso, que no hay que marchar lejos para
hallar la verdad, fue quizás el descubrimiento más significativo
de toda mi vida.
Y este descubrimiento, que la literatura me hizo llegar a través
de su magia, de sus adivinaciones y transgresiones, me
reconforta constantemente, pues sé, sin lugar a dudas, que las
golondrinas pueden refugiarse en cualquier rincón y que, por mi
lado, perenne y gentilmente transita sin reparos la fuerza de la
belleza.