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Hay momentos verdaderamente maravillosos, y cuando éstos
surgen no debemos dejarlos escapar, porque nada se repite
estrictamente en la vida.
Y hoy para Matilde era uno de esos días felices. Para empezar,
la mañana era realmente espléndida, y los planes que llevaba en
mente también le salieron a pedir de boca; y es que no hay nada
corno la astucia femenina cuando ésta se utiliza con
inteligencia.
Hacía bastantes días que Matilde deseaba ir al «Norte Inglés» a
comprarse una camisa que le había impactado nada más verla dos
semanas antes. Su marido, como la mayoría de los hombres, no
soportaba ir de compras, mucho menos cuando se trataba de
atuendos femeninos; es más, le molestaba hasta que ella mirase
los escaparates, máxime, sabiendo lo caprichosa que era, por lo
que no la dejaba recrearse en ellos nada más que los domingos;
ya podéis imaginaros el porqué. Pero Matilde no desiste cuando
se «enamora» de algo, y en este caso concreto, la atractiva
camisa era su constante pesadilla...
Aquella mañana lo tenía decidido y se preguntaba: -¿Cómo me las
ingeniaré para convencer a Daniel de que me lleve al deseado
lugar? Ya lo tengo! -se dijo-. Le haré creer que su «chambreta»
de verano está impresentable, que necesita urgentemente otra
nueva de idénticas características, y que, naturalmente, ésta
sólo podrá encontrarla en el citado complejo comercial.
Una vez logrado hacérselo «digerir» y creyendo Daniel de buena
fe que el motivo del desvelo de ella era sólo por él, su vanidad
varonil lo hizo caer irremisiblemente en sus sutiles «redes»...
Llegan a los grandes almacenes y, muy hábilmente, Matilde elige
la puerta de entrada idónea que les llevará justamente al lugar
donde estaba el objeto de su capricho. Como quien no quiere la
cosa, se para unos segundos y contempla arrobada la prenda. Saca
la blusa de la percha y se la pone por encima. Coqueta, le dice
casi en un susurro a Daniel: -¿Qué, me encuentras guapa? El le
dice que sí lacónicamente, pero con los ojos puesto en la
provocativa y minifaldera dependienta, treinta años más joven
que ella. Matilde, que lo observa, fingiendo un arrebato de
celos, vuelve a colocar la camisa de mal talante en su sitio,
mientras le recrimina en voz baja su poco disimulo y, por
supuesto, que ha sido una falta imperdonable de respeto y
galantería hacia su persona. Entonces él tratando de reparar el
«daño», cariñosamente le dice: -¿Por qué no te la pruebas? -Ni
hablar -le contesta haciéndose aún la mártir-. Ya sabes que sólo
hemos venido por lo de tu «chambreta»; ...ahora, si te empeñas,
te complaceré, aunque sólo para que me la veas puesta, pero esta
vez procura mirarme a mí. Daniel la acompaña al probador, y
cuando ve la cara radiante de felicidad de Matilde al
contemplarse en el espejo con la elegante prenda, algo se
remueve en sus adentros. Al verla todavía atractiva y deseable,
sin pensárselo dos veces le dice a la Srta. que se la envuelva.
Ella trata de convencerlo diciéndole que de ninguna manera; pero
la decisión estaba ya tomada por Daniel.
Aun no había entregado la tarjeta de crédito, cuando los
inquisidores ojos de Matilde se posan en una espléndida chaqueta
de verano, a la que no puede resistir el impulso de ponérsela.
Verdaderamente, ofrecía un magnífico conjunto con el niki azul
que llevaba puesto. El contraste de éste con el tono celeste
pálido de la preciosa chaqueta era irresistible. Le quedaba
impecable. Cuando se contempla en el amplio espejo, él estaba
detrás, y también fue consciente de lo que le favorecía ese
juvenil tono celeste que hacía juego con sus ojos; esos ojos que
un día lo enamoraron locamente y que aún seguía encontrando
bellos. Muy cerca de su oído le dice apasionadamente:
-Quédatela, estás bellísima! -No, Daniel, es ya demasiado. -¿Y
si yo te lo exijo? -Entonces no me quedará otro remedio que
aceptarlo -contestó ella humildemente.
La Srta. que los atendía, intuyendo la química que los envolvía
y evidenciando sus acusadas dotes mercantiles, también la anima
para que se quede con ella. Por lo que la factura fue «in
crescendo»..., aunque todavía no había llegado al límite, ya que
en el trayecto hacia la caja registradora, una Sra. devolvía una
preciosa camisa por estarle pequeña.
La coge Matilde y comprueba que es la 48, justamente su talla.
La tuvo entre sus manos durante unos segundos, dejándola en el
mostrador apresuradamente; pero a Daniel también le había
gustado, y sin consultárselo siquiera, le indica a la
dependienta que la incluya en la cuenta. Matilde se niega
rotundamente por considerarlo un abuso por su parte, pero a su
marido se le había desatado la galantería, y este «raro»
fenómeno había que aprovecharlo.
Ella posiblemente pensó: «que en su vida se volvería a ver en
otra». Por lo que se dejó querer y siguió «jugando a la oca».
A continuación, se trasladaron a la sección de caballeros, y,
tal como se había imaginado Matilde mucho antes de salir de su
casa, ninguna de las prendas que le mostraron a Daniel era del
gusto de éste; con lo que se equilibró un poco la economía a su
costa.
Matilde, aunque satisfecha con su comprita, ¡faltaría más!, no
cesaba de pensar con cierto remordimiento en lo «escuálida» que
había dejado la cuenta corriente, pero también recordaba con
sensual deleite los ojos de Daniel al mirarla embelesados. En
verdad, hacia tiempo que no veía esa luminosidad en ellos; un
brillo especial que le hizo latir su corazón más aprisa; hasta
notó cierto rubor en sus mejillas como cuando era adolescente.
Por lo que desechó de su mente los prejuicios monetarios.
Al fin y al cabo, qué suponía unas pesetas de más comparado con
la ilusión que ambos compartieron en aquella mágica mañana, que
ya premonizaba la apasionada noche...
Y como si de unos recién casados se tratase, se marcharon del
«Norte Inglés» tiernamente cogidos del brazo la otoñal pareja
emulando a «Romeo y Julieta». ¡0h, el amor, el amor!
La arriba firmante está convencida, por su gran experiencia, que
en tan sublime y hermoso sentimiento «no existe edad ni frontera
cuando hay un corazón que irradia primavera!»
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