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Escribir hoy -creo que ya lo hemos dicho en otra ocasión- no es tarea fácil; menos aún si se trata de querer escribir una poesía «original». Jóvenes poetas que comienzan su andadura y se entusiasman con el lenguaje que emplean, parece que descubren «mundos nuevos» en la adjetivación, en las metáforas, cuando, en verdad, no hacen otra cosa que imitar inconscientemente a modelos más o menos cercanos.

Podríamos decir que nadie se libra del lastre de sus admirados dioses literarios. Cernuda, Cavafis, los Novísimos están presentes en el fondo de sus incipientes creaciones.

En otras épocas, pongamos por caso en las generaciones últimas de a finales de siglo, la misma adjetivación empleaban los poetas del realismo -Antonio Grilo, Federico Balart, Manual del Palacio- como antes lo habían hecho los poetas del romanticismo posterior a Espronceda -Vicente Wenceslao Querol, Adelardo López de Ayala, Carolina Coronado-. El mismo Bécquer, verdadera y maravillosa síntesis de ambas tendencias, empleaba también la adjetivación y la imaginería estética de sus generaciones pasadas. El modernismo heredó semejante fortuna expresiva añadiendo, por parte de Rubén Darío especialmente, una riqueza considerable de elementos culturales exóticos; sin embargo, Rubén, como Nervo o Lugones, no hicieron un gran esfuerzo por sorprender a sus lectores con matices innovadores.

Solamente el poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910) fue el único que hizo grandes y, a veces, logrados intentos de romper con la fraseología hecha y las formas métricas ya relamidas.

¿Ha sido esa la ilusión de todos los grandes poetas y los medianos se han conformado con las migajas caídas del gran banquete de la genialidad, ya como lastre de esos segundones?

Nos da una gran alegría cuando, ya en la primera década de nuestro siglo (poetas como César Vallejo y el primer Neruda, sin olvidar a Juan Ramón a partir de su Diario...), empieza a despuntar una poesía que poco tiene que ver con la escrita hasta 1910. Tendremos luego que esperar el ciclón de las vanguardias, pero éstas adoptan aires iconoclastas. Eso significa que juegan con ventaja, porque rompen sin dejar nada del pasado como no sea la misma gramática.

El interés que ha llevado a escribir este artículo ha sido el de las dificultades que tienen quienes desean y anhelan con toda la obsesión del mundo descubrir un nuevo camino que no esté trillado, como se dice vulgarmente. ¿Ha habido un poeta exclusivamente original? ¿No será que cada generación ha modificado formalmente el esquema heredado, añadiéndole un rasgo o bien sometiendo los ya existentes a una modificación feliz que, a su vez, ha enriquecido el acervo tradicional?

Hay quienes se asquean cuando leen un poema bien escrito métricamente, pero endeudado con el pasado poético, porque ese poeta en cuestión no se ha tomado la molestia de hacer algo nuevo.

Que cada uno opine lo que quiera, pero, como en la ciencia y la técnica, todo el que está dentro de ellas está, si no obligado, sí inquieto por lograr algún avance, aunque sea pequeño y, en principio, desapercibido.





 

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