Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

La convocatoria de Cortes en 1810 llevó hasta la Isla de León, y posteriormente a Cádiz, a un numeroso grupo de diputados representantes, no sólo de de ciudades y territorios de la España peninsular, sino de los diversos reinos americanos que aún caminan por la Historia bajo el dominio de la metrópoli que los alumbró con sus descubrimientos, colonización y civilización, siglo a siglo, desde aquel ya lejano 12 de Octubre de 1492. Son 300 hombres de muy diversa procedencia, talante y oficio los que en las dos ciudades libres se darán cita durante el transcurso de los tres años trascendentales que abarcarán, para bien o para mal, todo el siglo XIX español y americano.

Si entre los españoles-peninsulares destacaron, en el período comprendido entre 1810 y 1812, hombres de la talla de Agustín de Argüelles, Diego Muñoz Torrero, Juan Nicasio Gallego o Antonio Capmany, que dejaron sus nombres legítimamente escritos para la posteridad, no es menos cierto que entre los españoles-americanos, los hubo verdaderos defensores de la libertad, como de sus remotas patrias indianas, y que no se sentirán extraños en una Patria común, que Cádiz, en tan dramáticos días, representaba con todo el vigor y generosidad que su historia y las circunstancias demandaban. Son hombres, por sólo citar algunos, como el jurista y poeta ecuatoriano José Joaquín Olmedo, que arrancará de las Cortes gaditanas la abolición del trabajo forzado de los indios y la exigencia al Rey de no serle reconocida su autoridad mientras no jurara la Constitución; o el limeño Vicente Morales y Duárez (muerto en Cádiz en 1912), elegido diputado por los peruanos residentes en Cádiz y que llegará a ser Presidente de las Cortes en marzo de 1812, destacando por su defensa de la igualdad de los futuros ciudadanos de América con los de la nueva España, a la que tanto unos como otros se esforzaban por convertir en una brillante realidad. O el presbítero costarricense Florencio del Castillo, acérrimo defensor de los indios, de los mestizos y de los negros, combatiente denodado por la abolición de la esclavitud y la Inquisición. (En 1813 ocupó la presidencia de las Cortes); o el mejicano José Miguel Alcocer, diputado por la provincia de Tlaxcala, eclesiástico y escritor, que terminó sus días como Vicario General del arzobispado de México... 

Y muchos más entre los 63 diputados que representaron con acierto a la América hispana defendiendo su derecho a ser españoles con los mismos derechos y deberes que los españoles de más acá del gran Océano, por cuanto -como diría el art. lº de la Constitución- «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios».

José Mejía de LequericaSin embargo, trataremos en esta ocasión de un diputado excepcional, don José Mejía de Lequerica, representante del Nuevo Reino de Granada (actual Colombia), de donde había venido acompañando al conde de Puñoenrostro, don Juan José Arias Dávila, para realizar estudios acerca de los monumentos de la antigüedad y los progresos de la civilización en Europa, pero al encontrarse con el levantamiento popular del «Dos de Mayo», se dispuso a luchar en las filas del Ejército español, en el que dio muestras de valentía y patriotismo. Ahora bien, ¿qué nos mueve a recordar a este joven quiteño de 34 años, al que le será adjudicado, desde su participación en las Cortes gaditanas del «doce», el sobrenombre del «Mirabeau americano? La de ser uno de los diputados a Cortes más notables de aquellos años tan peculiares y sugestivos, no sólo por la propia «aventura» que supone el «construir» la primera Constitución española, sino por la pléyade de hombres ilustres que hasta ella llegaron; que en su elaboración intervinieron; que desde ella proyectaron hacia el futuro su inusitado afán por la defensa de la Libertad frente al absolutismo monárquico y, por supuesto, porque fue apoyado y combatido, tanto fuera como dentro del liberalismo que profesaba.

José Mejía de Lequerica nació en la ciudad de Quito el año de 1776, recibiendo una esmeradísima educación. Alcanzó el grado de maestro por la Universidad de Santo Tomás de Aquino, las licenciaturas en Teología y Medicina y la cátedra de Gramática, puesto que compartió con verdadero interés con el de corresponsal -hecho prácticamente desconocido- de nuestro sabio compatriota José Celestino Mutis, con el que tuvo una interesante correspondencia de la que se conservan siete cartas, fechadas en Quito, Guayaquil y una en Madrid, encabezadas la mayoría con la expresión «Veneradísimo mecenas...». Fruto de sus trabajos será su obra «Plantas quiteñas», por la que habría de ser considerado como el primer botánico ecuatoriano.

Durante su permanencia en la Isla de León y Cádiz, Mejía de Lequerica colaboró en tres de los innumerables periódicos que vieron la luz en ese período crucial que va desde 1810 a 1813, durante el que ambas ciudades tuvieron el privilegio de representar a la España libre que no había sido aplastada por la bota napoleónica.

En la Isla colabora en «La Triple Alianza» (que se editaba en ella) dirigida por Alzaibar de la Puente, su íntimo amigo. El periódico vivió desde febrero a marzo de 1811 (7 números), tiempo suficiente para desencadenar polémicas como aquella sobre la muerte, que le valdría a Mejía el calificativo de pelagianista (Pelagie defendía que el pecado original no se había transmitido a la descendencia de Adán).

Ya las Cortes en Cádiz, sus artículos se concentraron, además de en el «Telégrafo Mexicano», que abordaba temas totalmente americanos, en «La Abeja Española», donde tenía a su cargo la sección titulada «Calle Ancha», Su redactor, don Bartolomé José Gallardo, también íntimo de Mejía, era Oficial Mayor del «Diario de Secciones» de las Cortes y luego bibliotecario de las mismas y hombre erudito y mordaz, autor de un «Diccionario critico burlesco» (1811), de gran éxito popular, contestación a una obra del famoso canónigo Ayala, dirigida a atacar a las Cortes furibundamente. La obra de Gallardo fue denunciada a la Regencia por el Vicario Capitular, que no le perdonaba su ejercicio de la razón y la libertad, un verdadero peligro para el catolicismo. Gallardo fue encerrado durante algunos meses en el Castillo de Santa Catalina como castigo a su acerada crítica a todo lo criticable, según su filosofía política y religiosa, amparándose en la libertad de imprenta que defendía... En su celda improvisó este curioso epigrama:

Por puro siempre en mi fe
y por cristiano católico,
y romano y apostólico,
firme siempre me tendré;
aunque encastillado esté,
aunque más los frailes griten,
y aunque más se despepiten,
mientras que de dos en dos,
en paz y en gracia de Dios
los ángeles me visiten.

No son, pues, de extrañar sus ataques a la Regencia, débil y bastante aferrada a ideas que ahora se estaban combatiendo, incluso siendo responsable de algunas arbitrariedades, como la hecha con el autodenominado «Barón de Geramb», un personaje desconocido al que nombró, sin saberse cuál fue la razón, Brigadier del Ejército... Molesto el hombre por tan bajo título, dada su alta dignidad, fue ascendido a Mariscal de Campo. Lo único que hizo en mérito a su graduación fue pasearse por Cádiz con manifiesta arrogancia, vestido con un uniforme lleno de colores.

En uno de sus números, «La Abeja Española» publicó lo que para las Cortes era tema secreto: la conveniencia de que Wellington asumiera el mando supremo de los Ejército españoles. Ante el lógico escándalo protagonizado por los diputados reunidos en sesión, Mejía de Lequerica presentó un escrito en el que se confesaba ser él el autor de los artículos del periódico, sin duda el más popular y avanzado de cuantos papeles periódicos vieron la luz en la interesantísima época que nos ocupa, aunque Alcalá Galiano lo tache de mal escrito y dirigido por «personalidades malignas». Lleno de ironia e ingenio punzante, terminó sus días el 31 de Agosto de 1813 coincidiendo con la muerte de Mejía.

La estancia de Mejía de Lequerica en Cádiz -donde asistía regularmente a las se siones de las Cortes-, aunque corta, fue realmente fructífera, pues pronto llegó a ser conocido por su defensa de todo aquello que un talante liberal como el de él pedía de la Monarquía y de la sociedad, aunque para algunos era mal visto por situarse en una franja extrema del espectro político, Incluso por los liberales moderados que llenaban las tertulias y logias gaditanas.

Por los pronto, decir que la proximidad de los franceses a la Isla de León, amenazaba la integridad de las Cortes, razón de más para que los diputados se fueran inclinando, no sin cierta preocupación, a trasladarse a Cádiz o a las islas Canarias. Ante la duda, será Mejía quien en sesión del 19 de enero de 1811, logre convencer a los diputados para que fuese Cádiz quien acogiese a la Asamblea, tal vez pensando en la huida hacia América si esta ciudad cayese en poder de los franceses. No hay que olvidar que desde América, la Junta de Caracas ya había sugerido a la de Cádiz, que si la guerra impedía que los reinos y provincias de España se congregasen en la Isla de León, «la América española estaba expedita para celebrar la asamblea nacional en unión de sus hermanos». El hecho es que a finales de febrero del año 11, los diputados se trasladaban a Cádiz y Mejía de Lequerica iniciaba el camino que lo engrandecerá a los ojos de España y de América. Con Agustín de Argüelles, Mejía de Lequerica será uno de los oradores mejor acogidos, no sólo por los propios diputados, sino por el numeroso público que acudía los días de sesiones al Oratorio de San Felipe Neri para presenciar los magistrales debates entre los oradores.

Desde la iglesia convertida en Parlamento, Mejía de Lequerica luchará con toda la fuerza de sus argumentaciones para que el Tribunal de la Inquisición fuera definitivamente suprimido en España y América, desencadenando, como era lógico presumir, una vehemente polémica en la prensa, en las tertulias y los cafés a los que el diputado neogranadino asistía frecuentemente; casi con certeza a la de doña Margarita López de Morla, una tertulia que llegó a ser admirada por el mismísimo Lord Byron y a la que Alcalá Galiano era asiduo, pues según él, a ella asistían «los principales corifeos del partido liberal, nombre con el que empezaba a ser considerado el dominante en las Cortes». La tertulia de doña Margarita era antagónica de la de doña Frasquita Larrea, esposa de don Nicolás Böhl de Faber y madre de Cecilia, «Fernán Caballero», de talante conservador y, por supuesto, con la del obispo Nodal, a la que acudían los diputados eclesiásticos.

Los defensores del «Santo Tribunal» llegarán a afirmar en su defensa, que el mismo era «un edificio delineado ya en el Antiguo Testamento por el mismo Dios» y tildarán de «herejes y blasfemos» y de «chusma de filósofos modernos» a los partidarios de la supresión, católicos igualmente, pero de un talante mucho más avanzado, que demandan una religión menos «contaminada» por el Poder civil, como mantenía Mejía de Lequerica. Éstos, a juicio de los apologistas de la fe y del Santo Oficio, infamaban a los Santos Padres, a los Papas y a los Concilios... Era, en definitiva, gente impía a la que «El Censor General», órgano del partido antirreformista o servil, llamará ateos, argumentando que «la religión católica es la única de la Nación, luego debía subsistir el Tribunal» y que «sólo la irreligión y la tiranía (?) podía oponerse al ejercicio del Tribunal».

Entre esta gente «maligna» estaba Mejía de Lequerica, quien, como otros muchos diputados, «hijos de la Ilustración», no aceptaba que se identificara la Religión con la Inquisición. Mejía será, pues, objeto del odio de quienes se adscribían a las filas de los serviles, máxime, cuando de todos era sabido su pertenencia a la francmasonería, como cuenta Alcalá Galiano en sus «Memorias», cuando dice que al ingresar en la logia gaditana encontró en ella, entre otros, a Mejía de Lequerica y a Tomás de Istúriz, todos ellos acusados por «El Sol de Cádiz» de que su único interés era perseguir a la religión... «Obsérvese en Cádiz quiénes son los que los persiguen (a los católicos) en sus papeles, en sus conversaciones, en las calles y en las plazas, y véase como son los libertinos, que ni oyen misa, ni confiesan, ni comulgan, ni se ocupan de ningún género de virtudes». No obstante, Mejía de Lequerica nos dejó estas frases, en las que pone de relieve su sentir religioso: «Todos somos católicos, apostólicos, romanos; todos sabemos que la potestad espiritual, como viene de Jesucristo, reside esencialmente en la Iglesia, y ésta es una verdad sobre la que no cabe duda entre los españoles. Pero, Señor, ¿el Tribunal de la Inquisición no ejerce también funciones temporales? Pues, yo, desde ahora digo que siempre que se limite a ejercer facultades espirituales y no temporales, lo apruebo. Pero, pregunto: ¿la aplicación de ciertas penas físicas y corporales, la confiscación de bienes, el modo de ejercer esas facultades temporales, el modo de enjuiciar, etc., todas esas cosas, no son civiles?

No es posible recoger en este artículo, con detalle, la trayectoria política de Mejía de Lequerica en las Cortes gaditanas, pues su extensión y complejidad superan los límites de la revista. Sí espero que el lector haya podido, en la brevedad que se impone, sentir alguna curiosidad, si no admiración, por este quiteño, español de América , concienciado -como ahora decimos- por una liberal manera de entender las relaciones entre los hombres y de éstos, con el Poder: en definitiva, abrir la ventana de España para que la Patria se limpiara con el aire fresco de la Libertad.

José Mejía de Lequerica murió en Cádiz el verano del «trece», víctima de la epidemia de fiebre amarilla que incursionaba, como un nuevo «ejército», por las riberas de la Bahía. Cádiz, libre ya de las granadas francesas, sufría ahora los estragos de la terrible enfermedad. Días antes de morir, el ilustre diputado había expresado su rotunda oposición a que las Cortes abandonaran la ciudad para librar a los diputados del peligro... Con él murieron el de Puerto Hico, don Ramón Powe; el de Cataluña, don Antonio Capmany; el de Asturias, don Ángel de la Vega Infanzón y el de Extremadura, don Manuel de Luxán. Entre otros.




 

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