Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

Ana María Matute, deliciosa narradora de historias infantiles, nos cuenta en su relato La rama seca la historia de una niña que, movida por su ternura y su fantasía, convierte una ramita en su muñeca favorita, envolviéndola para ello tan sólo en un trocito de tela. Ninguna otra muñeca es mejor que la suya, ni siquiera aquélla muy cara y de porcelana que su vecina le regalara. Nadie comprende tal fascinación, mucho menos el llanto inconsolable que le produjo la pérdida de su juguete preferido. Lo que para todos era un objeto sin importancia, para ella no era sino la más hermosa de las niñas, su rama era su mundo más preciado. Ana María Matute describe con total perfección el paraíso de la infancia, paraíso no perdido para esta escritora bañada de elegancia y sensibilidad.

Supongo que crecer nos va haciendo perder muchas cosas, entre ellas la capacidad para amar, como si de un tesoro se tratase, lo más elemental e insignificante. Pero sé que esto no es del todo así, pues al fin, y en el momento más inesperado, sale a la luz el niño que fuimos y que frecuentemente nos empeñamos en tener encerrado en nuestro interior por miedo, quizás, a ser lastimados o incomprendidos. Pero es indudable que este paraíso que Ana María Matute, por ejemplo, aún alienta, nos está llamando insistentemente para que en él vivamos, despreocupados y felices, con la felicidad del niño ante la posesión de las cosas más sencillas. Y porque sé que esto es así, ni la derrota ni la desesperanza deben tener cabida en este mundo que nos despierta cada día. Porque en definitiva la infancia es respirable a pesar de los acontecimientos que quieren negarla, vivir siempre es y será posible.

A propósito de todo esto, quiero referirme a una película, últimamente galardonada, y que causó en mí una impresión sumamente agradable. Me refiero a la italiana La vida es bella. Los protagonistas, un hombre y un niño, pasan por una serie de situaciones, algunas alegres, otras lamentables. Pero de todas ellas podrán salir airosos pues algo habrá que les facilite el camino hacia la esperanza: el triunfo de la inocencia y de la alegría de vivir. Efectivamente, la vida -parece decirnos la historia relatada- no está nunca exenta de altibajos, de lágrimas y sinsabores, pero todo ello queda perfectamente en un segundo plano si la mirada que acertamos a poner en juego es la que alimenta la luz positiva que encerramos. Y la luz positiva no es sino la que irradia ese paraíso interno de la niñez nunca perdida.

Los adultos nos empeñamos en jugar a demasiadas cosas y, creyéndonos excesivamente seguros de todo, acabamos equivocándonos y complicando lo más sencillo. Juguemos sin más a ser niños de nuevo, sin prejuicios y sin miedo.

Juguemos a ensayar miradas antiguas, las que nos regaló la vida al nacer, las que nos hicieron creer que las ramas secas podían ser muñecas. Juguemos, en fin, a rescatar de nuestros recuerdos más dormidos el más auténtico de los paraísos.








 

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