Ana María Matute, deliciosa narradora de historias
infantiles, nos cuenta en su relato La rama seca la historia de
una niña que, movida por su ternura y su fantasía, convierte una
ramita en su muñeca favorita, envolviéndola para ello tan sólo
en un trocito de tela. Ninguna otra muñeca es mejor que la suya,
ni siquiera aquélla muy cara y de porcelana que su vecina le
regalara. Nadie comprende tal fascinación, mucho menos el llanto
inconsolable que le produjo la pérdida de su juguete preferido.
Lo que para todos era un objeto sin importancia, para ella no
era sino la más hermosa de las niñas, su rama era su mundo más
preciado. Ana María Matute describe con total perfección el
paraíso de la infancia, paraíso no perdido para esta escritora
bañada de elegancia y sensibilidad.
Supongo que crecer nos va haciendo perder muchas cosas, entre
ellas la capacidad para amar, como si de un tesoro se tratase,
lo más elemental e insignificante. Pero sé que esto no es del
todo así, pues al fin, y en el momento más inesperado, sale a la
luz el niño que fuimos y que frecuentemente nos empeñamos en
tener encerrado en nuestro interior por miedo, quizás, a ser
lastimados o incomprendidos. Pero es indudable que este paraíso
que Ana María Matute, por ejemplo, aún alienta, nos está
llamando insistentemente para que en él vivamos, despreocupados
y felices, con la felicidad del niño ante la posesión de las
cosas más sencillas. Y porque sé que esto es así, ni la derrota
ni la desesperanza deben tener cabida en este mundo que nos
despierta cada día. Porque en definitiva la infancia es
respirable a pesar de los acontecimientos que quieren negarla,
vivir siempre es y será posible.
A propósito de todo esto, quiero referirme a una película,
últimamente galardonada, y que causó en mí una impresión
sumamente agradable. Me refiero a la italiana La vida es bella.
Los protagonistas, un hombre y un niño, pasan por una serie de
situaciones, algunas alegres, otras lamentables. Pero de todas
ellas podrán salir airosos pues algo habrá que les facilite el
camino hacia la esperanza: el triunfo de la inocencia y de la
alegría de vivir. Efectivamente, la vida -parece decirnos la
historia relatada- no está nunca exenta de altibajos, de
lágrimas y sinsabores, pero todo ello queda perfectamente en un
segundo plano si la mirada que acertamos a poner en juego es la
que alimenta la luz positiva que encerramos. Y la luz positiva
no es sino la que irradia ese paraíso interno de la niñez nunca
perdida.
Los adultos nos empeñamos en jugar a demasiadas cosas y,
creyéndonos excesivamente seguros de todo, acabamos
equivocándonos y complicando lo más sencillo. Juguemos sin más a
ser niños de nuevo, sin prejuicios y sin miedo.
Juguemos a ensayar miradas antiguas, las que nos regaló la vida
al nacer, las que nos hicieron creer que las ramas secas podían
ser muñecas. Juguemos, en fin, a rescatar de nuestros recuerdos
más dormidos el más auténtico de los paraísos.