Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

No podía creer que la fotografía que él mismo había tomado fuera un trozo de realidad, un fragmento de vida que se había paralizado para siempre dentro de un formato de trece por dieciocho. La imagen hablaba sin palabras, vociferaba, gritaba ferozmente, enganchada en los hilos del recuerdo. 

Una expedición anónima, compuesta por cinco hombres se asentó en aquel paisaje solitario, abrigando afanes de aventura, cegados por el orgullo de conseguir un tiempo prolongado de supervivencia que los envolvería dentro del papel dorado de una fama efímera, sin más compañía que el viento seco y gélido abofeteándoles sin cesar. Un hogar de lona era el único punto oscuro y trémulo sobre aquella quietud blanca por la que Bóreas ululaba liberado del odre que lo contenía, alterando sobremanera el ánimo de los cinco que luchaban a brazo partido contra sus silbidos.

La desolación de aquel desierto de hielo se compensaba con los pingüinos que torpemente renqueaban por la superficie y las focas y pájaros que obtenían su sustento del océano. Pero hacia el interior, hacia los picos que asomaban por encima de la nieve, todo era frío y dureza. La adversidad climática les acompañaría durante los meses que tendrían que vivir aislados, donde los días grises se unirían con las noches eternas, donde todo se volvería intemporal.

John era muy joven cuando encontró unas notas medio borradas dentro de un atlas muy antiguo. Nadie notaría la falta de un papel marcado por las arrugas del olvido, surcado por parásitos invisibles, amarillento de abandono. Desde entonces, todos las horas libres las pasaba buscando datos, haciendo cálculos, alimentando el sueño de descifrar aquellas líneas de puntos llenas de números que andaban por el mapa de Alaska, sinuosas, como la órbita que describía el baile de una abeja reina, para detenerse en una equis gigantesca que dormía en la falda de una montaña. Al pie del grabado había dibujado un ojo y un nombre: Sedna. Aquella especie de enigma a desvelar se había apoderado de él de tal manera que no le permitía descansar.

Aquella idea se acomodó en lo más hondo de su ser con el único afán de descubrir qué significaba todo aquello. El tiempo pasaba y John decidió que encontraría aquel lugar, aquel tesoro, aunque fuera lo último que hiciera. El nombre fue lo más fácil: correspondía a una fabulosa y perversa hechicera de una antigua leyenda esquimal. Su estatura era gigantesca, tenía un sólo ojo, pero con su poder dominaba a focas y ballenas y mataba a todos los cazadores que osaran adentrarse en sus dominios. John no hizo demasiado caso a semejante cuento de viejas, pues él pensaba que todo se basaba en el misterio que envolvía la zona y la acción de las aguas de fusión, los cambios de temperatura y demás fenómenos geológicos. El miedo no cabía en esta empresa y mucho menos las invenciones de unos cuantos ociosos. Se puso en marcha y consiguió, tras muchos meses de conversación, una subvención para su viaje.

Tamaña locura. Ese era el calificativo de la aventura. Sin embargo, la obstinación de John le hacía parecer hechizado por un sortilegio extraño de alguna tribu perdida del Amazonas. Pero no. El estaba seguro de que aquel lugar existía. Sólo la realidad le demostraría que estaba cebando una quimera, una broma que alguien dibujó sobre un papel extraviado.

La búsqueda se hizo rutinaria. Kilómetros y más kilómetros de hielo y cielo. No obstante, el desánimo estaba prohibido entre ellos. Podían estallar en carcajadas, en peleas desesperadas, pero no podían dejarse invadir por el desaliento de unas jornadas idénticas porque idénticos eran todos los picos que les rodeaban, asomando acechantes, desafiantes, aunque esta vez estaba seguro de que se encontraban en el punto exacto, pero ¿sobre cuál se dormía la equis del mapa? Repasó con sumo cuidado los cálculos. Según sus notas, el tercer pico hacia el norte era el indicado, mas no había nada diferente. Subieron a la cima por la cara sur. La bajada la emprendieron muy despacio. Él quedó el último. Se distrajo unos momentos. El resbalón del compañero abrió una grieta en la falda. Alertado por el accidente extremó la cautela de sus pasos. Al llegar donde estaba la rotura, el peso del cuerpo hizo el resto.

Cuando abrió los ojos, el haz de luz que pendía del techo le hizo ver que le envolvía el azul. Nunca había visto tantos matices, desde el más brillante al más oscuro. El hielo de las paredes era tan denso que se había vuelto brillante. Sin duda estaba en el interior de una gruta cuyo techo festoneado espejeaba su imagen deformándola, derivándola, hasta hacerle marear. Entonces supo que allí dormía la equis del mapa. Era ese el lugar que escondía el tesoro de una visión que jamás volvería a apreciar. Sacó la cámara. La luz del flash invadió una intimidad hasta entonces tranquila, silenciosa. La sonrisa que comenzaban a dibujar sus labios se heló al oír unos crujidos a su alrededor. Sedna estaba despertando. Le increpaba por su delito. Descargaba toda su ira, toda su maldad sobre él. John sintió cómo el hielo de la superficie se resquebrajaba a sus pies. Notó la presencia de la monstruosa figura de la hechicera, con la melena enmarañada, con su ojo solitario en el centro de la frente. Sus gritos alertaron a sus compañeros.

Desde el exterior vieron que la falda de la montaña volvió a quedar como estaba. Les pareció como si algo se hubiera estirado en las entrañas de la tierra. John agradeció las caricias del aire, el olor a frío, el coñac que le reanimó. Volvieron a casa. El regreso fue espectacular aunque nadie, excepto ellos cinco, supieron el verdadero motivo de la expedición. Unas semanas más tarde, cuando se libraron de periodistas, del libro Guinness y demás moscones, cuando la tranquilidad iba recuperando el lugar en sus vidas, se reunieron para ver el reportaje. Todas las fotografías tenían una chispa, un recuerdo pero la que John tomó en el interior de la gruta hablaba por sí misma. Todos enmudecieron al observar aquellas paredes de zafiro que soportaban un trozo del fondo del mar, que descansaban sobre un espejo oscuro con relieves. El silencio dijo más que las palabras. La imagen quedaría siempre enganchada en los hilos del recuerdo. Juraron no revelar la existencia de aquel lugar que quedó sepultado por la nieve porque si el ser humano llegara a localizarlo quedaría destruido. Sólo John disfrutó de la visión real del mismo y también supo que el miedo tenía sabor y nombre. 

Desde entonces, cada vez que miraba la fotografía la recordaba como «la gruta de Sedna».






 

volver  arriba

Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa

contador

BIOGRAFÍAS | CULTURALIA | CITAS CÉLEBRES | plumas selectas

sep