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No podía creer que la fotografía que él mismo había tomado
fuera un trozo de realidad, un fragmento de vida que se había
paralizado para siempre dentro de un formato de trece por
dieciocho. La imagen hablaba sin palabras, vociferaba, gritaba
ferozmente, enganchada en los hilos del recuerdo.
Una expedición anónima, compuesta por cinco hombres se asentó en
aquel paisaje solitario, abrigando afanes de aventura, cegados
por el orgullo de conseguir un tiempo prolongado de
supervivencia que los envolvería dentro del papel dorado de una
fama efímera, sin más compañía que el viento seco y gélido
abofeteándoles sin cesar. Un hogar de lona era el único punto
oscuro y trémulo sobre aquella quietud blanca por la que Bóreas
ululaba liberado del odre que lo contenía, alterando sobremanera
el ánimo de los cinco que luchaban a brazo partido contra sus
silbidos.
La desolación de aquel desierto de hielo se compensaba con los
pingüinos que torpemente renqueaban por la superficie y las
focas y pájaros que obtenían su sustento del océano. Pero hacia
el interior, hacia los picos que asomaban por encima de la
nieve, todo era frío y dureza. La adversidad climática les
acompañaría durante los meses que tendrían que vivir aislados,
donde los días grises se unirían con las noches eternas, donde
todo se volvería intemporal.
John era muy joven cuando encontró unas notas medio borradas
dentro de un atlas muy antiguo. Nadie notaría la falta de un
papel marcado por las arrugas del olvido, surcado por parásitos
invisibles, amarillento de abandono. Desde entonces, todos las
horas libres las pasaba buscando datos, haciendo cálculos,
alimentando el sueño de descifrar aquellas líneas de puntos
llenas de números que andaban por el mapa de Alaska, sinuosas,
como la órbita que describía el baile de una abeja reina, para
detenerse en una equis gigantesca que dormía en la falda de una
montaña. Al pie del grabado había dibujado un ojo y un nombre:
Sedna. Aquella especie de enigma a desvelar se había apoderado
de él de tal manera que no le permitía descansar.
Aquella idea se acomodó en lo más hondo de su ser con el único
afán de descubrir qué significaba todo aquello. El tiempo pasaba
y John decidió que encontraría aquel lugar, aquel tesoro, aunque
fuera lo último que hiciera. El nombre fue lo más fácil:
correspondía a una fabulosa y perversa hechicera de una antigua
leyenda esquimal. Su estatura era gigantesca, tenía un sólo ojo,
pero con su poder dominaba a focas y ballenas y mataba a todos
los cazadores que osaran adentrarse en sus dominios. John no
hizo demasiado caso a semejante cuento de viejas, pues él
pensaba que todo se basaba en el misterio que envolvía la zona y
la acción de las aguas de fusión, los cambios de temperatura y
demás fenómenos geológicos. El miedo no cabía en esta empresa y
mucho menos las invenciones de unos cuantos ociosos. Se puso en
marcha y consiguió, tras muchos meses de conversación, una
subvención para su viaje.
Tamaña locura. Ese era el calificativo de la aventura. Sin
embargo, la obstinación de John le hacía parecer hechizado por
un sortilegio extraño de alguna tribu perdida del Amazonas. Pero
no. El estaba seguro de que aquel lugar existía. Sólo la
realidad le demostraría que estaba cebando una quimera, una
broma que alguien dibujó sobre un papel extraviado.
La búsqueda se hizo rutinaria. Kilómetros y más kilómetros de
hielo y cielo. No obstante, el desánimo estaba prohibido entre
ellos. Podían estallar en carcajadas, en peleas desesperadas,
pero no podían dejarse invadir por el desaliento de unas
jornadas idénticas porque idénticos eran todos los picos que les
rodeaban, asomando acechantes, desafiantes, aunque esta vez
estaba seguro de que se encontraban en el punto exacto, pero
¿sobre cuál se dormía la equis del mapa? Repasó con sumo cuidado
los cálculos. Según sus notas, el tercer pico hacia el norte era
el indicado, mas no había nada diferente. Subieron a la cima por
la cara sur. La bajada la emprendieron muy despacio. Él quedó el
último. Se distrajo unos momentos. El resbalón del compañero
abrió una grieta en la falda. Alertado por el accidente extremó
la cautela de sus pasos. Al llegar donde estaba la rotura, el
peso del cuerpo hizo el resto.
Cuando abrió los ojos, el haz de luz que pendía del techo le
hizo ver que le envolvía el azul. Nunca había visto tantos
matices, desde el más brillante al más oscuro. El hielo de las
paredes era tan denso que se había vuelto brillante. Sin duda
estaba en el interior de una gruta cuyo techo festoneado
espejeaba su imagen deformándola, derivándola, hasta hacerle
marear. Entonces supo que allí dormía la equis del mapa. Era ese
el lugar que escondía el tesoro de una visión que jamás volvería
a apreciar. Sacó la cámara. La luz del flash invadió una
intimidad hasta entonces tranquila, silenciosa. La sonrisa que
comenzaban a dibujar sus labios se heló al oír unos crujidos a
su alrededor. Sedna estaba despertando. Le increpaba por su
delito. Descargaba toda su ira, toda su maldad sobre él. John
sintió cómo el hielo de la superficie se resquebrajaba a sus
pies. Notó la presencia de la monstruosa figura de la hechicera,
con la melena enmarañada, con su ojo solitario en el centro de
la frente. Sus gritos alertaron a sus compañeros.
Desde el exterior vieron que la falda de la montaña volvió a
quedar como estaba. Les pareció como si algo se hubiera estirado
en las entrañas de la tierra. John agradeció las caricias del
aire, el olor a frío, el coñac que le reanimó. Volvieron a casa.
El regreso fue espectacular aunque nadie, excepto ellos cinco,
supieron el verdadero motivo de la expedición. Unas semanas más
tarde, cuando se libraron de periodistas, del libro Guinness y
demás moscones, cuando la tranquilidad iba recuperando el lugar
en sus vidas, se reunieron para ver el reportaje. Todas las
fotografías tenían una chispa, un recuerdo pero la que John tomó
en el interior de la gruta hablaba por sí misma. Todos
enmudecieron al observar aquellas paredes de zafiro que
soportaban un trozo del fondo del mar, que descansaban sobre un
espejo oscuro con relieves. El silencio dijo más que las
palabras. La imagen quedaría siempre enganchada en los hilos del
recuerdo. Juraron no revelar la existencia de aquel lugar que
quedó sepultado por la nieve porque si el ser humano llegara a
localizarlo quedaría destruido. Sólo John disfrutó de la visión
real del mismo y también supo que el miedo tenía sabor y
nombre.
Desde entonces, cada vez que miraba la fotografía la recordaba
como «la gruta de Sedna».
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