Crecía el arbolillo, enérgico y enhiesto, tierna vara con
ansias de altitud, entre los árboles gigantes, corpulentos, de
imperante follaje, que se temía que, más que rodearle,
pretendían asfixiarle y cerrarle el camino hacia el sol y las
estrellas que apenas columbraba.
Crecía el arbolillo con tal afán y tanto decidido empeño, que
fue ganando, con rapidez extrema, grosor de cuerpo, fortaleza y
altura.
Y llegó un día, que se le había hecho eterno en su espera
intemporal, pero era, sólo, quehacer de la Natura, en que logró
ser tan poderoso, tan alto y dominador, que sobrepasó a todos
los otros árboles y vio cómo su aguda copa descollaba sobre
todas los de los demás.
Y entonces se sintió triunfador y pudo despreciar, con su
victoria, a tanto y tanto árbol que inútilmente pretendía
cercarlo con su imposible asedio.
Pero no fue feliz. Muy al contrario. Aumentó su desazón y la
certeza de su fracaso. Se sentía engañado, vencido y le sabía
así más amargo su estéril triunfo.
Ahora, ahora que dominaba por altura a todos, cuando podía
contemplar sin ningún obstáculo el tránsito fulgente del
ardiente sol y mirar, soñador, a la luna redonda de cara
maltratada por hondas cicatrices o los diamantes rútilos de
múltiples estrellas; ahora, precisamente ahora, es cuando más
angustiado y más infeliz se veía y consideraba.
En el confín de lo que percibía su mirada indagadora, por detrás
de tan amplio arbolado, estaba un horizonte cercano, remate de
colinas y poblados. Y él no podía nunca llegar allí, vivir aquel
ambiente que tan hospitalario parecía y formar parte del general
conjunto.
Y, vencido por la pena y su fracaso, lloró. Lloró con fuerza
incontenible. O eso era lo que creía el árbol. Porque una espesa
lluvia caía sobre él hasta dejar su aguda copa cuajada de
liquidas estalactitas, puras y cristalinas.
Cesó la lluvia repentinamente. Contesto un fragor de trueno al
pretendido llanto del árbol dolorido. Y detrás, rasgador como
alfanje en la batalla, se abatió sobre él un rayo convulsivo.
Todo lo destrozó. Originó su caída un pavoroso incendio que fue,
también, el fin del árbol prepotente.
Hasta el confín de las colinas cercanas, sobre terrazas y
balconadas de la urbanización que en ellas se asentaba para
placer y descanso de sus residentes, llegaron tres días después
las últimas cenizas del incendio.
Mezcladas entre ellas, iban, también, las del árbol que, tan
fervorosamente, había deseado alcanzar aquel lugar.