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El padre D. Ernesto Torrealta Guarranín llegó a Palma de
Mallorca para ejercer sus funciones sacerdotales. Aunque
magnífica persona y de gran valía, su pequeña estatura a primera
vista y con sotana, resultaba un tanto sarcástica, pero quedaba
totalmente eclipsado cuando dejaba oír su voz bien timbrada,
viril y autoritaria.
Automáticamente su ridícula imagen se acrecentaba e infundía el
natural respeto que toda persona merece al margen de su talla;
pues hay quien gozando de espléndida figura, su enorme vanidad
lo convierte en «enano» -sin ningún menosprecio por mi parte de
estas nobles criaturas- porque la calidad humana no se debe
medir por la estatura. Pero el humor, es justo reconocerlo,
también forma parte de nuestra existencia, por lo que es
inevitable que de vez en cuando algo o alguien nos haga sonreír.
D. Ernesto, nada mas llegar a la parroquia, no pudo librarse del
chiste que le adjudicaron; y digo chiste, porque ninguna persona
seria como la arriba firmante, puede dar crédito a lo que con
sorna comentaban: que inmediatamente a su llegada, enviaron un
telegrama al Sr. Obispo con el siguiente texto: «Recibimos
muestra. Envíen cura...»
El tiempo, que es el que se encarga de poner a cada cual en su
sitio, fue el que hizo justicia, pues el respetable Sr. se
reveló como persona exquisita, indulgente, progresista y, sobre
todo, tremendamente sincero. Nadie más indicado que él para dar
fe a las Evangélicas palabras: «La verdad te hará libre». Y a
esta verdad se acogió D. Ernesto cuando al cabo de unos años, se
dio cuenta que «el hábito no hace al monje»...
Tras largos periodos de meditación, pesadillas nocturnas,
malestar general, que se acentuaba caprichosamente en primavera,
se fue adueñando dentro de su ser la idea persecutoria de
renunciar a lo que hasta ese momento había creído que era la
única razón de su existir. Pero no, cada día, cada hora, cada
minuto, se concienciaba más, de que su meta era otra totalmente
distinta, y creía con toda lógica que aún estaba a tiempo para
rectificar, puesto que era joven y su sangre alborotada le
exigía con premura «el cambio por el cambio», como en cierta
ocasión dijo electoralmente Felipe González.
Tuvo la certeza del nuevo rumbo que había de darle a su vida
cuando, una tarde que practicaba el santo ejercicio de la
comunión, se le pone delante para recibir al santísimo una rubia
impresionante, muy parecida a la que le torturaba en sus sueños.
Fue tal su embeleso, que al pronunciar las sagradas palabras
«Cuerpo de Cristo», mentalmente se dijo para si mismo con
manifiesta admiración: ¡Cristo, que cuerpo! Naturalmente,
después de aquel humano, pero para él, sacrílego pensamiento, no
le quedó otro remedio que dejar los hábitos y perderse para
siempre en la tentadora y pecaminosa vorágine de la vida.
Para mi modo de ver, su noble proceder fue de lo mas coherente y
edificante; porque lo que no se puede admitir bajo ningún
concepto es en cimentar la vida en una mentira. Por lo que
Ernesto con su sabia decisión liberó su alma del engaño y
encontró al fin, la paz que todo ser humano necesita.
Ernesto Torrealta, completamente libre de ataduras, encausó su
vida en el mundo laboral, no siéndole difícil encontrar un
puesto de trabajo dada su vasta formación cultural, y por
supuesto, bien remunerado. Y entre el capital que poseía y su
mensual ingreso, pronto pudo permitirse el lujo de comprarse una
casita ajardinada en las afuera de sus madriles. Como medio
elemental para su trabajo y desplazamientos no podía faltarle su
buen «carro», que por su marca y tamaño indudablemente le daba
gran realce, aunque no por ello aumentaran la longitud de sus
piernas, por lo que se vio obligado para facilitar su labor de
conductor a suplementar los pedales del vehículo con unos
taquitos de madera perfectamente adosados; estos, y el abultado
cojín en el asiento, lo mantenía erguido, elevándolo lo
suficiente como para dar el «palo». También se hizo de una
hermosa «mascota», quizás para infundirle más respeto a los
«chorizos» y de paso sentirse más tranquilo; lo eligió de la
raza de «San Bernardo». Su tamaño era tan impresionante que
hacía por cuatro Ernesto.
Cierto día a principio de otoño, justamente cuando comenzaban a
caer las primeras lluvias, Ernesto estaba citado ese sábado en
casa de su íntima amiga Raquél, que celebraba su cumpleaños en
unión dc un buen número de amigos. Ya entrada la noche,
decidieron por unanimidad continuar la «juerga» en otro pueblo
de la cercanía. Lo que no pudieron prever es que ese aciago día
tendrían un accidente de tráfico.
Motivo del accidente? Para empezar, el coche de Ernesto iba al
completo, no hay que descartar el húmedo asfalto por la pertinaz
llovizna, las copas de más, el ambiente desenfadado de los
ocupantes; también, como no, las tentadoras piernas de Raquel,
que con su escasa minifalda dejaba ver mucho más de lo
imaginable, por lo que los ojos del conductor de vez en cuando,
como un imán, se iban hacia ellas, o quién sabe si en la loca
carrera, en una de las curvas, el suplemento del pedal del freno
-antes citado- se le desprendió a Ernesto de su sitio. Lo cierto
es que no pudo éste reaccionar ante el imprudente conductor que
en sentido contrario y en un adelantamiento indebido se le venía
prácticamente encima, por lo que, al tratar de evitar la
colisión, el coche de Ernesto volcó estrepitosamente para caer
sin remedio en la cuneta. Afortunadamente, la providencia estuvo
con ellos, ya que la policía de tráfico, parece ser que en la
distancia vislumbraron el accidente. Cumpliendo como siempre con
su deber, se acercaron al vehículo siniestrado. Con las
linternas pudieron comprobar que había varias personas
arracimadas, pero su atención la centraron en Ernesto. Quizás su
aspecto extremadamente juvenil, su alborotado pelo rubio a lo
Robert Redford, pero sobre todo, su pequeña estatura les haría
pensar que se trataba de un crío, por lo que el agente comenta
con su compañero: «primero hay que sacar al niño». Ernesto, que
estaba consciente, al oír esto y creyendo que era una mofa del
agente, le dice a éste con bastante indignación: -¡Menos
cachondeo, eh!, porque el «niño» tiene ya muchos añitos...
Felizmente, el revolcón solo quedó en un susto, y creo que aún
viven todos para contarlo.
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