Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

El padre D. Ernesto Torrealta Guarranín llegó a Palma de Mallorca para ejercer sus funciones sacerdotales. Aunque magnífica persona y de gran valía, su pequeña estatura a primera vista y con sotana, resultaba un tanto sarcástica, pero quedaba totalmente eclipsado cuando dejaba oír su voz bien timbrada, viril y autoritaria.

Automáticamente su ridícula imagen se acrecentaba e infundía el natural respeto que toda persona merece al margen de su talla; pues hay quien gozando de espléndida figura, su enorme vanidad lo convierte en «enano» -sin ningún menosprecio por mi parte de estas nobles criaturas- porque la calidad humana no se debe medir por la estatura. Pero el humor, es justo reconocerlo, también forma parte de nuestra existencia, por lo que es inevitable que de vez en cuando algo o alguien nos haga sonreír. D. Ernesto, nada mas llegar a la parroquia, no pudo librarse del chiste que le adjudicaron; y digo chiste, porque ninguna persona seria como la arriba firmante, puede dar crédito a lo que con sorna comentaban: que inmediatamente a su llegada, enviaron un telegrama al Sr. Obispo con el siguiente texto: «Recibimos muestra. Envíen cura...»

El tiempo, que es el que se encarga de poner a cada cual en su sitio, fue el que hizo justicia, pues el respetable Sr. se reveló como persona exquisita, indulgente, progresista y, sobre todo, tremendamente sincero. Nadie más indicado que él para dar fe a las Evangélicas palabras: «La verdad te hará libre». Y a esta verdad se acogió D. Ernesto cuando al cabo de unos años, se dio cuenta que «el hábito no hace al monje»...

Tras largos periodos de meditación, pesadillas nocturnas, malestar general, que se acentuaba caprichosamente en primavera, se fue adueñando dentro de su ser la idea persecutoria de renunciar a lo que hasta ese momento había creído que era la única razón de su existir. Pero no, cada día, cada hora, cada minuto, se concienciaba más, de que su meta era otra totalmente distinta, y creía con toda lógica que aún estaba a tiempo para rectificar, puesto que era joven y su sangre alborotada le exigía con premura «el cambio por el cambio», como en cierta ocasión dijo electoralmente Felipe González.

Tuvo la certeza del nuevo rumbo que había de darle a su vida cuando, una tarde que practicaba el santo ejercicio de la comunión, se le pone delante para recibir al santísimo una rubia impresionante, muy parecida a la que le torturaba en sus sueños. Fue tal su embeleso, que al pronunciar las sagradas palabras «Cuerpo de Cristo», mentalmente se dijo para si mismo con manifiesta admiración: ¡Cristo, que cuerpo! Naturalmente, después de aquel humano, pero para él, sacrílego pensamiento, no le quedó otro remedio que dejar los hábitos y perderse para siempre en la tentadora y pecaminosa vorágine de la vida.

Para mi modo de ver, su noble proceder fue de lo mas coherente y edificante; porque lo que no se puede admitir bajo ningún concepto es en cimentar la vida en una mentira. Por lo que Ernesto con su sabia decisión liberó su alma del engaño y encontró al fin, la paz que todo ser humano necesita.

Ernesto Torrealta, completamente libre de ataduras, encausó su vida en el mundo laboral, no siéndole difícil encontrar un puesto de trabajo dada su vasta formación cultural, y por supuesto, bien remunerado. Y entre el capital que poseía y su mensual ingreso, pronto pudo permitirse el lujo de comprarse una casita ajardinada en las afuera de sus madriles. Como medio elemental para su trabajo y desplazamientos no podía faltarle su buen «carro», que por su marca y tamaño indudablemente le daba gran realce, aunque no por ello aumentaran la longitud de sus piernas, por lo que se vio obligado para facilitar su labor de conductor a suplementar los pedales del vehículo con unos taquitos de madera perfectamente adosados; estos, y el abultado cojín en el asiento, lo mantenía erguido, elevándolo lo suficiente como para dar el «palo». También se hizo de una hermosa «mascota», quizás para infundirle más respeto a los «chorizos» y de paso sentirse más tranquilo; lo eligió de la raza de «San Bernardo». Su tamaño era tan impresionante que hacía por cuatro Ernesto.

Cierto día a principio de otoño, justamente cuando comenzaban a caer las primeras lluvias, Ernesto estaba citado ese sábado en casa de su íntima amiga Raquél, que celebraba su cumpleaños en unión dc un buen número de amigos. Ya entrada la noche, decidieron por unanimidad continuar la «juerga» en otro pueblo de la cercanía. Lo que no pudieron prever es que ese aciago día tendrían un accidente de tráfico.

Motivo del accidente? Para empezar, el coche de Ernesto iba al completo, no hay que descartar el húmedo asfalto por la pertinaz llovizna, las copas de más, el ambiente desenfadado de los ocupantes; también, como no, las tentadoras piernas de Raquel, que con su escasa minifalda dejaba ver mucho más de lo imaginable, por lo que los ojos del conductor de vez en cuando, como un imán, se iban hacia ellas, o quién sabe si en la loca carrera, en una de las curvas, el suplemento del pedal del freno -antes citado- se le desprendió a Ernesto de su sitio. Lo cierto es que no pudo éste reaccionar ante el imprudente conductor que en sentido contrario y en un adelantamiento indebido se le venía prácticamente encima, por lo que, al tratar de evitar la colisión, el coche de Ernesto volcó estrepitosamente para caer sin remedio en la cuneta. Afortunadamente, la providencia estuvo con ellos, ya que la policía de tráfico, parece ser que en la distancia vislumbraron el accidente. Cumpliendo como siempre con su deber, se acercaron al vehículo siniestrado. Con las linternas pudieron comprobar que había varias personas arracimadas, pero su atención la centraron en Ernesto. Quizás su aspecto extremadamente juvenil, su alborotado pelo rubio a lo Robert Redford, pero sobre todo, su pequeña estatura les haría pensar que se trataba de un crío, por lo que el agente comenta con su compañero: «primero hay que sacar al niño». Ernesto, que estaba consciente, al oír esto y creyendo que era una mofa del agente, le dice a éste con bastante indignación: -¡Menos cachondeo, eh!, porque el «niño» tiene ya muchos añitos...

Felizmente, el revolcón solo quedó en un susto, y creo que aún viven todos para contarlo.





 

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