Lope de Vega, fecundo y soberbio escritor de nuestro Siglo de
Oro, nos dejó un hermosísimo soneto religioso incluido en sus
Rimas sacras que comienza así:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
Admiro la ternura de Lope, el asombro emocionado que en él
produce la insistente llamada de Dios, cuando él apenas hace
nada por proporcionarse tal interés. Y es que realmente, la
amistad, cuando se goza de ella, sea cual sea su naturaleza,
puede convertirse en una de las experiencias más reconfortantes
y placenteras.
Sobre la amistad mucho ha sido lo que se ha hablado y aún se
sigue hablando porque, no lo dudemos, todavía hoy, a pesar de
tanta tecnología y de tanto progreso material, seguimos
inevitablemente haciéndonos falta unos a otros. Nos necesitamos;
ésta es la gran verdad, pues en el fondo, y a qué negarlo, todos
somos islas, islas de cuerpo entero y de alma hecha con los
retazos, ilusiones o fracasos del día a día. Por ello me
interesan esos puentes, esas alargaderas que nos conectan unos a
otros salvándonos de la soledad, del dolor de sentirnos islas
olvidadas por quienes no tienen el más mínimo interés por
acceder a ellas.
Lope de Vega nos hablaba de una relación divina. Pero cómo
olvidarnos de esas otras amistades inmortalizadas por el milagro
de la literatura, como la de Miguel Hernández y Ramón Sijé, o la
que hubo entre Lorca e Ignacio Sánchez Mejías. Con sus versos y
con su sentir, ambos poetas nos dejaron como herencia la prueba
de ese palpitar entrañable que nos hace vivir generosamente en
el otro y con el otro. Y así, en la poesía se refugia Miguel
Hernández para apasionadamente cantar a ese amigo perdido por el
brutal hachazo de la muerte:
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Creo que nada realzó más la humanidad y la grandeza de este
poeta que estas palabras bañadas de auténtica pena. «No hay
extensión más grande que mi herida», dice, quizás porque también
su capacidad para amar fue infinita.
Afirmaba Gorki: «Procura amar mientras vivas: en el mundo no se
ha encontrado nada mejor». Ojalá hiciéramos nuestra esta
sentencia. Sólo así entenderíamos que nada hay mejor que hacer
de cualquiera un amigo. Que nada hay mejor que hacer de la
Creación entera nuestra definitiva amiga. Sólo así sería posible
comprender que la realidad de ser islas sólo puede remediarse
con la santa medicina de la amistad y el amor.