Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

Hesperia, la sala de fiestas que sirvió de trampolín a muchos cómicos aficionados, iba a ser demolida en breve. De nada sirvieron las pancartas, las sentadas, las cartas que su dueño envió al ayuntamiento implorando la abolición de la orden, pretextando la oportunidad para algunos jóvenes por cuyas venas corría la ilusión de las candilejas. 

Durante mucho tiempo Hesperia fue el centro neurálgico de humoristas, actores, actrices, bailarines. Se escenificaron las mejores revistas que daban, entonces, la vuelta la mundo. El conjunto de variedades del Tropicana, compuesto por unos cuerpos cubanos esculturales, elásticos, brillantes, cubiertos de plumas y adornados con pedrería, había pisado su escenario circular y plateado como una estrella caída del cielo. Alrededor, las mesas se contaban por decenas, siempre llenas de un público selecto e impaciente por disfrutar de los episodios parodiados por los artistas consagrados, quienes a su vez apadrinaban a los noveles. El éxito estaba asegurado si conseguían triunfar allí. 

Su dueño, un empresario mauritano que un buen día decidió probar suerte en España, construyó el local imitando al mítico paraje que al principio de los tiempos se decía era su tierra: un jardín donde las manzanas de oro fueran los artistas con un talento celosamente escondido y sus guardianas unas Hespérides muy particulares, que los mantenían en sus camerinos hasta la salida al escenario, donde desvelaban su identidad. Todo formaba parte del sueño que este mauritano se encargaba de hacer realidad. Fueron tiempos de gloria. Fueron muchos los años de oler las tufaradas de felicidad, de embriagarse con la ambrosía de la fama. Poco a poco empezó a declinar, como todo. En los últimos años el jardín disminuyó de tamaño llegando a ser no más grande que una maceta, donde crecían las malas hierbas ahogando a las buenas. La sala se había convertido en un centro de audición alternativo para aficionados y muy pocos famosos se arriesgaban a presentar a un desconocido cuyas ocurrencias no iban más allá del chiste malo, la palabra soez y las excentricidades en la indumentaria para llamar la atención de impenitentes aburridos, de buscadores de abrigo en las tardes inacabables de los domingos lluviosos, sin más compañía que un vaso de whisky provocador de hiperclorhidria y paquetes de cigarrillos consumidos hasta las boquillas.

Hesperia se había convertido en un nido donde la indiferencia del público acunaba el hastío de un comediante anónimo cuya calidad quedaba en entredicho, a pesar de dejarse los goterones de sudor y los jirones de piel sobre el escenario. Hesperia quedó para ser un punto de encuentro de solitarios acomplejados con pretensiones de pasar el rato, para ver de nuevo a alguna vieja gloria que no se resignaba a la decadencia imparable del paso de los años. Las capas de maquillaje se endurecían como el barro para tapar las arrugas que les surcaban el rostro, para desfigurar la apariencia caduca que las envolvía, para ridiculizar aún más sus actuaciones insulsas. El público, el sufrido público, reía por no llorar premiando con aplausos débiles una actuación lamentable donde sólo era salvable la voluntad del intérprete. Otras intervenciones, en cambio, conservaban parte de aquel saber estar que las diferenciaba de las demás y hasta se atrevían a apostar por un novel. 

No obstante, Hesperia estaba ya en la recta final. Como despedida al dueño se le ocurrió hacer una gala benéfica antes de la inevitable demolición. La iniciativa fue seguida por un número considerable de artistas, entre ellos un tal Ignacio, un chico joven, no muy alto, con el mentón dividido y la nariz rota por los puñetazos. La noche transcurría llena de ese humor impregnado con el vapor de la amargura que provoca siempre el adiós, aunque todos se esforzaban en parecer felices. Ignacio esperaba su turno, nervioso, tanto que hasta olvidó el Padre Nuestro. El presentador lo anunció y tras unos segundos de palmadas se hizo el silencio. 

Ignacio, ataviado con un smoking alquilado, apolillado y maloliente, portaba una silla en una mano y el estuche de un violonchelo en la otra. Serio, miró a su alrededor, inclinó la cabeza y sin mediar palabra, colocó el asiento. Se sentó acomodándose lo mejor que pudo, moviendo el trasero de un lado a otro hasta que encontró la postura. Tomó el estuche del violonchelo, lo puso en el suelo y lo abrió. De semejante boca inmensa, oscura y desdentada sacó un babero que se ató al cuello, un plato, un cuchillo y una manzana. Sin más dilación empezó a comérsela. Se atragantaba, tosía, parodiaba, magistralmente, algo tan rutinario como el hecho de engullir. Pero el público no entendió. Ignorante, empezó a silbar, a abuchear, hubo un exaltado que le arrojó un vaso. Entonces, el mauritano se lanzó a defenderle, como si se hubiera transformado en el dragón que decían guardaba su mítico jardín. Él sabía que Ignacio era una manzana de oro y estaba dispuesto a defenderlo. En un alarde de valentía suspendió la función, acabando todo de mala manera. Ignacio estaba avergonzado pero el dueño apostó por él... y no se equivocó.

Días después, en unos segundos, todos los que andaban por allí miraban con morbo cómo Hesperia se iba desmoronando hasta ser un montón de escombros. Años más tarde edificaron un bloque de edificios muy moderno reservando los sótanos para una sala de fiestas. A la inauguración asistieron personalidades notables, artistas y el dueño de la antigua Hesperia, rebautizada como Florida. Comprobó que habían respetado la decoración, las camareras vestían a la usanza de sus Hespérides, aunque en lugar de manzanas se tocaban con flores. La noche se reservó una serie de actuaciones todas ellas inmejorables hasta que anunciaron el número final: «Tony Leblanch escenificará lo nunca visto». Salió a escena ataviado con un smoking y se acercó muy lentamente, sonriendo, hacia donde estaba el antiguo dueño de la sala. El le sonrió también. Sus manos, al estrecharse, se estremecieron al son de una extraña complicidad. Durante toda la actuación del cómico no pudo reprimir las lágrimas cálidas que enturbiaban el recuerdo de Ignacio, aquel joven serio, con el mentón dividido y la nariz rota, aquel joven que desapareció tras la refriega. Qué mal trago. Qué disgusto, sin embargo, mereció la pena que un imaginario Heracles se lo robara. Toda esta avalancha de evocaciones se sucedían mientras Tony Leblanch se comía una manzana que había sacado del estuche de un violonchelo.






 

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