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Hesperia, la sala de fiestas que sirvió de trampolín a muchos
cómicos aficionados, iba a ser demolida en breve. De nada
sirvieron las pancartas, las sentadas, las cartas que su dueño
envió al ayuntamiento implorando la abolición de la orden,
pretextando la oportunidad para algunos jóvenes por cuyas venas
corría la ilusión de las candilejas.
Durante mucho tiempo Hesperia fue el centro neurálgico de
humoristas, actores, actrices, bailarines. Se escenificaron las
mejores revistas que daban, entonces, la vuelta la mundo. El
conjunto de variedades del Tropicana, compuesto por unos cuerpos
cubanos esculturales, elásticos, brillantes, cubiertos de plumas
y adornados con pedrería, había pisado su escenario circular y
plateado como una estrella caída del cielo. Alrededor, las mesas
se contaban por decenas, siempre llenas de un público selecto e
impaciente por disfrutar de los episodios parodiados por los
artistas consagrados, quienes a su vez apadrinaban a los
noveles. El éxito estaba asegurado si conseguían triunfar allí.
Su dueño, un empresario mauritano que un buen día decidió probar
suerte en España, construyó el local imitando al mítico paraje
que al principio de los tiempos se decía era su tierra: un
jardín donde las manzanas de oro fueran los artistas con un
talento celosamente escondido y sus guardianas unas Hespérides
muy particulares, que los mantenían en sus camerinos hasta la
salida al escenario, donde desvelaban su identidad. Todo formaba
parte del sueño que este mauritano se encargaba de hacer
realidad. Fueron tiempos de gloria. Fueron muchos los años de
oler las tufaradas de felicidad, de embriagarse con la ambrosía
de la fama. Poco a poco empezó a declinar, como todo. En los
últimos años el jardín disminuyó de tamaño llegando a ser no más
grande que una maceta, donde crecían las malas hierbas ahogando
a las buenas. La sala se había convertido en un centro de
audición alternativo para aficionados y muy pocos famosos se
arriesgaban a presentar a un desconocido cuyas ocurrencias no
iban más allá del chiste malo, la palabra soez y las
excentricidades en la indumentaria para llamar la atención de
impenitentes aburridos, de buscadores de abrigo en las tardes
inacabables de los domingos lluviosos, sin más compañía que un
vaso de whisky provocador de hiperclorhidria y paquetes de
cigarrillos consumidos hasta las boquillas.
Hesperia se había convertido en un nido donde la indiferencia
del público acunaba el hastío de un comediante anónimo cuya
calidad quedaba en entredicho, a pesar de dejarse los goterones
de sudor y los jirones de piel sobre el escenario. Hesperia
quedó para ser un punto de encuentro de solitarios acomplejados
con pretensiones de pasar el rato, para ver de nuevo a alguna
vieja gloria que no se resignaba a la decadencia imparable del
paso de los años. Las capas de maquillaje se endurecían como el
barro para tapar las arrugas que les surcaban el rostro, para
desfigurar la apariencia caduca que las envolvía, para
ridiculizar aún más sus actuaciones insulsas. El público, el
sufrido público, reía por no llorar premiando con aplausos
débiles una actuación lamentable donde sólo era salvable la
voluntad del intérprete. Otras intervenciones, en cambio,
conservaban parte de aquel saber estar que las diferenciaba de
las demás y hasta se atrevían a apostar por un novel.
No obstante, Hesperia estaba ya en la recta final. Como
despedida al dueño se le ocurrió hacer una gala benéfica antes
de la inevitable demolición. La iniciativa fue seguida por un
número considerable de artistas, entre ellos un tal Ignacio, un
chico joven, no muy alto, con el mentón dividido y la nariz rota
por los puñetazos. La noche transcurría llena de ese humor
impregnado con el vapor de la amargura que provoca siempre el
adiós, aunque todos se esforzaban en parecer felices. Ignacio
esperaba su turno, nervioso, tanto que hasta olvidó el Padre
Nuestro. El presentador lo anunció y tras unos segundos de
palmadas se hizo el silencio.
Ignacio, ataviado con un smoking alquilado, apolillado y
maloliente, portaba una silla en una mano y el estuche de un
violonchelo en la otra. Serio, miró a su alrededor, inclinó la
cabeza y sin mediar palabra, colocó el asiento. Se sentó
acomodándose lo mejor que pudo, moviendo el trasero de un lado a
otro hasta que encontró la postura. Tomó el estuche del
violonchelo, lo puso en el suelo y lo abrió. De semejante boca
inmensa, oscura y desdentada sacó un babero que se ató al
cuello, un plato, un cuchillo y una manzana. Sin más dilación
empezó a comérsela. Se atragantaba, tosía, parodiaba,
magistralmente, algo tan rutinario como el hecho de engullir.
Pero el público no entendió. Ignorante, empezó a silbar, a
abuchear, hubo un exaltado que le arrojó un vaso. Entonces, el
mauritano se lanzó a defenderle, como si se hubiera transformado
en el dragón que decían guardaba su mítico jardín. Él sabía que
Ignacio era una manzana de oro y estaba dispuesto a defenderlo.
En un alarde de valentía suspendió la función, acabando todo de
mala manera. Ignacio estaba avergonzado pero el dueño apostó por
él... y no se equivocó.
Días después, en unos segundos, todos los que andaban por allí
miraban con morbo cómo Hesperia se iba desmoronando hasta ser un
montón de escombros. Años más tarde edificaron un bloque de
edificios muy moderno reservando los sótanos para una sala de
fiestas. A la inauguración asistieron personalidades notables,
artistas y el dueño de la antigua Hesperia, rebautizada como
Florida. Comprobó que habían respetado la decoración, las
camareras vestían a la usanza de sus Hespérides, aunque en lugar
de manzanas se tocaban con flores. La noche se reservó una serie
de actuaciones todas ellas inmejorables hasta que anunciaron el
número final: «Tony Leblanch escenificará lo nunca visto». Salió
a escena ataviado con un smoking y se acercó muy lentamente,
sonriendo, hacia donde estaba el antiguo dueño de la sala. El le
sonrió también. Sus manos, al estrecharse, se estremecieron al
son de una extraña complicidad. Durante toda la actuación del
cómico no pudo reprimir las lágrimas cálidas que enturbiaban el
recuerdo de Ignacio, aquel joven serio, con el mentón dividido y
la nariz rota, aquel joven que desapareció tras la refriega. Qué
mal trago. Qué disgusto, sin embargo, mereció la pena que un
imaginario Heracles se lo robara. Toda esta avalancha de
evocaciones se sucedían mientras Tony Leblanch se comía una
manzana que había sacado del estuche de un violonchelo.
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