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En
el Antiguo Imperio sólo tres animales sagrados fueron objeto de
culto: el buey Apis, de Memfis; el buey Menvis, venerado en
Heliópolis, y el carnero de Mendes, en el Egipto Inferior. En
Saqqarah existe una rica necrópolis subterránea con soberbios
sarcófagos de granito donde eran sepultados los bueyes sagrados.
La necesidad de hacer sensible la idea de la divinidad y de sus
atributos introdujo en los himnos y en la poesía comparaciones
con los animales más conocidos por los egipcios. Para algunos se
encontró una característica especial: Anhour con su cuerda,
Osiris con su atef, Phtah estrechando el cetro sobre su pecho,
pero la imagen tomada del reino animal era más a propósito para
satisfacer las exigencias de la devoción popular. Del símbolo se
pasó con facilidad a la adoración del propio animal y nació la
zoolatría. Así, el culto del ibis sagrado, precursor y pregonero
de la inundación, o de la diosa Bubastis, la hipopótamo, a quien
se encomendaban las parturientas.
La complejidad de tantas imágenes, nombres y funciones divinas
sólo se puede entender en el marco de un modelo multidimensional
de elementos, estrechamente vinculados entre sí, que se reúnen
en la totalidad como las partículas que configuran un átomo.
Unicamente tomados en conjunto constituyen una expresión válida
del concepto dios, lo que permitía a los egipcios comprender la
idea de la divinidad por un camino puede que imperfecto, pero
transitable: dios es la suma de muchos dioses separados. Sin
embargo, la existencia de límites poco nítidos, la
intercambiabilidad de los nombres, imágenes y atributos, no
permite calificar la religión egipcia de politeísta sin más
-como erróneamente suele hacerse-, porque tras la variedad se
atisba el conocimiento de un dios único. De hecho, cuando un
egipcio hablaba de los dioses en general, o del dios protector
de su ciudad en particular, utilizaba, en la mayoría de los
casos, la palabra netjer; que significa simplemente «dios», en
singular. Muy significativamente, la traducción al griego de
esta palabra en el periodo ptolomeico -poco antes de la
desintegración definitiva del imperio faraónico en favor de
Roma- era theos, que en latín se convirtió en deus.
Este dios único y último, que se esconde detrás de tantísimos
nombres propios y apariencias, sólo alcanzó plena preponderancia
una vez a lo largo de la historia de la religión egipcia. A los
cinco años de su reinado, el faraón de la XVIII dinastía
Amenofis IV (1465-1347 a.C.) proclamó la abolición de todos los
dioses en favor de uno único y verdadero, Atón, una de las
múltiples manifestaciones del dios solar Ra. Y para dar mayor
énfasis a su decreto se cambió el nombre por el de Akenatón («el
gozo de Atón») y trasladó la capital de Tebas a Amarna, donde
construyó grandes templos en honor a la nueva deidad. A partir
de ese momento quedaron proscritos los demás dioses, sus nombres
y sus imágenes, porque ya estaban contenidas en el dios único
Atón.
Los egiptólogos califican este periodo de auténtica revolución
religiosa, aunque, en el fondo, la pretensión de sustituir el
politeísmo por un monoteísmo inequívoco sólo plasma un rasgo
fundamental de la religión egipcia: dios, netjer, está sobre
todo y en todas partes. Su unicidad queda demostrada porque en
sí mismo están comprendidas todas las manifestaciones divinas
concebibles e inconcebibles, todos los nombres e incluso todos
los poderes.
No obstante, Atón no consiguió sobrevivir por mucho tiempo como
dios único. A los egipcios les seguía pareciendo que la
multiplicidad cambiante de un panteón multitudinario era el
mejor camino para comprender la esencia divina, y por ello, tras
la muerte del «faraón hereje», retornaron a las formas
tradicionales de la religión.
(Continúa en el próximo número)
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