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Se inicia este periodo con grandes cambios sociales que inciden en el mundo del libro: el comienzo de la desaparición del Antiguo Régimen, con las revoluciones americana y francesa, el surgimiento de la sociedad industrial y de la ideología liberal y la triple expansión de la riqueza, de la población y de la enseñanza.

librosLa producción del libro se vio afectada por una mayor demanda de la población, que pedía un abaratamiento del producto. El libro dejó de ser instrumento al servicio de una minoría culta y poderosa. La introducción de máquinas automáticas, movidas por la fuerza del vapor en vez del esfuerzo humano, supuso una gran ayuda en el terreno cultural y económico.

Los cambios se iniciaron con la fabricación de la hoja continua de papel, invento de Nicolás Luis Robert, en 1798, en Francia, aunque por azares revolucionarios se empezó a producir en Inglaterra gracias a los hermanos Fourdrinier, y con la utilización mayoritaria de pasta de madera como materia prima, en vez de los trapos, que escaseaban.

El constante aumento de ventas del periódico londinense The Times reclamaba constantemente nuevos procedimientos de impresión para aligerar y abaratar el trabajo. La primera máquina de imprimir que dio buenos resultados fue la del alemán Friederich König (1774-1843), que construyó en Londres una máquina de vapor, totalmente automática, que sólo necesitaba dos hombres, uno para introducir la hoja en blanco y otro para retirar la impresa. La oposición no se hizo esperar entre los trabajadores, que temían por su puesto de trabajo, y entre los que defendían la calidad del producto. El constructor de máquinas de imprimir más importante de Francia en el XIX fue Hipólito Marinoni, que construyó en 1872 la primera rotativa francesa, que fue posible gracias al invento de la estereotipia que permitía hacer moldes de cartón de las obras.

Debido a la mayor capacidad de los periódicos para atraer a los lectores, se procuró facilitar la lectura de los libros colocando dos columnas de texto en cada hoja, o intercalando numerosas ilustraciones que resucitaron el grabado en madera con la nueva técnica de testa o madera de boj que recreó Thomas Bewick.

La litografía, o grabado en piedra, descubierta a finales del XVIII por el alemán Senefelder, es otro método de ilustrar muy característico del XIX. Se basa en el poder de la piedra calcárea para absorber sustancias orgánicas grasas, como la tinta, y en el del agua para repelerla. El fotograbado fue otro gran invento que permitía la reproducción de fotografías o texto en una plancha metálica.

El maquinismo también alcanzó la fundición de tipos y a la composición. Tras unos primeros prototipos, el alemán Mergenthaler ideó la linotipia, que permitía una rápida composición en líneas, y en 1887, el norteamericano Tolbert Lanston, fabricó su prototipo de monotipia que fundía las letras sueltas y ofrecía mayor rapidez en la composición.

El contenido del libro cambia radicalmente. La escritura ya no es mera conservación del pensamiento sino que pasa a ser el instrumento de difusión de la información reciente ante el rápido desarrollo de la ciencia. La política fue otra de las obsesiones del hombre decimonónico, con constantes luchas entre conservadores y liberales que hicieron correr ríos de tintas en la prensa principalmente. La prensa fue ganando lectores al libro hasta ocupar un primer puesto en la circulación de la información impresa. También apareció una literatura de aventuras, misterio, intriga y sentimental, canalizadas a través de los periódicos o novelas por entrega.

Se transforma, por consiguiente, la comercialización del libro. Cualquiera podía abrir una librería o financiar la edición de obras ajenas. Se destacó también la figura del editor sobre la del impresor.

Frente a esta mecanización, la casa Didot, en Francia, continúa en este siglo con el gusto por el libro bien impreso y lujoso. También se constituyeron asociaciones de bibliófilos para editar, generalmente obras clásicas, en buen papel y con buena tipografía.


El libro español.

El libro español, como sucedió en el resto de Europa, incorporó las grandes novedades traídas por el industrialismo y la mecanización, que abarataron los costes y facilitaron su adquisición a la creciente sociedad. Sin embargo, la pobreza del país y la inestabilidad política ante los sucesos históricos provocaron que la producción de libros españoles en este siglo fuera muy baja.

La presentación dieciochesca se mantuvo hasta el triunfo del romanticismo, que impuso su desbordada fantasía y su búsqueda de la sensibilidad. Se buscaba no sólo embellecer el libro sino intensificar el sentido de su mensaje. Se utilizaron tintas y papeles de colores, se mezclaron letras de distintos estilos en portadas y cabeceras y se recurrió mucho a la ilustración.

El primer puesto entre los ilustradores correspondió a los litógrafos. Entre ellos destacaron Parcerisa, Villaamil y Madrazo, que consiguió de Fernando VII un privilegio para la creación del Real Establecimiento Litográfico en 1825.

En España fue muy raro el editor puro en el XIX. Lo normal era que fuera también librero o impresor. Uno de los primeros libreros editores fue Mariano Cabrerizo (1785-1868), establecido en Valencia y que hizo fortuna con la publicación durante muchos años del Calendario para el antiguo reino de Valencia y de la Medicina curativa de Le Roy, de la que llegó a vender nada menos que 46.000 ejemplares.

También podemos encontrar una figura que se inscribe dentro de la tendencia de editores educadores, Antonio Bergnes de las Casas, catedrático de la Universidad de Barcelona, que realizó buenas traducciones y adaptaciones. En su imprenta trabajó Manuel Rivadeneyra, que trabajó mucho para conseguir dinero y editar lo más notable de nuestra literatura en la Biblioteca de Autores Españoles, la BAE.

Importado de Francia, tuvo mucho éxito el folletín o novela por entregas, entre cuyos notables cultivadores estaban los granadinos Manuel Fernández y González y Ramón Ortega y Frías. Muchas veces eran editadas en los propios periódicos, como La Iberia, El Heraldo y La Correspondencia, madrileños, o el Diario de Barcelona.

En la segunda mitad del siglo los editores catalanes consiguen acercarse a los madrileños. En 1860 se estableció como editor José Espasa, que asociado a su cuñado Manuel Salvat consiguieron hacer una gran editorial a base de obras monumentales y de medicina. Separados en 1897, sus negocios han pasado a ser, en manos de sus herederos, de los más importantes en la España del XX.

En Madrid la editorial más importante en el último tercio del siglo fue la de Saturnino Calleja, popular por sus colecciones de cuentos infantiles.

Fuera de Madrid y Barcelona, Valencia siguió ocupando el tercer puesto en el mundo de la edición. Destacar a la Editorial Sempere, famosa por sus obras de pensamiento avanzado y revolucionario (Nietshche, Marx, Renan y Darwin).

En la segunda parte de la centuria, los improvisados periódicos políticos cedieron su sitio a otros más modernos que también tenían espacios para los temas literarios, las noticias y los reportajes. Quizás el más importante fue El Imparcial, fundado en 1867 por Eduardo Gasset Artime, y en cuyo suplemento literario Los lunes del Imparcial, dirigido por José Ortega y Munilla, yerno de Gasset y padre del filósofo, colaboraron los grandes de la literatura española. Podemos citar también El Liberal, Heraldo de Madrid, de izquierdas, o en la extrema derecha El siglo futuro.

Debemos mencionar dos leyes que afectaron a la difusión del pensamiento escrito: la Ley de Propiedad Intelectual, de 1879, y la Ley de imprenta, de 1883. 

En nuestro próximo capítulo, el siglo XX.





 

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