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Ni el olfato más delicado es capaz de oler su presencia ni el
exquisito paladar del mejor de los gourmets puede saborearlas.
Sin embargo, sus efectos se hacen notar cuando alguien las
ingiere junto a un buen bocado.
Las
salmonellas penetran en el organismo a través del íleon, la
tercera porción del intestino de los mamíferos que acaba donde
empieza el yeyuno y finaliza el ciego.
Para llegar hasta dicha zona los bacilos han de soportar un mar
de pruebas y vicisitudes. Una vez que pasan el esófago,
camuflados en el bolo alimenticio, los bacilos tienen que
enfrentarse a los potentes ácidos del estómago -que destrozan al
99 por ciento de los invasores- y después resistir la repulsa de
la flora bacteriana que puebla el intestino.
Son pocos los que llegan al objetivo, pero las bacterias
victoriosas atraviesan las mucosas del intestino para, desde
allí, alcanzar los folículos linfáticos. En estos, las
salmonellas se multiplican por millones. Y los vástagos pasan a
la sangre para viajar a todos los rincones del cuerpo. De esta
forma da comienzo la infección.
Los primeros síntomas de la enfermedad aparecen entre 3 y 60
días después de haber ingerido el agente causante, la
Salmonella typhi. Ésta siempre penetra por vía bucal. En el
transcurso de la primera semana el paciente siente un punzante
dolor de cabeza, malestar general, subida de la temperatura
corporal, pérdida del apetito, etc., hasta que cae rendido en la
cama. En este momento, aparecen unas manchas rojas en la piel, a
la altura del pecho y el vientre, y el bazo se infla hasta el
punto que el doctor puede palparlo. Estas son claras señales de
que los bacilos tifoideos han traspasado las barreras de defensa
y han colonizado los tejidos y órganos del cuerpo. Las
salmonellas ahora pueden atacar la pared intestinal desde el
torrente sanguíneo, provocando la aparición de pequeñas
ulceraciones en el extremo del intestino delgado. A través de
estos boquetes, algunas bacterias encuentran el camino hacia el
intestino, desarrollando en el enfermo una peritonitis. En otras
ocasiones alcanzan algún vaso, que puede reventar. Pasado este
calvario el paciente puede comenzar a mejorar y recuperarse del
todo en el transcurso de unas semanas.
Hay bares, restaurantes y chiringuitos que no cumplen las normas
básicas de higiene convirtiéndose en un paraíso para las
bacterias patógenas. Estos locales -sobre todo chiringuitos
playeros o locales modestos- no cuentan con los medios para
proteger a los alimentos de una posible contaminación, y
aprovechan las salsas hasta que se agotan o se enrarecen.
Incluso, el aseo personal en muchos camareros brilla por su
ausencia. Las salmonellas, ocultas en las arrugas y pliegues de
la piel o bajo las uñas del personal, se dejan caer «al agua
patos» sobre mayonesas, pinchos, mariscos, natas...
Los corrales, especialmente las granjas de cría intensiva,
constituyen unas auténticas incubadoras para estas bacterias.
Según los expertos, entre el 25 y el 65 por ciento de los pollos
sacrificados en el mundo están contaminados. Es más, un experto
de un Centro de salud pública londinense -nada que ver con las
«vacas locas»-, afirma que en todas las aves congeladas en su
país, como pavos, gallinas y patos, se hospeda alguna que otra
colonia de salmonellas. Estas viven tranquilamente en el
intestino de las polluelos sin que el ave presente ningún signo
de la enfermedad. Cuando el animal es sacrificado, las bacterias
del intestino, las plumas y la piel contaminan los otros
cadáveres. La reacción es en cadena y difícil de frenar.
Por último, no olvidemos que un buen número de las
contaminaciones ocurren en nuestros propios hogares, debido a
una incorrecta manipulación de los alimentos, a una limpieza
poco cuidadosa y a otros, como el almacenar comida ya cocinada
con carne cruda o mal cocida.
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