Las dificultades de una nueva poesía (II)
por Juan Mena
Allá por el año 1960 visité en su casa a Don Gabriel González
Camoyano, a quien mucha gente de más de cuarenta años vinculará
con la Academia de doña Emilia. Don Gabriel era en aquella época
algo así como el poeta más reconocido en la Isla; digamos que
poeta «oficial», si se tolera el término social de la palabra,
pues era reclamado en todas las efemérides literarias de nuestra
ciudad como un poeta «de primera magnitud» y de continuas
colaboraciones en la Información del Lunes, de Cádiz.
Le pregunté en aquella ocasión que qué hacía falta para hacer
una poesía nueva. Él dijo, con una sonrisa no poco picarona, que
«escribir una poesía increada». Me imagino que se refería a una
poesía que aún no estuviese escrita o que no se pareciese a
la(s) escrita(s) hasta el momento. De hecho, yo no tenía
inquietudes estilísticas en esos años de entusiasta aprendizaje.
Leía entonces a poetas posmodernistas, a los del 27 y una
antología que se publicó a comienzos de la década: Cuatro poetas
de hoy, buen espécimen de la generación de los 50.
Sinceramente, los que no hemos nacido para jefes de fila -Rubén,
Juan Ramón, García Lorca, Neruda..., por poner ejemplos de
poetas contemporáneos-, nos consolamos con ser poetas
sincréticos; o sea, que por olfato hemos asimilado un poco de
cada genio y con esa trama de hilos de variados colores nuestra
comunicación poética se nos hizo posible.
He dicho anteriormente que no tenía inquietudes de innovación
radical o moderada, sin embargo, en 1966 quemé en El Canal, muy
cerca de los eucaliptos que velaban las cuevas del fondo, sobre
una arenilla blanquísima, alrededor de trescientos poemas que ya
no me gustaban en absoluto y cuya lectura, cargada de lastres
del pasado, me era insufrible. Y es que todo poeta o artista
lleva en sus anhelos de creación el afán, si no de innovar, por
lo menos el no repetir a sus modelos hasta la saciedad.
¿Era un instinto de estilismo? No; de superación. Todo poeta
medianamente dotado tiene una intuición que le lleva a
desligarse de sus modelos primitivos, con el fin de tantear
nuevos caminos. ¿Fue Rubén Darío un genio estrictamente creador,
o más bien un poeta de poderosa capacidad aglutinadora que
hermanó en feliz camaradería lo clásico español, la poesía
francesa del siglo XIX y lo más granado de la literatura europea
del momento? Como Rubén, pero a escala inferior, hay muchísimos
poetas que han trenzado diversos hilos en una urdimbre expresiva
que nunca se acreditará como estilo propio, pero que ya en sí es
de laudable mérito.
En otros casos se da una búsqueda insaciable. Es el caso de la
poesía experimental de a finales de los sesenta en nuestro país;
pero es justo recordar un antecedente: el postismo. A su vez,
hemos de remitirnos al surrealismo de las vanguardias. En la
década de los ochenta, los jóvenes poetas volvieron los ojos a
las formas clásicas, si bien atenuadas frente a un clasicismo a
ultranza. Han surgido otros poetas nacidos en los años sesenta
que han retomado ese camino de una cierta elaboración del poema
(tengo ante mis ojos una recomendada antología titulada
Selección natural, de Universos, Gijón, 1995. En ella hay una
variedad que puede ser estimulante al joven poeta actual).
Pero volviendo a la idea obsesiva de una creación ex nihile, o
sea, de la nada, hemos de confesar con escepticismo que no es
nada fácil. Sin embargo, es el leif motiv del articulo y
seguiremos insistiendo.