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Por las flores heridas del otoño una gota de lluvia preludia la
nostalgia. Los vientos prematuros recorren las alamedas y las
fuentes, silban en los desnudos rastrojos de la llanura y
perturban a las inquietas esquinas del camino torturado. La
silueta de un hombre camina sigilosa. Se mueve con una cadencia
de cansancio, de ritmo repetido y aroma veterano.
El Sembrador de Escarchas ha llegado.
Espejo alquimista de la madrugada y las estrellas persiste en su
pasado; en su multitud de mínimos cristales que saludan la
mañana sobre la hierba herida.
El viejo hacedor se acerca a la curva del árbol solitario. El
ancestral Roble del Recodo que ha contemplado tantos siglos el
milagro de la vida. Tiene tantas primaveras que en él se posó el
primer pájaro y de sus ramas prendieron los nidos primogénitos
de las aves. En él, mucho antes de que el pájaro se posara, las
crisálidas se convirtieron en mariposas y las cigarras
aprendieron a cantar al verano.
El Sembrador de Escarchas y el Roble del Recodo son viejos
conocidos.
Cada Octubre se encuentran y conversan. Árbol y caminante
reposan un día y contemplan toda la extensión del horizonte y
cada uno de los rincones que desde la atalaya donde se ubica el
centenario Roble se divisan.
-¡Bien hallado amigo Roble!
Otro año más la Primavera, Señora de las Flores, te concedió
ramas y frutos. Otro año más el Verano, Señor del Sol, dejó
sobre ti sus cálidas manos para que maduraras y en tus sombras
se cobijaran los insectos y las aves y el humano vagabundo
reposara a tu lado la fatiga de los caminos.
-¡Saludos Señor de las escarchas!
De nuevo la Señora de las Flores y el Señor del Sol pasaron
junto a mí sus días y sus noches y una vez más, sobre mi cuerpo
y los demás seres del valle, esparcieron sus dones y riquezas.
Una vez más -continuo el centenario Roble- esperaba tu llegada,
tu sereno fruto de diminutos cristales helados que, fundidos con
la luz de la mañana, preparan mis raíces y la tierra donde
habito.
-Sí. Viejo amigo -interrumpió el legendario Sembrador-. Una vez
más, preparará tu cuerpo y tu alma para el largo sueño del
Invierno, Señor de los fríos.
-Esa es mi misión -continuo el Sembrador, mientras extendía
sobre el valle su sedante mirada-. Esa es la misión de mi
extensa vida. Pero, para ello, necesito del Viento que desnuda
vuestras hojas perecederas y lleva las nuevas semillas y la
vida.
Primero él, que con su soplo retorna a vuestro origen y esparce
vuestros nuevos hijos por donde su aliento le permite, y así,
una vez acabada su misión, yo, formando en la tierra, sedienta
aún por el paso del Señor del Sol, proporciono las condiciones
para la germinación venidera.
-Todos nosotros, tan distintos a veces y tan diferentes siempre,
formamos un solo empeño, una sola posibilidad: La Vida.
-¿También el Señor Invierno? -preguntó, con cierto enfado, el
Roble del Recodo- ¿También él, que a veces deja exhaustos de
frío y hielo nuestras más tiernas ramas?, ¿también él, que
tantas veces ha aniquilado, en intensas jornadas de frío, a los
seres y ha devastado la vida en muchos valles?
-¡También él! -contesto el Sembrador de Escarchas, sin dejar que
ni una de las palabras perturbara la serenidad de su mirada-. Si
el Señor de los Fríos no almacenara en las altas montañas el don
del agua, la vida de los seres se vería amenazada.
-¿De donde crees tú -pregunto al Roble- que viene el agua que
corre agitada por nuestro común amigo el Río? ¿Tú crees, que sin
el reposo de tus venas tendrías fuerzas suficientes cuando la
alegre y enamorada Primavera viniera a llenar tus desnudas ramas
de brotes y flores? Todo tiene un motivo. No lo dudes.
El Señor Invierno convida a un letargo a muchos de los seres
verdes, a grandes y mínimos seres de otros parajes necesarios.
Mientras, sin descanso alguno, él y la Seductora Lluvia,
amontonan el líquido volumen del agua. Y el Cristalino Hielo se
va almacenando en las cumbres de la Montaña Blanca. Es el
abastecimiento de todos. Es, luego, con el caminar del Señor del
Sol, en el cálido Verano, donde la riqueza del Agua convive con
la Tierra y tienen, en muchos lugares de este Planeta, donde tú
y yo sólo somos una brizna más de su existencia, la culminación
de los frutos y las semillas para una nueva generación de la
pervivencia.
Se hizo un silencio entre los dos.
El Roble del Recodo movió sus ramas, mientras el venerable
Sembrador sacaba de una bolsa blanquecina cristales de escarcha.
De una manera unísona, los diminutas esquinas se diseminaban por
el Valle de los Juncos. Delicadas y húmedas, sobre los verdes
matojos y las hierbas, que iban paulatinamente pasando, del
verdor policromo al blanco transparente de la fina escarcha.
-Mañana -dijo el Sembrador- cuando el débil rayo del Sol Otoñal
caliente mi cosecha y la tierra se humedezca, dará lugar al
alambicado de las pequeñas hojas secas, y así transmutar junto a
los mínimos pedazos de materia desgajada, el abono y compost
para las plantas que lo necesiten y la tierra se preparará para
la Primavera. En la madrugada -continuó el Anciano Sembrador-
repetiré otra vez mi misión de tantos siglos.
La noche, Señora de las Sombras, extendió su manto ennegrecido
por el valle y en el Viejo Roble las ramas ocultaron un ejército
de pájaros e insectos.
En el tránsito nocturno se oyeron multitud de fragmentos
noctámbulos. Ruidos y misterios en la otra cara de la Vida. Solo
las estrellas, Violines de la Altura, sosegaron el descanso del
Anciano bajo el Roble.
El crepúsculo, Doncel de las Luces, trajo de su mano una de esas
mañanas del Otoño Triste, donde los colores cambian sus tonos de
acuarela y el horizonte, Señor de la Distancia, se hace gris y
penetrante.
Un ave jugueteó en el aire y forzó su vuelo sobre una mariposa
de tonos verdes y rosados, que estiró sus alas sobre el añil de
unas flores diminutas.
El Sembrador de Escarchas se colgó sobre el hombro la bolsa,
donde hace muchos siglos trasporta sus exiguos granos de
escarcha y cogió la rama seca que cada año le regala el Viejo
Roble del Recodo. Miro a su alrededor pausadamente y prosiguió
su camino.
Sobre las pequeñas plantas del valle, la mañana se había
levantado y toda la floresta estaba adornada de blancos
cristales transparentes.
La Naturaleza seguía repitiendo su ancestral proyecto, tan
antiguo, que nunca la humanidad conocerá sus principios y donde
todo es lógico y tan cierto como la propia Vida... y donde no
debemos intervenir ni cambiar su curso, porque corremos el
riesgo de extinguir nuestra propia existencia.
Pero el ser humano esta lleno de incongruencias y en su afán de
poder quiere ser dueño de lo absoluto.
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