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Han transcurrido ya quince años desde que nos dejó, para
siempre, uno de los funcionarios de la Armada más geniales y
simpáticos que he conocido, buen amigo y compañero, tanto en
actividades militares como en funciones periodísticas. Era alto,
serio, honrado, sentencioso, de una gracia singular y sabía
catalogar a las personas desde el primer momento, sin escatimar
elogios o expresiones contundentes. ¡Se las sabía todas! En la
Marina estaba vinculado a dos oficinas, distantes entre sí más
de un kilómetro y, casi siempre, "se hallaba en el camino",
cuando requerían su presencia, ya que sus funciones
profesionales las simultaneaba con la organización de viajes y
actividades periodísticas. Había caído simpático a sus jefes,
que le daban toda clase de facilidades. Cierto día un coronel le
llamó la atención por su falta de puntualidad.
-¡Don Manuel! -le increpó con cierta energía-. Observo que Vd.
llega a la oficina más tarde que su jefe, y eso no debe ser.
-¡Cierto, mi coronel! -contestó en posición de firme-; pero me
permito decirle, con todos mis respetos, que V.S. dispone de
coche oficial y yo tengo que utilizar el autobús de servicio
público, que casi siempre llega con retraso, ya que mis piernas
averiadas no me permiten venir andando.
La cosa no pasó a mayores y todo siguió igual, hasta que se
produjo otra simpática situación, que también quedó solucionada
a su favor. En la organización interna del edificio, en que
radicaba una de las oficinas, requirieron la colaboración de don
Manuel como oficial de guardia cada cinco días, y en ese sentido
se lo hicieron saber.
-No tengo inconveniente en prestar tan importante servicio y
colaborar con otros compañeros -dijo con expresión sincera-;
pero debo informar que, dada la enfermedad que padezco y la
exigencia médica del cuidado nocturno de familiares, necesito la
presencia de mi mujer en el edificio después del arriado de
bandera hasta el toque de diana.
Lo que expuso pudo acreditarlo con un parte médico y se libró de
las guardias, continuando su vida normal sin más "papeletas".
En un libro autobiográfico que publiqué hace algún tiempo, hago
alusión a este hombre excepcional, con el que tomé parte en
cursos de la Armada. Con referencia a la clase de Religión que
nos daba el P. Galindo, preguntó un día a don Manuel que le
explicase "qué entendía por milagro".
-¡Milagro... milagro...! -titubeó el alumno-. Por ejemplo, que
Vd. se muera ahora mismo.
-Eso no es un milagro, don Manuel, no es un milagro... Eso sería
un hecho natural. Pero precisamente tengo que ser yo el que se
muera y no Vd... ¡Vamos, esto es el colmo!
En otra ocasión, que hizo un viaje por España en representación
de una cuñada que era presidenta de la empresa "Viajes Haro",
visitó en Madrid la sucursal regentada por un chileno, al que
para que conociera datos complementarios de su actividad en
otras funciones dio su tarjeta de visita con los datos
castrenses. En ella, además de su nombre y apellidos ponía:
"Teniente C. de Oficinas de la Armada". El chileno, al conocer
su condición militar, exclamó: -¡Parece mentira, don Manuel, que
con lo que Vd. vale, sólo haya llegado a "teniente coronel".
El chileno no llegó a enterarse de la picaresca de la tarjeta,
ya que el "Teniente C." no era teniente coronel, sino "Teniente
del Cuerpo de Oficinas". Y don Manuel le agradeció la
delicadeza.
Esto es todo, lectores amigos. Continuaré en la brecha con las
cosas de la Isla, todo el tiempo que Dios quiera. Terminaré
cuando deba reunirme con aquel amigo y compañero de toda la
vida, al que no he olvidado ni olvidaré nunca.
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