Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

La playa de Compostela, de arena clara y harinosa, se había convertido en el lecho donde dormía la niebla espesa del amanecer. La luz del sol, que se iba abriendo paso a duras penas, se había vuelto de plata, se había vestido con una claridad deslumbrante. El aire gris y húmedo se pegaba a la piel de Marta, pulverizándola hasta cubrirla de perlitas brillantes. Sus pupilas negras, sedientas de imágenes diferentes, no se apartaban del horizonte.

Cada verano, al día siguiente de llegar a VillaGarcía, saltaba de la cama cuando aún los sueños estaban encendidos para esperar la hora del ángel, el momento mágico y dulce en que sucedía el milagro. Sentada sobre la arena, veía al sol beberse la bruma, apurando sorbo a sorbo aquella inmensidad blanquecina, oyendo sus suspiros lentos al tragarla, hasta que dibujaba, a lo lejos, una línea teñida de azul, una línea que desunía el mar y el cielo, envolviéndolo todo con su luz dorada.
Ver todo aquello era ver la felicidad, saber que ella existía, sentir dentro el borboriteo de la naturaleza en todo su esplendor.

Cuando todo terminaba, dos hilillos cristalinos y salados se escapaban traveseando por su rostro, pues nunca podría pintar sobre sus lienzos aquellos colores difusos, aquellos brillos helados, aquella calidez de sentimientos. Una año más, se expuso sin condiciones a aquella explosión de vida, inspirando hasta ahogarse, purificando su interior. Luego, dio un largo paseo, por la orilla, hasta la playa de la Concha. No sentía los pies, la frialdad del agua los había vuelto insensibles. Decidió sentarse un rato. Mientras los masajeaba, sus ojos se detuvieron en el club de Regatas, con sus paredes de madera, barnizadas con ese olor a mar, salpicadas de metopas dedicadas, con el mobiliario marinero. Recordaba su adolescencia, cuando la dejaron asistir por primera vez a las Fiestas de San Roque. Su primer traje de noche, su primer maquillaje, su primer baile con un chico... Todo muy bonito. Inolvidable pero nada era comparable a aquellos momentos de soledad, a aquellos momentos de intimidad entre el amanecer y ella, momentos llenos de silencio para sentirse acariciada por aquel sol tan distinto al del sur, para dejarse cegar por aquella claridad tan distinta a la que veía diariamente.

De pronto Marta, al tocar la planta de uno de los pies, sintió como una puñalada. La arena estaba roja. Se acercó al agua y al limpiarse vio los labios de una herida aparatosa aunque superficial. Movía la pierna de un lado a otro con tanta fuerza que una de las veces perdió el equilibrio. Ya se veía mojada y pensando qué diría al volver cuando una mano la sujetó. Unos pies descalzos soportaban las columnas marmóreas que sostenían el cuerpo titánico de una mujer de largas trenzas rubias. Por vestimenta llevaba un sayo oscuro que resaltaba la blancura de su cara. Sus dos turquesas le miraban sin pestañear. Asustada, Marta agradeció su ayuda. Sin decir palabra, la desconocida se agachó, le tocó la herida y sin dudar le mordió.

Al levantar la cara se sacó de la boca un trozo de la valva de una almeja. Entonces, sus labios oscuros se estiraron al sonreír, liberando los susurros roncos de su voz, atrapándola en el laberinto invisible del juego de las miradas.

Dijo haber vivido durante mucho tiempo en un lugar sagrado rodeado de montañas, que sólo podía verse durante las noches de invierno, cuando el aire era transparente, cuando la luna llena arrojaba sus venablos plateados para que la vista del hombre alcanzara más lejos. Ese paraíso era Wingolf, la morada de las valquirias, situado al lado de Valhalla, la gran sala de paredes de oro donde ella y sus hermanas revivían a los guerreros muertos dándoles a beber el hidromiel. Ellos pasaban el tiempo organizando banquetes y demás diversiones a la espera del día del crepúsculo de los dioses. Cansada de escanciar y entretener con palabras llenas de dulzura fingida a seres que no conocía, desobedeció las órdenes de Freia, la compañera de Odín y fue condenada a vagar por el mundo hasta que una mujer de talento inusual la necesitara. Cuando terminó de hablar, la figura de la valquiria se fue alejando, se fue empañando, quedando sus huellas y el trozo de valva que cortó el pie de Marta.

Se fue el verano y con él las barbacoas, el combate naval de las fiestas de San Roque, sus fuegos acuáticos, las veladas del club de regatas, las caminatas interminables por el paseo marítimo. Su felicidad quedaría extraviada, como siempre, entre los granos de arena de la playa de Compostela, un puñado de recuerdos que cada verano recogía y encarcelaba dentro un frasco, para renovarlo al año siguiente. Marta volvió a casa. Pero esta vez le invadía una sensación extraña. Una voz desde muy adentro la incitaba pintar, a dar forma a la idea que se estaba gestando en su interior. Pero no sabia cómo iluminar el lienzo con una imagen plana en la que sobresalieran relieves de energía, voces de espiritualidad, salmos de esperanza, haces de vida. No sabía y decidió dejarlo por un tiempo.

Meses después, una noche en la que el granizo golpeaba insistente los cristales de la buhardilla, subió para comprobar que todo seguía en orden. Sobre el caballete descansaba un cuadrado impoluto. Sobre el taburete, la paleta sin pegotes de color, sin mezclas que alegraran su aspecto absurdo y frío. Instintivamente cogió los pinceles.

Han pasado muchos años desde entonces, han pasado muchos veranos en VillaGarcía, muchos amaneceres, muchos atardeceres para ver las montañas que rodeaban Valhalla.

Hoy, las nietas de Marta se acurrucan junto a ella para oírle, unas vez más, la historia de la mujer del cuadro que reposa sobre la chimenea. Una mujer titánica, de largas trenzas rubias, con un par de turquesas que miran desde cualquier ángulo, con una sonrisa llena de paz. Un retrato pintado como por encantamiento, casi con los ojos cerrados, que no necesitó retoques. Un retrato impregnado con el olor de la humedad y de lo antiguo que sólo exhalan los fantasmas.






 

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