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La playa de Compostela, de arena clara y harinosa, se había
convertido en el lecho donde dormía la niebla espesa del
amanecer. La luz del sol, que se iba abriendo paso a duras
penas, se había vuelto de plata, se había vestido con una
claridad deslumbrante. El aire gris y húmedo se pegaba a la piel
de Marta, pulverizándola hasta cubrirla de perlitas brillantes.
Sus pupilas negras, sedientas de imágenes diferentes, no se
apartaban del horizonte.
Cada verano, al día siguiente de llegar a VillaGarcía, saltaba
de la cama cuando aún los sueños estaban encendidos para esperar
la hora del ángel, el momento mágico y dulce en que sucedía el
milagro. Sentada sobre la arena, veía al sol beberse la bruma,
apurando sorbo a sorbo aquella inmensidad blanquecina, oyendo
sus suspiros lentos al tragarla, hasta que dibujaba, a lo lejos,
una línea teñida de azul, una línea que desunía el mar y el
cielo, envolviéndolo todo con su luz dorada.
Ver todo aquello era ver la felicidad, saber que ella existía,
sentir dentro el borboriteo de la naturaleza en todo su
esplendor.
Cuando todo terminaba, dos hilillos cristalinos y salados se
escapaban traveseando por su rostro, pues nunca podría pintar
sobre sus lienzos aquellos colores difusos, aquellos brillos
helados, aquella calidez de sentimientos. Una año más, se expuso
sin condiciones a aquella explosión de vida, inspirando hasta
ahogarse, purificando su interior. Luego, dio un largo paseo,
por la orilla, hasta la playa de la Concha. No sentía los pies,
la frialdad del agua los había vuelto insensibles. Decidió
sentarse un rato. Mientras los masajeaba, sus ojos se detuvieron
en el club de Regatas, con sus paredes de madera, barnizadas con
ese olor a mar, salpicadas de metopas dedicadas, con el
mobiliario marinero. Recordaba su adolescencia, cuando la
dejaron asistir por primera vez a las Fiestas de San Roque. Su
primer traje de noche, su primer maquillaje, su primer baile con
un chico... Todo muy bonito. Inolvidable pero nada era
comparable a aquellos momentos de soledad, a aquellos momentos
de intimidad entre el amanecer y ella, momentos llenos de
silencio para sentirse acariciada por aquel sol tan distinto al
del sur, para dejarse cegar por aquella claridad tan distinta a
la que veía diariamente.
De pronto Marta, al tocar la planta de uno de los pies, sintió
como una puñalada. La arena estaba roja. Se acercó al agua y al
limpiarse vio los labios de una herida aparatosa aunque
superficial. Movía la pierna de un lado a otro con tanta fuerza
que una de las veces perdió el equilibrio. Ya se veía mojada y
pensando qué diría al volver cuando una mano la sujetó. Unos
pies descalzos soportaban las columnas marmóreas que sostenían
el cuerpo titánico de una mujer de largas trenzas rubias. Por
vestimenta llevaba un sayo oscuro que resaltaba la blancura de
su cara. Sus dos turquesas le miraban sin pestañear. Asustada,
Marta agradeció su ayuda. Sin decir palabra, la desconocida se
agachó, le tocó la herida y sin dudar le mordió.
Al levantar la cara se sacó de la boca un trozo de la valva de
una almeja. Entonces, sus labios oscuros se estiraron al
sonreír, liberando los susurros roncos de su voz, atrapándola en
el laberinto invisible del juego de las miradas.
Dijo haber vivido durante mucho tiempo en un lugar sagrado
rodeado de montañas, que sólo podía verse durante las noches de
invierno, cuando el aire era transparente, cuando la luna llena
arrojaba sus venablos plateados para que la vista del hombre
alcanzara más lejos. Ese paraíso era Wingolf, la morada de las
valquirias, situado al lado de Valhalla, la gran sala de paredes
de oro donde ella y sus hermanas revivían a los guerreros
muertos dándoles a beber el hidromiel. Ellos pasaban el tiempo
organizando banquetes y demás diversiones a la espera del día
del crepúsculo de los dioses. Cansada de escanciar y entretener
con palabras llenas de dulzura fingida a seres que no conocía,
desobedeció las órdenes de Freia, la compañera de Odín y fue
condenada a vagar por el mundo hasta que una mujer de talento
inusual la necesitara. Cuando terminó de hablar, la figura de la
valquiria se fue alejando, se fue empañando, quedando sus
huellas y el trozo de valva que cortó el pie de Marta.
Se fue el verano y con él las barbacoas, el combate naval de las
fiestas de San Roque, sus fuegos acuáticos, las veladas del club
de regatas, las caminatas interminables por el paseo marítimo.
Su felicidad quedaría extraviada, como siempre, entre los granos
de arena de la playa de Compostela, un puñado de recuerdos que
cada verano recogía y encarcelaba dentro un frasco, para
renovarlo al año siguiente. Marta volvió a casa. Pero esta vez
le invadía una sensación extraña. Una voz desde muy adentro la
incitaba pintar, a dar forma a la idea que se estaba gestando en
su interior. Pero no sabia cómo iluminar el lienzo con una
imagen plana en la que sobresalieran relieves de energía, voces
de espiritualidad, salmos de esperanza, haces de vida. No sabía
y decidió dejarlo por un tiempo.
Meses después, una noche en la que el granizo golpeaba
insistente los cristales de la buhardilla, subió para comprobar
que todo seguía en orden. Sobre el caballete descansaba un
cuadrado impoluto. Sobre el taburete, la paleta sin pegotes de
color, sin mezclas que alegraran su aspecto absurdo y frío.
Instintivamente cogió los pinceles.
Han pasado muchos años desde entonces, han pasado muchos veranos
en VillaGarcía, muchos amaneceres, muchos atardeceres para ver
las montañas que rodeaban Valhalla.
Hoy, las nietas de Marta se acurrucan junto a ella para oírle,
unas vez más, la historia de la mujer del cuadro que reposa
sobre la chimenea. Una mujer titánica, de largas trenzas rubias,
con un par de turquesas que miran desde cualquier ángulo, con
una sonrisa llena de paz. Un retrato pintado como por
encantamiento, casi con los ojos cerrados, que no necesitó
retoques. Un retrato impregnado con el olor de la humedad y de
lo antiguo que sólo exhalan los fantasmas.
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