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Egipto1Quizás en ningún pueblo de la Antigüedad sea posible hallar templos tan bellos y grandiosos como en Egipto. Tres elementos se encuentran en todos ellos: un patio rectangular tras un alto pilono, la sala hypóstila y el santuario.

El pilono era la fachada, una construcción maciza, de gruesas paredes que se elevaban en disminución de la base a la cima, como una especie de muralla que dominara el conjunto separando el lugar santo del mundo profano.

El patio, rectangular, estaba cerrado a derecha e izquierda por hileras de columnas formando pórticos. Más al interior se levantaba la sala hipóstila, separada del patio por una simple columnata o por un muro de la altura de un hombre. Esta sala era la pieza más sorprendente del templo egipcio. Dispuesta a manera de basílica romana, constaba de una nave central más elevada que las otras, que eran dos o cuatro laterales. Sus columnas solían representar un tallo de papiro con la yema y la flor.

En la base se distingue hasta la mata de hierba de donde se eleva la planta, ofreciendo así el aspecto de una vegetación gigante súbitamente petrificada. Más adentro se hallaba el lugar secreto e inviolable del templo: el santuario, una sala cuadrada de pequeñas dimensiones, sin abertura al exterior, que recibía únicamente una luz discreta por la puerta.

En el centro, sobre su pedestal de piedra, inmóvil y silencioso, se erguía el señor de esta morada sombría, el dios de la localidad, que, a veces, en lugar de piedra era de madera para ser llevado más cómodamente en procesión. Las estatuas tenían ojos incrustados de materias brillantes. Únicamente en los últimos tiempos y en plena decadencia, los egipcios sustituyeron las estatuas por animales vivientes: gatos, serpientes, cocodrilos...

Cada templo tenia sus servidores y sus bienes propios. Al frente estaba el gran sacerdote, jefe supremo de las ceremonias y administrador de las propiedades, que sólo obedecía al rey y a quien asistían numerosos ministros, un portasellos o lector encargado de recitar las fórmulas sagradas de los papiros, profetas, oráculos, escribas, directores de procesión, etc. Las dignidades eran por su naturaleza hereditarias, de suerte que cada ciudad importante tenia su tribu sacerdotal y los bienes sagrados llegaron a alcanzar proporciones colosales. Bajo Ramsés III, el templo de Amón, en Tebas, poseía la cuarta parte de Egipto y ésta era una ciudad santa, con un régimen de favor.

Se han encontrado varios decretos reales del Antiguo Imperio concernientes a estas ciudades, como la de Abydos. Son cartas de inmunidad, eximiendo al dominio sagrado, personas y bienes, de toda clase de impuestos, prestaciones o contribución por cualquier título que fuere. Las penas más severas amenazan a los violadores de templos.

El culto se practicaba según un ritual preciso. El sacerdote entraba solo en el santuario y encendía el fuego, recitando una fórmula, echaba incienso sobre las ascuas y, mientras se elevaba el perfume, se acercaba a la «naos», cerrada hasta entonces, la abría rompiendo el sello de arcilla que la víspera le había puesto e, inmediatamente, al aparecer el dios al descubierto, se postraba ante él y le adoraba, levantábase y se postraba nuevamente, con la frente tocando al suelo y, después de haber repetido muchas veces estos movimientos, puesto en pie recitaba himnos.

El holocausto no fue de uso frecuente en Egipto y los alimentos ofrecidos al templo servían para manutención de los sacerdotes.

Una simple idea de moralidad -necesidad de hacer el bien y evitar el mal para agradar a Dios y llegar a la felicidad- estaba profundamente grabada en el alma egipcia. El hombre, aunque fuese el faraón, no entraba por derecho propio en el cielo; antes debía cumplir ciertos ritos y purificaciones, lo cual afirmaba su condición de servidor que ha de comparecer ante un juez supremo.

(Continúa en el próximo número)




 

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