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Hubo una vez un ángel muy hermoso y muy perfecto. Hasta tal
punto se había esmerado Dios en su creación que la criatura se
volvió orgullosa: creyó ser más hermosa y más perfecta que el
mismísimo Hacedor. Dios, que por aquellos tiempos no perdonaba
una (no como ahora), la castigó expulsándola de su Corte
Celestial.
Desde entonces suponemos que Belcebú, Satán, Satanás, el Diablo
o como sea que se llame realmente, está hecho un rencoroso y va
por ahí intentando que la gente le adore a él en vez de a su
padre. Pues bien, ¿acaso el Gran Maligno hizo algo que pudiera
llamarse con propiedad «malvado»? No veo por qué estas maldades
satánicas son tan malas, la verdad. Más bien parece que en vez
de un acto de «maldad» nos encontramos ante un «error» del ángel
caído, un dejarse llevar por las apariencias.
Un «pecado» que, después de todo, no merece arrepentimiento,
sino la corrección de la inteligencia a partir de un sencillo
análisis comparativo entre la naturaleza divina y la angelical.
Y digo yo, ¿si Satanás es tan perfecto cómo es incapaz de darse
cuenta de su error, cuando hasta yo me doy cuenta (y no soy nada
perfecto)? ¿Y si Dios es tan sabio y tan bueno, cómo es que no
se da cuenta de que su criatura tiene el pecado de la ignorancia
y no el de la maldad? En fin, si resulta que ni el mismo diablo
es tan malvado como dicen, me pregunto si hay o ha habido o,
incluso, si puede llegar a haber alguien del que pueda afirmarse
con propiedad que es malo.
La pregunta parece de lo más tonta: lo que todos nosotros
responderíamos sin pensarlo dos veces es que «sí, por supuesto
que sí». Pero de vez en cuando nos da por repensar este tipo de
cuestiones. Hasta hubo uno que de tanto darle vueltas al coco
acabó por afirmar que la maldad no existe, pues «nadie hace el
mal a sabiendas». Yo, discípulo de este señor (Sócrates),
también albergo algunas dudas sobre el tema. Por supuesto que no
tantas como él. Pero alguna hay... En fin, que hoy intentaremos
aclarar ese concepto tan manido por quienes nos educaron, a
saber, el de «ser malo».
De principio hay que definir qué es lo «malo». Esta categoría se
predica de las acciones, las cuales pueden ser «malas» desde el
punto de vista del resultado (aunque la intención haya sido
buena), o bien «malas» desde el punto de vista de la intención,
esto es, lo que se conoce como la «maldad» de quien actúa
(aunque el resultado haya sido bueno).
Respecto al primer caso parece claro que la persona que, guiada
por su buena intención, provoca un estado de cosas contrario a
su previsión inicial tiene el pecado de la imprudencia o el
defecto de la ignorancia, aunque realmente no tiene por qué ser
«mala persona». Pensemos, por ejemplo, cuando decimos que somos
malos nadadores: ocurre que no logramos realizar con éxito
nuestro propósito (en esta ocasión evolucionar con velocidad y
elegancia en el agua) y que no hay «maldad» en nuestra torpeza
aunque seamos responsables de ella (pues, en efecto, podríamos
entrenar todos los días en la piscina, pero no lo hacemos porque
no nos apetece).
En el segundo caso, cuando las acciones son «malas» desde el
punto de vista de la intención, el adjetivo se sustantiviza y se
pasa de lo «malo» a la «maldad», es decir, de una propiedad
accidental de los hechos a una esencia personal. Pero también
aquí puede resultar que la persona sea «malvada» por
circunstancias, no en sí misma: puede ser que tenga una
enfermedad mental, o que se haya malformado en un ambiente de
violencia, opresión o marginación, o que se persiga un bien
posterior (es el caso de las intervenciones médicas), o que se
esté reparando un agravio (por ejemplo, no podemos decir que los
jueces sean malvados por imponer sanciones), etc. En este
apartado habría que incluir al etarra que asesina, porque está
convencido de ideas peregrinas y absurdas, y a los hombres que
maltratan a sus esposas a causa del embrutecimiento que conlleva
la mala educación, la pobreza, la droga (llámese heroína o fino
de Chiclana) y la impotencia al saberse condenados a ir cada vez
peor.
Por consiguiente es necesario que la acción «mala», o mejor,
«malvada», tenga su origen en la libre capacidad de las personas
para elegir entre varios modos posibles de acción. La «mala
persona» se guiará por criterios y valores contrarios al
bienestar del resto de los hombres, animales y cosas. Será como
una enfermedad para su familia, el enemigo de sus conocidos, el
obstáculo para la paz de su pueblo.
Pero sigo sin tenerlo claro. ¿Somos buenos porque necesitamos
llevarnos bien con nuestros semejantes? ¿La maldad es mala
porque nos conduce a la soledad y a la amenaza de una justa
represalia de quienes hemos perjudicado? ¿Qué pasa si puedo ser
malo y quedar impune (y aquí paz y después gloria)? ¿Qué pasa si
elegimos hacer el mal una vez evaluados los pros y los contras
de nuestras acciones? ¿Puede ser la maldad apetecible y buena
para quien la comete? ¿Puede una acción ser mala para los demás
y buena para mí? He aquí la cuestión. La única cuestión que en
este momento nos ocupa.
En efecto, si resulta que mi escala de valores me pone a mí
mismo por encima de todo, lo «bueno» será lo que me beneficia,
aunque perjudique al prójimo, y lo «malo» lo que me perjudica,
aunque beneficie al prójimo. Se dirá que esta suerte de egoísmo
es malo. Pero, tal y como yo lo veo, es simplemente un criterio
de actuación tan legítimo como cualquier otro... a menos que
dispongamos de un criterio superior y universal, una escala de
valores absoluta que, por desgracia, no existe o no conocemos
(hay que exceptuar a los intolerantes que piensan que sus
valores particulares son los únicos valores aceptables).
Para aclarar la cuestión pensemos en Hannibal Lecter (El
silencio de los corderos). El tío tiene mala leche para dar y
regalar. Disfruta haciendo sufrir y se realiza comiéndose las
vísceras de la gente... ¡será cacho bestia! Lo peor de todo es
que no podemos comprender lo que pueda tener eso de agradable.
Si fuera un ladrón, un pirómano o un violador entenderíamos qué
beneficios espera obtener, pero esa animalada... ¿a qué viene?
Con Hannibal chocamos con algo que suena a pura maldad, esa que
no tiene sentido. Porque el mal de verdad es el Caos, lo que no
puede entenderse. Todavía lo de Belcebú tiene un pase: después
de todo era un coqueto, un orgulloso y un ignorante. Pero
Hannibal, ¿de qué va? Necesariamente tenemos que pensar que está
loco, que la gente mala no hace eso, que lo que tiene es un
cacao mental de narices. Quizá es por eso que se metió a
psiquiatra: para autocurarse en lo posible. ¿Lo logró? Parece
que no. Pero, ¿qué pasaría si, como quiere convencernos la
película, Hannibal ha encontrado su cura en la antropofagia más
salvaje? Resultaría entonces que su modo de vida, sus valores,
sus actos y sus preferencias son buenas para él, beneficiosas
para la paz de su alma desalmada y que, por tanto, su objetivo
final no es el mal, sino el bien (egoísta).
En fin, como decía el maestro, «nadie hace mal a sabiendas», ni
siquiera Satanás, ni siquiera Hannibal Lecter...
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