Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces


Guillermina y Daniel llevaban algunos años de matrimonio y aún no habían visto materializado su sueño en el hijo que tanto deseaban; aunque, claro está, la esperanza la mantenían latente. Como suele suceder en estos casos, los amigos íntimos le sugerían diferentes fórmulas para que la «semilla» del amor pudiera dar su fruto. Guillermina, todo hay que decirlo, no era ya ninguna niña, pues caminaba hacia los cuarenta, por lo que era consciente del peligro que entraña la maternidad en esa edad en una primeriza. Aunque a ella, en honor a la verdad, ese riesgo no le preocupaba demasiado con tal de ser al fin madre. Así que seguía a rajatabla todos los consejos de los experimentados, algunos de pronóstico reservado... Por lo que unas veces con música y otros sin ella, la apasionada pareja siempre encontraban el momento para practicar la «gimnasia sueca». Daniel, aunque de complexión robusta, con tantas horas extras, ya empezaba a reflejar en su cara el natural cansancio, máxime, cuando su rolliza esposa pesaba en «canal» 95 kilos, por tanto ya no gozaba de esos colores envidiados por algunos y, quizás, un tanto sospechoso para otros, porque en los pueblos ya se sabe, si de vez en cuando te tomas unas copitas te ponen la etiqueta..., pero hay que ponerse en el caso de Daniel, pues tiene «tela marinera» comer todos los días «liebre a la cremé» y «pechuga abundanté» aunque sea de faisán.

¡Al fin!, las jornadas intensivas dieron el esperado fruto. La dicha de la pareja se vio consumada con la primera «falta» de Guillermina. Cuando toda radiante se lo comunica a Daniel, éste no podía dar crédito a tan feliz noticia. Era tal la satisfacción que los embargaba, que la buena nueva se propagó rápidamente por el pequeño pueblo. No obstante, hasta no estar bien segura no quiso ir a su médico, bueno de ella y de toda la comarca, pues D. Onofre Ciclón era el único facultativo del entorno, por lo que no le quedaba otro remedio al pobre hombre que ser polifacético en su profesión, ya que a veces tenía que ejercer hasta de veterinario; podéis imaginaros la «aventura» que corrían todos, según afirmaban los habitantes del pueblo.

D. Onofre acertaba con muy pocos en el diagnóstico. Ahora, eso sí, era todo un experto en la cocina, por lo que a sus pacientes, en vez de correr el riesgo de recetarles medicamentos raros, que la mayoría de las veces son, como sabéis, armas de doble filo, se los daba culinarios, sobre todo los de repostería que era su verdadera especialidad.

Cuando Guillermina cumplió dos faltas, el matrimonio se dirigió muy ilusionado a la consulta. Hechas las pertinentes exploraciones, D. Onofre, sin ninguna duda, le dice a la incipiente madre: -Guillermina, siento tener que decirte que no hay tal embarazo. A la pobre mujer se le cambia el color; las lágrimas brotan de sus ojos, mientras, desgarrada por el desencanto, grita: -¡No es posible!, si ya he cumplido las dos faltas y mi vientre aumenta de volumen cada día. ¡No me lo puedo creer!

D. Onofre trata de tranquilizarla, pero no logra que ésta entre en razón. Suavizando la voz le afirma: -Mujer, tú lo que tiene son gases, tu embarazo es meramente psicológico. Los gases son sin duda los culpables de tu inflamación abdominal; en cuanto los expulses tu vientre volverá a la normalidad y te sentirás mucho mejor, por lo que voy a recetarte unos comprimidos realmente eficaces. El marido tan sorprendido como ella, no se atrevió a pronunciar palabra. Se marcharon desmoralizados y, por supuesto, Guillermina, con el firme propósito de no volver jamás por la consulta. ¡Menudo disgusto les había dado! Como para volver.

Pasado algún tiempo del frustrante episodio, D. Onofre se marchó a Madrid, siendo sustituido por D. Adriano Fraudini, de ascendencia italiana, aunque natural de Archidona (un pueblo con historia), pero ésta aún no había alcanzado el cenit de la popularidad que le dio Camilo José Cela con su célebre película... El nuevo doctor ostentaba el título de ginecólogo, al menos a ello se había entregado sin descanso en el pueblo limítrofe donde se desarrolla nuestra historia.

Guillermina con la nefasta experiencia sufrida, se resistía a una nueva exploración, pese a que su vientre seguía creciendo de manera evidente. Mas, pensando que tal vez D. Onofre estuviera en la cierto al asegurarle que lo de ella eran sólo gases, se decide al fin a tomar las pastillas que le recetó. A los pocos días de comenzar el tratamiento se le desencadena un ruido de tripas que felizmente puede expulsar. ¿Y quién es el que paga el «pato» de este éxodo ventoso?, ¡Daniel! También es vendad que buena culpa de su «entripao» la tenía su régimen alimenticio, muy pródigo en «pringá», complemento de sus exquisitas berzas, que parecía compensarla de su frustración maternal.

Total, que entre las copiosas platos y las pastillas de Aeroredt, el «concierto» estaba servido. Por las noches, sobre todo, era cuando se desataba la «tormenta», siempre ésta acompañada de fuertes «vendavales» que lógicamente despertaban a Daniel, no sólo por el ruido sino por el fétido gas en el vacío, que aún era peor. Ella como más «higiénico» aunque no exento de cierto recochineo, lo dejaba salir, levantando las ropas de la cama para que evacuara libremente a la atmósfera... Por lo que el pobre marido cada día estaba mas «rubio». El que fuese tan agudo su martirio se debía en parte a su prominente nariz, de enormes orificios e inclinada como la de los loros. Si al menos la hubiese tenido respingona como la de su vecino Miguel, o incluso chata como la del «cantaor de flamenco de la Isla, el «Chato», pero tengo que aclarar que lo suyo no fue innato, sino la secuela originada por un accidente fortuito. Ahora lo de Daniel era de nacimiento y con la genética no se puede luchar, además, esto fue lo único que heredó de su padre. Hay cosas peores...

Como «no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista», Daniel al borde de la desesperación, y lo que es peor, de la asfixia, obligó a Guillermina a que fuese de inmediato a la consulta de D. Adriano Fraudini para que de una vez por toda pusiera fin a su problema; de lo contrario, le amenazó incluso con el divorcio, ya que no estaba dispuesto a soportar por más tiempo sus nauseabundas «pedorretas» en el tálamo, por lo que no le quedó otra opción. Y, ¡sorpresa, sorpresa! D. Adriano la examina y, justo en el momento de inclinar la cabeza hacia el objetivo, a Guillermina se le fue un punto suspensivo que le hizo -por lo inesperado- perder el equilibrio. Afortunadamente era inodoro, por lo que pasada la impresión estereofónica, vuelve al centro de su atención. Plenamente convencido de lo que había palpado y visto por la ecografía, le afirma con rotundidad: -Señora, será usted madre de dos gemelos. Y extrañado le pregunta: -¿Cómo no vine antes por la consulta? La impresión la dejó anonadada. Cuando al fin pudo reaccionar, su primer impulso fue abrazar a D. Adriano para manifestarle con enorme júbilo lo feliz que la hacía con la inesperada noticia. A lo que él, sorprendido le pregunta: -¿Inesperada, por qué? Entonces ella le cuenta lo que le había diagnosticado D. Onofre con respecto a su embarazo. -Bueno, mujer, un error lo puede tener cualquiera. Olvídate de ello y a esperar ilusionada la llegada del momento más sublime de toda mujer, la maternidad.

Y ese día maravilloso tuvo lugar con el alumbramiento del par de gemelos que le había pronosticado D. Adriano, acontecimiento que cambió por completo la vida de la feliz pareja. Menos mal que Dios le había concedido el prodigioso milagro y no lo que ella se temía: que quedase todo reducido a «mucho ruido y pocas nueces»...

Cinco años habían transcurridos. Cierto día se entera de que su antiguo médico se encontraba en el pueblo de vacaciones con su flamante esposa Diana. Una tarde que Guillermina paseaba a sus preciosos gemelos, que aún parecían más lindos por su atuendo -los dos vestidos de marineros, pero sin lepanto-, mira por donde se da de cara con D. Onofre que, estupefacto, se dirige hacia ella con los ojos fijos en los pequeños. 

Ante la sorpresa exclama: -¡Pero qué es lo que ven mis ojos!, ¿son tuyo estos niños? Ella le contesta: -Increíble pero cierto, para mí son mis hijos, y para usted tal vez dos «pedos» de marineros...





 

volver  arriba

Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa

contador

BIOGRAFÍAS | CULTURALIA | CITAS CÉLEBRES | plumas selectas

sep