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Guillermina y Daniel llevaban algunos años de matrimonio y aún
no habían visto materializado su sueño en el hijo que tanto
deseaban; aunque, claro está, la esperanza la mantenían latente.
Como suele suceder en estos casos, los amigos íntimos le
sugerían diferentes fórmulas para que la «semilla» del amor
pudiera dar su fruto. Guillermina, todo hay que decirlo, no era
ya ninguna niña, pues caminaba hacia los cuarenta, por lo que
era consciente del peligro que entraña la maternidad en esa edad
en una primeriza. Aunque a ella, en honor a la verdad, ese
riesgo no le preocupaba demasiado con tal de ser al fin madre.
Así que seguía a rajatabla todos los consejos de los
experimentados, algunos de pronóstico reservado... Por lo que
unas veces con música y otros sin ella, la apasionada pareja
siempre encontraban el momento para practicar la «gimnasia
sueca». Daniel, aunque de complexión robusta, con tantas horas
extras, ya empezaba a reflejar en su cara el natural cansancio,
máxime, cuando su rolliza esposa pesaba en «canal» 95 kilos, por
tanto ya no gozaba de esos colores envidiados por algunos y,
quizás, un tanto sospechoso para otros, porque en los pueblos ya
se sabe, si de vez en cuando te tomas unas copitas te ponen la
etiqueta..., pero hay que ponerse en el caso de Daniel, pues
tiene «tela marinera» comer todos los días «liebre a la cremé» y
«pechuga abundanté» aunque sea de faisán.
¡Al fin!, las jornadas intensivas dieron el esperado fruto. La
dicha de la pareja se vio consumada con la primera «falta» de
Guillermina. Cuando toda radiante se lo comunica a Daniel, éste
no podía dar crédito a tan feliz noticia. Era tal la
satisfacción que los embargaba, que la buena nueva se propagó
rápidamente por el pequeño pueblo. No obstante, hasta no estar
bien segura no quiso ir a su médico, bueno de ella y de toda la
comarca, pues D. Onofre Ciclón era el único facultativo del
entorno, por lo que no le quedaba otro remedio al pobre hombre
que ser polifacético en su profesión, ya que a veces tenía que
ejercer hasta de veterinario; podéis imaginaros la «aventura»
que corrían todos, según afirmaban los habitantes del pueblo.
D. Onofre acertaba con muy pocos en el diagnóstico. Ahora, eso
sí, era todo un experto en la cocina, por lo que a sus
pacientes, en vez de correr el riesgo de recetarles medicamentos
raros, que la mayoría de las veces son, como sabéis, armas de
doble filo, se los daba culinarios, sobre todo los de repostería
que era su verdadera especialidad.
Cuando Guillermina cumplió dos faltas, el matrimonio se dirigió
muy ilusionado a la consulta. Hechas las pertinentes
exploraciones, D. Onofre, sin ninguna duda, le dice a la
incipiente madre: -Guillermina, siento tener que decirte que no
hay tal embarazo. A la pobre mujer se le cambia el color; las
lágrimas brotan de sus ojos, mientras, desgarrada por el
desencanto, grita: -¡No es posible!, si ya he cumplido las dos
faltas y mi vientre aumenta de volumen cada día. ¡No me lo puedo
creer!
D. Onofre trata de tranquilizarla, pero no logra que ésta entre
en razón. Suavizando la voz le afirma: -Mujer, tú lo que tiene
son gases, tu embarazo es meramente psicológico. Los gases son
sin duda los culpables de tu inflamación abdominal; en cuanto
los expulses tu vientre volverá a la normalidad y te sentirás
mucho mejor, por lo que voy a recetarte unos comprimidos
realmente eficaces. El marido tan sorprendido como ella, no se
atrevió a pronunciar palabra. Se marcharon desmoralizados y, por
supuesto, Guillermina, con el firme propósito de no volver jamás
por la consulta. ¡Menudo disgusto les había dado! Como para
volver.
Pasado algún tiempo del frustrante episodio, D. Onofre se marchó
a Madrid, siendo sustituido por D. Adriano Fraudini, de
ascendencia italiana, aunque natural de Archidona (un pueblo con
historia), pero ésta aún no había alcanzado el cenit de la
popularidad que le dio Camilo José Cela con su célebre
película... El nuevo doctor ostentaba el título de ginecólogo,
al menos a ello se había entregado sin descanso en el pueblo
limítrofe donde se desarrolla nuestra historia.
Guillermina con la nefasta experiencia sufrida, se resistía a
una nueva exploración, pese a que su vientre seguía creciendo de
manera evidente. Mas, pensando que tal vez D. Onofre estuviera
en la cierto al asegurarle que lo de ella eran sólo gases, se
decide al fin a tomar las pastillas que le recetó. A los pocos
días de comenzar el tratamiento se le desencadena un ruido de
tripas que felizmente puede expulsar. ¿Y quién es el que paga el
«pato» de este éxodo ventoso?, ¡Daniel! También es vendad que
buena culpa de su «entripao» la tenía su régimen alimenticio,
muy pródigo en «pringá», complemento de sus exquisitas berzas,
que parecía compensarla de su frustración maternal.
Total, que entre las copiosas platos y las pastillas de Aeroredt,
el «concierto» estaba servido. Por las noches, sobre todo, era
cuando se desataba la «tormenta», siempre ésta acompañada de
fuertes «vendavales» que lógicamente despertaban a Daniel, no
sólo por el ruido sino por el fétido gas en el vacío, que aún
era peor. Ella como más «higiénico» aunque no exento de cierto
recochineo, lo dejaba salir, levantando las ropas de la cama
para que evacuara libremente a la atmósfera... Por lo que el
pobre marido cada día estaba mas «rubio». El que fuese tan agudo
su martirio se debía en parte a su prominente nariz, de enormes
orificios e inclinada como la de los loros. Si al menos la
hubiese tenido respingona como la de su vecino Miguel, o incluso
chata como la del «cantaor de flamenco de la Isla, el «Chato»,
pero tengo que aclarar que lo suyo no fue innato, sino la
secuela originada por un accidente fortuito. Ahora lo de Daniel
era de nacimiento y con la genética no se puede luchar, además,
esto fue lo único que heredó de su padre. Hay cosas peores...
Como «no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista»,
Daniel al borde de la desesperación, y lo que es peor, de la
asfixia, obligó a Guillermina a que fuese de inmediato a la
consulta de D. Adriano Fraudini para que de una vez por toda
pusiera fin a su problema; de lo contrario, le amenazó incluso
con el divorcio, ya que no estaba dispuesto a soportar por más
tiempo sus nauseabundas «pedorretas» en el tálamo, por lo que no
le quedó otra opción. Y, ¡sorpresa, sorpresa! D. Adriano la
examina y, justo en el momento de inclinar la cabeza hacia el
objetivo, a Guillermina se le fue un punto suspensivo que le
hizo -por lo inesperado- perder el equilibrio. Afortunadamente
era inodoro, por lo que pasada la impresión estereofónica,
vuelve al centro de su atención. Plenamente convencido de lo que
había palpado y visto por la ecografía, le afirma con
rotundidad: -Señora, será usted madre de dos gemelos. Y
extrañado le pregunta: -¿Cómo no vine antes por la consulta? La
impresión la dejó anonadada. Cuando al fin pudo reaccionar, su
primer impulso fue abrazar a D. Adriano para manifestarle con
enorme júbilo lo feliz que la hacía con la inesperada noticia. A
lo que él, sorprendido le pregunta: -¿Inesperada, por qué?
Entonces ella le cuenta lo que le había diagnosticado D. Onofre
con respecto a su embarazo. -Bueno, mujer, un error lo puede
tener cualquiera. Olvídate de ello y a esperar ilusionada la
llegada del momento más sublime de toda mujer, la maternidad.
Y ese día maravilloso tuvo lugar con el alumbramiento del par de
gemelos que le había pronosticado D. Adriano, acontecimiento que
cambió por completo la vida de la feliz pareja. Menos mal que
Dios le había concedido el prodigioso milagro y no lo que ella
se temía: que quedase todo reducido a «mucho ruido y pocas
nueces»...
Cinco años habían transcurridos. Cierto día se entera de que su
antiguo médico se encontraba en el pueblo de vacaciones con su
flamante esposa Diana. Una tarde que Guillermina paseaba a sus
preciosos gemelos, que aún parecían más lindos por su atuendo
-los dos vestidos de marineros, pero sin lepanto-, mira por
donde se da de cara con D. Onofre que, estupefacto, se dirige
hacia ella con los ojos fijos en los pequeños.
Ante la sorpresa exclama: -¡Pero qué es lo que ven mis ojos!,
¿son tuyo estos niños? Ella le contesta: -Increíble pero cierto,
para mí son mis hijos, y para usted tal vez dos «pedos» de
marineros...
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