¡Pobre cuerpo enfermo!
de aquel que su salud pierde.
Su alma y sus pensamientos
en miedos se oscurecen.
¡Misericordia, Señor!,
para los dos seres,
no tienen tregua en la batalla
cuando aparece la muerte.
Lágrimas mi regazo llene,
cambie mi dolor
por alegría, y el cielo
ante mi pena mude de color.
La fuerza y la templanza
no me falten,
¡pobre cuerpo herido!
que, en la niebla, el suspiro
y tu aliento palpan el camino.
Yo estoy a tu lado
perdida en mi mundo,
de ver tu humildad me pudro
en la soledad y la impotencia
de verte morir, ¡amado!
Inquieta, callada,
como sorda en el pasillo
casi muerta de soledad,
ante mí la muralla
mostrándome la única verdad.
Me iré a casa, y no estarás tú
ni tu amor, nada...
El vacío enorme, sin luz,
como ventanas cerradas.