La Selectividad -esa abstracción- es un trauma académico, un
miedo escénico ante la futura posibilidad de ser o no ser algo
en los pasillos universitarios, en los entresijos del saber
social, en los decadentes campus por donde deambulan los futuros
filósofos al lado de los trepanadores sanitarios que velarán con
escalpelo la sombra de nuestros tumores.
La selectividad -como redundancia- selecciona a los alumnos,
criba a las alumnas, separa los garbanzos negros, limpia la paja
de las lentejas y señala con nota severa quiénes serán elegidos
para ocupar la facultad, el laboratorio y el expediente. No hay
títulos para todos/todas. Hay masificación en las aulas lo mismo
que la hay para correr el maratón de Madrid. Todo se hace a
escala mogollón en esta sociedad ansiosa. Con la selectividad
-tras la selectividad- comienza un verano de litrona y
desparpajo para tantos jóvenes, que desnudarán un frenesí
mediático por piscinas y bares de copas para celebrar el éxito o
emborrachar el fracaso. La selectividad no indica nada; sólo es
un tamiz de nombres colocados por orden alfabético. Es un (mal)
trago que debe pasar por el gaznate orgánico/psíquico de los/las
que aceptan la gris y empapelada ortodoxia del éxito social;
esto es, la que pesa la posición convencional según el número de
diplomas. Es más, según el dinero que un diploma/titulo sea
capaz de generar en su dimensión profesional.
Quiere decirse que la selectividad es una angostura en el camino
hacia el teórico triunfo, una vez asumida la universidad como
una fábrica de licenciaturas, como una factoría de economistas,
psicólogos y veterinarios. Se sobrepasa como se sobrepasa un
documento «sine qua non» o una oficina siniestra para tramitar
el carné de identidad. La selectividad es una gestión, cuando el
hecho estudiantil -teóricamente vocacional- se ha convertido en
una gestión, una mera agencia de colocación, una enseñanza
profesional para dejar de sumar con los dedos y aprender a
ordenar más hábilmente los papeles.
La selectividad, entonces, da paso a otra cosa, otra etapa, otro
recodo, el derecho a un curso universitario, un horario de clase
y una silla de pala para tomar apuntes y ver pasar el tiempo,
con sus largas mañanas de lluvia y tedio y sus inmensas tardes
de tubo de ensayo y modorra. Muchos estudiantes -incluso-
harán/sobrepasarán la selectividad porque no conciben otra
manera de seguir adelante en busca del futuro o el octubre
próximo.
Mientras tanto, pasa el verano de calima existencial, a la luz
dorada del calimocho.