Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces

Dice Alphonse Daudet: «el epíteto debe ser la amante del sustantivo, nunca su mujer legitima. Entre las palabras son convenientes uniones pasajeras, jamás matrimonios perdurables. En esto se distingue al escritor original de los demás.» 

La cita es larga, pero aclaratoria. El gran problema de muchos escritores, no sólo de los poetas, es la duda ante la elección del adjetivo. Recordemos lo que dijo Vicente Huidobro, autor de Altazor, poema de aires innovadores: «El adjetivo, cuando no da vida, mata.» Difícil caballo de batalla la adjetivación. Pone a prueba el ingenio de todo el que escribe. Cuando se empieza a sobar las palabras en ese periodo de entusiasmo ante los clásicos influyentes, el aspirante a poeta o a prosista no tiene todavía capacidad de selección. Se apropia de los vocablos -sean adjetivos o sustantivos, incluso construcciones sintácticas- como por un flechazo de delirio literario. 

La admiración, como a los adolescentes el amor, les hace perder la cabeza y escriben con el asombro no filtrado todavía por la experiencia. Los profesores de Literatura saben muy bien esto, y cuando piden una redacción o un poema a sus alumnos no ignoran que son muy pocos los que sienten repugnancia por las frases hechas y se aventuran con tanteos originales, aunque tienten al demonio del surrealismo.

Se me dirá que esto, lo de la originalidad, no es nada fácil y la mayoría que escribe, sobre todo prosa, emplea un lenguaje ya redicho, sin pretensiones de innovar. Es cierto; el experimentalismo es más bien propio de los poetas y los narradores que libran sus batallas de la expresividad en el campo de lo rigurosamente creativo. Pensemos en Góngora, en los vanguardistas, un poco antes, en los simbolistas franceses del siglo pasado. Pero lo que antes era privativo de la poesía -la poesía como avanzada de los descubrimientos expresivos y extrañadores-, en nuestros tiempos lo es también de la narrativa. Piénsese en el realismo mágico. En él «la integración de lo fantástico y lo real se consolida», en frase de V. Tusón y L. Carreter en Literatura del siglo XX. En efecto, la aparición de lo fantástico como factor espoleador de la creación ha decidido el futuro de la narración. Ya no es posible volver a un realismo verbal empobrecedor de la obra.

Sin embargo, ello no impide la valoración de lo temático. Creo que es imposible escribir novela sin «contar algo». El mérito del narrador es el responsable de lo que puede ser una lograda y estupenda simbiosis. Ahora bien, hablando de una prosa que ha de emparejar felizmente el tema y los efectos comunicativos, ¿cómo olvidar -cuando se cumplen veinte años de su infortunado fallecimiento- a nuestro maestro en la agilidad de la sintaxis narrativa, a nuestro inolvidable Luis Berenguer?

A tenor de lo que estamos exponiendo, nos viene como de regalo una reflexión de Enrique Montiel sobre Berenguer, tomada de Cádiz en «Marea escorada». «No es que pensemos que Luis Berenguer -que fue una especie de novelista francotirador- estuviera encuadrado en la novelística de lo «real maravilloso», pero sin duda que sus obras fueron maravillosamente reales, por eso, porque fue un gran artista de la palabra, un creador andaluz de genio.»

 La labor del creador literario hoy día ha de vencer algunas dificultades, pero creo que la más importante es la de no ser un eterno deudor con lo ya consagrado por la crítica y los lectores. ¿Crear ex nihilo? No; de la aglutinadora experiencia de todas las generaciones anteriores: una síntesis bien combinada. La obra de arte como suma de procedimientos que se desgastan y se automatizan. Esto, al menos, era lo que postulaba el formalismo (movimiento de reacción contra la tradición crítica de la literatura rusa, tanto de la llamada escuela sociológica, como de la simbolista. Floreció durante los años veinte.)




 

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