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La
generalizada creencia de que Cádiz a lo largo del s. XVIII fue
exclusivamente una esplendorosa ciudad comercial, monopolizadora
del tráfico marítimo de España y Europa con la América hispana,
ha propiciado el olvido de que esta ciudad, en buena parte de
este mismo siglo y, por supuesto, en la época que nos ocupará
seguidamente, fue una ciudad desde la que se irradiaron los más
profundos conocimientos en materia médica a través del Real
Colegio de Cirugía de la Armada y las más modernas ciencias
navales que el mundo civilizado podía ofrecer a mediados del
XVIII, gracias a la Academia de la Real Compañía de Guardias
Marinas, al Observatorio astronómico de la Armada y al isleño
Arsenal de La Carraca.
No era, pues, de extrañar que la ciudad fuera un «hervidero», no
sólo de comerciantes de la «Carrera de Indias» sino de
cirujanos, marinos del Rey y de la Casa de Contratación y de
gente que se dirigen a América con los más diversos objetivos,
ahora más que nunca, a la búsqueda de ese «Eldorado» moderno que
es el estudio de la flora en tierras que aún se consideran
vírgenes por españoles y extranjeros. Viajeros hacia otras
partes del mundo tenían como puerto de partida el de Cádiz: en
él esperaban a sus buques y en él establecían relaciones
culturales con marinos, astrónomos, botánicos, cirujanos y
eruditos hasta el día de la partida.
Ejemplo de ello fue Pehr Osbeck, que llegó a Cádiz en enero de
1751 camino de la China y se quedó diez semanas, durante las
cuales hizo una curiosa descripción de los pueblos de la bahía
gaditana, a la que entonces, según él, se conocía con el
precioso apelativo de Bahía española, y del barón Clas
Alströemer, también sueco, que estuvo en Cádiz desde el 28 de
abril de 1760 hasta agosto del mismo año, mes en el que inició
su viaje por España. En Cádiz conoció a los miembros de la
«Asamblea Amistosa y Literaria» de Jorge Juan, tales como Ulloa,
Virgili y Godín; encontró en casa del cónsul de Suecia una
planta originaria del Perú, la «Peregrina de Lima», «Lirio del
Perú» o «Lirio de los Incas», a la que Linné llamará
«Alstroemeria peregrina», y lo que es más interesante, conoció
al joven Mutis que se disponía a marchar a Santa Fe de Bogotá
como médico cirujano del nuevo Virrey D. Pedro Mexía de La
Cerda.
Hoy traemos a estas páginas a Pehr Löfling, discípulo predilecto
de Carl Linné, «príncipe de los Botánicos», el famoso sabio
naturalista de Upsala, del que se decía que si «Dios creó, Linné
puso orden», pues gracias a él podía explorarse racionalmente la
Naturaleza.
Fruto de la política cultural de Fernando VII y, muy
especialmente, por la influencia del marqués de Grimaldi,
embajador de España en Estocolmo, y del ministro Carvajal, el 20
de octubre de 1751 llegó a Madrid el botánico P. Löfling llamado
por el Gobierno español para estudiar la flora peninsular, según
la sistemática botánica de su maestro, quien había sido,
precisamente, el primer objeto de la invitación.
Löfling había arribado a Oporto en un buque de la Cía. sueca de
las Indias Orientales en septiembre de 1751, y desde allí pasó a
Lisboa, y desde ella a tierras de la Monarquía española
acompañado del ya conocido Louis Godín que regresaba de América
para incorporarse en Cádiz a la dirección de la Academia de
Guardias Marinas. Fue él quien introdujo a Löfling en la Corte,
donde conocerá al grupo de botánicos españoles que por entonces
descollaban en el jardín de Migas Calientes, antecedente del
todavía existente Jardín Botánico del Paseo del Prado de Madrid.
Hombre tímido, lleno de tópicos sobre España (Linné había dicho,
refiriéndose a España, que «era deplorable que la Botánica
estuviera en un estado tan bárbaro en una nación europea
erudita), se encontró con gente amable y culta que lo llenó de
agasajos, aunque no de mucho interés por la nueva sistemática
botánica que traía de Suecia y de su iniciador. No obstante,
encontró algunas dificultades en Madrid -no en Cádiz- muy
propias de la España católica de aquellos años. En carta a un
amigo (1753), el protestante Löfling le decía: «A menudo me
enfado por los ataques de los españoles en materia religiosa. Yo
me defiendo lo mejor que puedo, pero tengo miedo de enemistarme
con ellos, porque pueden denunciarme a la Inquisición por
cualquier motivo. ¡Dios, sé misericordioso y permíteme vivir en
paz con ellos durante un tiempo». Me temo que hubo mucho de
«tomadura de pelo» en toda esta historia. El caso es que Löfling
adoptó la fe católica siete horas antes de morir. Suponemos que
esta broma -¿o auténtica intolerancia religiosa?- no provendría
de los botánicos españoles -muchos de ellos ilustrados- que con
el tuvieron estrecha relación, sino de gente de inferior
categoría intelectual.
Lo cierto es que su impresión de los botánicos madrileños no fue
muy buena, todo lo contrario de la que le produjo Pedro Virgili,
«hombre de luces y de un talento sobresaliente».
Löfling llegó a Cádiz a finales de octubre de 1753 para tomar
parte en un nuevo proyecto de la Corona: su asignación a la
Expedición de límites que, bajo el mando de Joseph de Iturriaga
(militar y comerciante) y José Solano (astrónomo y cartógrafo),
habían de determinar las fronteras entre territorios españoles y
portugueses en Sudamérica, según lo establecido en el Tratado de
13/1/1750, buena parte por tierras inexploradas del Orinoco, al
propio tiempo que habrían de impedir por todos los medios,
incluido la guerra, que los colonos holandeses llegaran a la
desembocadura del río. El botánico sueco permaneció en Cádiz
hasta el 15 de febrero de 1754, fecha en la que partió hacia
Cumaná (Venezuela) en el «Santa Ana», arribando allá el 11 de
abril. Con Löfling y bajo su dirección, embarcaron dos
médicos-Botánicos y dos dibujantes, encargados de realizar la
historia natural de aquellas regiones, cuyas colecciones y
dibujos debían remitirse al Museo de Historia Natural de Madrid.
Desgraciadamente, Löfling murió el 22 de febrero de 1756,
víctima de unas fiebres sobrevenidas cuando se encontraba en la
Misión de San Antonio de Caroní, lo que llevó a la disolución de
la Expedición por falta de financiación y dirección.
Durante su estancia en Cádiz y el Pto. de Sta. María, Löfling,
que había estudiado solamente la flora española, hizo un
interesantísimo estudio -el primero- sobre los peces de las
costas gaditanas, 53 especies, tanto con su nombre científico
como con su nombre vulgar, recogidos en varias hojas que se
conservan en el Real Jardín Botánico de Madrid con el título de
«Pisces Gaditana. Observata Gadibus et ad Portus Sta. María.
1753». Dejó constancia de haber visto en Cádiz el «Arbor
Draconis» en el jardín de los PP. Capuchinos.
Es curioso constatar cómo el frustrado empeño de Löfling de
realizar la Historia Natural de América, la que había iniciado
el Dr. Hernández en el s. XVI en la Nueva España, sería premisa
de un joven gaditano, José Celestino Mutis, quien en 1760
partirá hacia Santa Fe de Bogotá con el mismo propósito, esta
vez, en cierto modo, alcanzado gracias a su tesón, conocimientos
y larga vida. Y, por supuesto, a la decisión de un rey, Carlos
III, que ciñe la Corona de España desde 1759.
Löfling había abierto, sin lugar a dudas, el camino de las
expediciones científico-naturalistas por los vastos territorios
de los dos hemisferios de la América española. Löfling sucumbió
por amor a la Ciencia, pero su muerte no será inútil, pues tras
él, una pléyade de botánicos, zoólogos y mineralogistas
españoles aportaron a las ciencias de la Naturaleza inmensos
tesoros que merecen la pena recordar.
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