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La brisa le acaricia suavemente la mirada, la frente joven, el
pelo liso y castaño recortado a la altura del cuello. Es la
brisa temprana que viene de la mar todavía dormida, apaciguada,
sin ruido de motoras, sin barullo de hombres ni de redes. La
brisa remansada sobre el muelle deshabitado, bamboleante de
colores, de barcas amarradas a la espera de la aventura, del
anochecer trepidante y esperanzador. Sin embargo, es la brisa de
los recuerdos la que le trae a la memoria el drama de los
cantiles agitados, de las olas enconadas, de los vientos
restallantes, de los pesqueros zarandeados por el
encabritamiento de la mar. Es la brisa que le trae la voz del
muchacho, del muchacho que un día, una tarde, en una puesta de
sol, tras los preparativos de cabos, vituallas y redes,
hermanado con otros pescadores, se hizo a la mar, se adentró en
la mar, se perdió lejos, lejos, se sumergió, se enniebló, se
fundió en la lejanía, con el briol en las manos, con los ojos en
las relingas, con el entusiasmo a flor de piel, con ansia
adolescente de azules purísimos y sirenas nocturnas, acordeones
pastosos y jubilosos sotabancos, felicísimo de haber cambiado el
aburrimiento de los senderos y pastizales, el rubio maíz y la
sombra del hórreo por la maravillosa odisea de los grandes
motopesqueros de altura, tecnificados y con radar.
La brisa tierna de la mañana le besa los ojos, la frente, y le
atusa con delicadeza el pelo castaño. Luego, la mujer deja la
ventana y, tímidamente, como sonámbula, limpia los muebles,
acaricia la mesa cuadrada que luce su caracola y su jarrón de
rosas frescas; el chinero, en cuyo vientre se esconden los
juegos de café, las copas de coñac y la hermosa colección de
platos de caolín con dibujos románticos en el fondo y filigranas
doradas por los bordes; el pequeño armario donde se guardan los
vasos altos del whisky y los catavinos que un buen septiembre se
trajeron de Jerez de la Frontera. Despacio, barre la casa y
arregla las habitaciones. Después, vuelve a la ventana. Le gusta
sentir en su piel la brisa fresca y salitrosa de la mar. Porque
la brisa fresca y salitrosa de la mar es él, el hijo que le
arrebataron las aguas maliciosas; el hijo que perdió cuando una
noche empezó a negrear sobre las crestas enfurecidas y el barco,
barrido en los costillares por la tormenta y zarandeado por las
montañas de espuma, zangoloteó violentamente; el hijo que
desapareció entre el oleaje, sin que ninguno de los veinte
hombres, sumidos en el estupor, desarmados y llenos de espanto,
desesperados, las miradas estremecidas sobre las aguas montunas,
encogidos, aplastados, impotentes, aturdidos por el viento
fungante reventado sobre el mar, pudieran evitarlo; el hijo que
duerme definitivamente en las profundidades desnudas del océano.
Mira la mar, escruta el horizonte y permanece quieta, enajenada,
como si estuviera viendo la vitalidad, la fortaleza y el
entusiasmo de su hijo en los ramalazos de las ondas espumeantes
contra la escollera; como si estuviera viendo el júbilo que le
afloraba por la sangre en los vaivenes palpitantes que baten el
litoral.
Todo el mar está en su mirada. Todo el azul del mar sobre el que
navegan las nubes blancas, sobre el que se deslizan desafiantes
las barcas de los pescadores, sobre el que graznan las gaviotas
indolentes. Todo el mar, todo el inmenso mar sobre el que se
agitan las crestas desapacibles, por donde planea la temeridad
de las dornas atrevidas, sobre el que se precipitan los
ponientes rojizos. Todo el mar, el mar abierto, mugiente,
inmisericorde, el mar de los bramidos hondos que aturden las
rocas de los acantilados y restalla frenético contra los
farallones y el mar de las mesanas relucientes y los veleros
hinchados de luz, que llenan de música las playas y de claridad
el horizonte. Todo el mar, la voz augusta del mar, la cósmica
grandeza del mar, su fosca melancolía, su viento enloquecido,
sus pataches balanceantes, su arenal salpicado de embravecidos
goterones, sus rompientes desbocados, sus chicotazos amargos,
todo el mar, la mar, está en la mirada de esta mujer, en sus
pupilas llorosas.
De vez en cuando abre las palmas de las manos y entorna los ojos
recordando los besos que sellaban las despedidas en el puerto:
«Mucho cuidado, hijo, ten mucho cuidado»; la voz entera y fuerte
del muchacho: «Tranquila, madre, ya verás qué calada»; y los
suspiros que velaban la partida hasta que el pesquero se perdía
por la línea del horizonte bajo la última luminosidad de la
tarde.
La brisa llega como un pájaro blanco, como una amiga silenciosa,
a la mujer. La mujer es joven, pero por su vida ha pasado ya la
pena y la desgracia, el asombro dolorido y el llanto denso. Es
joven, pero está gastada por la desventura, por el ciego zarpazo
de los avatares. Se pasa las horas aquí, en casa y frente al
mar. Ya casi es sólo mar, suspiro, memoria, ventana, y esa
pequeña foto que tiene en la mesilla de noche, descolorida,
donde el tiempo se ha detenido y el muchacho asoma su juventud
entusiasta. La mujer besa la foto cada noche, como se besa un
relicario, con la misma unción y mansedumbre con que las olas
llegan a las arenas de la playa en horas de bonanza. Besa la
foto y deja la mirada prendida en la sepia, sin querer dormirse,
sin poder hacerlo, porque es triste la soledad, y el
aturdimiento por aquella vida en flor, aquella carne púber y
reluciente, cortada de un hachazo por las olas, le tiene en vilo
siempre la memoria.
La mujer es viuda. Tuvo muchas ilusiones, pero todas se las
arrebató fatalmente el destino. Joven, pero le robaron el tiempo
para soñar.
Apenas participa ahora de la orgía de las noches luminosas en el
puerto, cuando atracan los barcos hinchados de lenguado y
merluza, de bacalao y sardinas, resonantes las sirenas y
vociferantes las gargantas de las pescantinas. Apenas sale,
apenas pasea a la luz del día. Sus breves trayectos terminan en
la iglesia del pueblo, frente al Cristo de los Navegantes, ante
quien desgrana rezos y súplicas ateridas de esperanzas
imposibles.
Su vida está en la casa, una casa pobre pero limpia. Cocina, dos
habitaciones, un servicio. En la cocina hay pocas cosas. La
mesa-camilla con hule donde siempre, antes, sonreía el pan y el
vino; y dos sillas rústicas para sentarse. Ahora, una de estas
sillas está desocupada, como sombría. Las manos de la mujer,
sobre todo a la hora del mediodía, acarician su respaldo,
limpian el polvo del asiento, resbalan lentas sobre los
brazales, mientras en el silencio le viene la torrentera de
aquella voz chillona: «Que la comida esté bien caliente, y
échale tabasco al huevo frito, y que no falte un rioja, madre».
Y le viene en tromba toda su risa, aquella con la que brindaba
para que las bandadas de bocarte, de agujas y de sardinas
grandes no se fueran a platear, como otras veces, las costas de
los galos; aquella inolvidable risa que paseaba por el muelle
habitado de alegres muchachas las mañanas de los domingos;
aquella que dejaba flotando en el aire bajo el abanico de las
gaviotas raseantes, en las despedidas; aquella sonrisa que traía
sabores de lunas antárticas y de salinas brillantes cuando los
regresos. El hueco de la silla, ahora, es el hueco de una
esperanza rota, de un vacío silencioso, de un tributo que la mar
de los salpicones espumeantes se cobró.
Sigue ahí, en la ventana, oteando los tolmos que rompen contra
los pedregales costeros, humedecidos de algas y crustáceos;
esperando, quizás, que los ángeles de la mar le traigan al hijo
en las palmas, arrancándoselo a la albura de la placenta
oceánica; esperando que venga a contarle la odisea de la última
redada, los tarascones de la noche terrible y el cañoneo de las
olas retumbantes.
Pero el muchacho no volverá, no atracará ya en el puerto con la
estiba rebosante de merluza, de liña, de pincho, de bocarte, de
sardinas, de marisco... El muchacho no rondará más las vaguadas
con sueño de acantilados, ni las roquedas con olor a algas y
pinochas. Ni cantará por la casa las viejas canciones de los
pescadores en la cubierta salpicada de espumas... Se lo dicen
sus vecinas, sus amigas: «Mujer, ha muerto. Mira ya el tiempo
que ha transcurrido. Deja de obsesionarte con ello». Ella las
mira, silenciosa, y asiente con la cabeza. Hace mucho que sabe
que el mar es derrota, fracaso, muerte; que el mar es
castigador, agorero, disolvente; que el mar está ebrio de
pescadores, y que es éste su reclamo a tanta vida tersa y
llameante, volcada en montañas por la borda de los barcos
gratuitamente. Pero no hace caso de la muerte. Y sigue, terca,
brisa en la brisa, como el viento rociado por el oleaje, como la
ola contra la roca, mirando el mar desde la ventana,
contemplando esa marea que le habla de retornos, esa espuma que
le dice de grímpolas regresadas.
A veces habla sola. Monólogos con la mar. Monólogos repetidos y
dolientes, quizás una forma hecha costumbre de alentar la
esperanza y engañar piadosamente la soledad.
La mar, las redes, las gaviotas inquietas, las jarcias
desplegadas, la escollera enverdecida, se confunden con esta
mujer. Dicen que es como un faro en permanente vigilia. Siempre
con brisas y lontananzas por los ojos.
Lo cierto es que está ahí, en la ventana, mirando el mar por
donde siempre llegaba el hijo a bordo de un motopesquero de
altura, tecnificado y con radar, tras la aventura de la
felicísima cosecha.
Una mujer solitaria, toda ojos, ojos absorbiendo, como lágrimas,
la brisa salobre que le acaricia la mirada, la frente joven, el
pelo liso y castaño recortado a la altura del cuello.
Una mujer del mar. Una mirada persistente para la mar, la mar de
su vida y de su muerte, la mar de sus recuerdos...
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